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PREGUNTA: ¿Cuál es el nombre común del analgésico narcótico derivado de las semillas inmaduras de papaver somniferum que fue aislado por primera vez en 1806 por F. W. A. Serturner?

RESPUESTA: Morfina.

Una mañana de mayo de 1979, tres días después del entierro de mi padre. Estoy tumbado en el sofá, sin haber abierto las cortinas, viendo la programación del sábado en la tele con mi uniforme del colegio. Técnicamente no debería llevarlo, claro, pero tiendo a ponérmelo durante todo el año, porque es más cómodo, y en el fondo no sé qué otra cosa ponerme; mi concesión al fin de semana es no llevar la corbata.

Ya se han ido todos los parientes. Nos hemos quedado solos mi madre y yo. Ella, que no está en su mejor momento, lleva un tiempo levantándose tarde; luego se pasea descalza y en bata por la casa, dejando un rastro de tazas sucias y colillas, o dormita toda la tarde en el sofá, hecha un ovillo, hasta el anochecer. El ambiente de la casa es bochornoso, gris y enfermizo, pero ninguno de los dos acaba de encontrar la energía ni la motivación para abrir cortinas y ventanas, vaciar un cenicero, apagar la tele, lavar los platos y cocinar algo más que latas de pasta con tomate. La nevera todavía está repleta de restos de pastel, frankfurts en hojaldre envueltos en celofán y botellas de coca-cola sin gas, del velatorio. Yo estoy desayunando patatas fritas con sabor a queso y cebolla. La verdad es que lo estoy pasando peor que nunca.

Cuando llaman al timbre, me imagino que será un vecino que pasa a interesarse por mi madre. Abre ella. No reconozco la voz en el pasillo. Mamá abre la puerta del salón, cerrándose la bata por decoro, y adopta esa voz rara «de hablar bien» que pone para las visitas importantes.

—¡Ha venido alguien a verte, Brian!

Se aparta, dejando entrar a Spencer Lewis.

—¿Qué tal, Bri?

Me incorporo en el sofá.

—¿Qué tal, Spencer?

—¿Qué haces?

—Nada.

—¿Un vaso de coca-cola, Spencer? —pregunta mi madre.

—Sí, por favor, señora Jackson.

Mamá se retira discretamente. Spencer se sienta a mi lado en el sofá.

Sería difícil exagerar la importancia de una visita de Spencer Lewis. La verdad es que no somos colegas, ni nada. No nos hemos hablado casi nunca; como máximo, algún insulto en el campo de fútbol, o un saludo con la cabeza en la cola de la furgoneta de los helados. Parece del todo inexplicable que alguien tan guay, tan popular y duro como Spencer Lewis venga a visitarme a mí, el típico chalado que los sábados se pone el uniforme del colegio; pero aquí está, en el sofá.

—¿Qué estás viendo?

—Swap Shop.

—Odio la mierda esta infantil de Swap Shop —dice él.

—Yo también.

Hago un ruido sardónico por la nariz, aunque en secreto me guste. Nos quedamos un rato en silencio.

—He llamado «señora Jackson» a tu madre, sin querer —dice él—. ¿Tú crees que se habrá molestado?

—Qué va, no pasa nada —digo yo.

Es la única mención que hace a la muerte de mi padre. No me pregunta por el entierro, ni «cómo estoy»; menos mal, porque sería violento: a fin de cuentas, tenemos doce años. Lo que hace es quedarse sentado, bebiendo coca-cola sin gas y viendo la tele conmigo. Me dice los grupos que son una porquería y los que son buenos. Yo lo creo, y asiento a todo lo que dice. Es como si hubiera venido a visitarme una estrella de cine, o alguien aún mejor, como Han Solo. Y la sensación que da es de una amabilidad absoluta.

Spencer se ha roto la pierna izquierda en tres sitios y la derecha en dos. También tiene fractura de clavícula, que es algo especialmente doloroso, porque como una clavícula es imposible de enyesar, no acaba de poder mover la parte superior del cuerpo. Los brazos parece que los tiene bien, aunque con cortes de cristales en las palmas de las manos y en el antebrazo. Por suerte no se ha hecho nada en la columna vertebral ni en el cráneo, pero tiene seis costillas rotas, a causa del impacto con el volante, y de resultas de ello le cuesta respirar, y prácticamente no puede dormir sin ayuda, o sea, que está muy medicado. Tiene la nariz rota, roja e hinchada. En la ceja derecha, partida de mala manera, le han dado seis puntos grandes y negros. También ese ojo está negro, morado e hinchado, y no se abre del todo. La parte superior de la cabeza la tiene salpicada de cicatrices de color granate, hechas por los trozos del parabrisas. Como todavía lleva el pelo corto, se le transparentan. También le han dado puntos en la oreja izquierda, cuyo lóbulo arrancaron a medias los cristales.

—¿Y aparte de eso?

—Aparte de eso, la verdad es que estoy de maravilla.

Nos reímos un rato y volvemos a quedarnos callados.

—¡Pues si me ves mal a mí, es que no has visto el árbol! —dice él, sospecho que no por primera vez.

Volvemos a reírnos, Spencer entre muecas, por el dolor de las costillas y de la clavícula. Le dan pastillas, claro. No sabe muy bien qué son, aunque seguro que algo más fuerte que aspirinas; según él, algún tipo de opiáceo. Parece que funcionan, porque en las comisuras de sus labios baila una sonrisa amarga nada típica de él; no una sonrisa inquietante como la de Jack Nicholson al final de Alguien voló sobre el nido del cuco, sino una especie de extraño regocijo, que no viene del todo a cuento. Él, que siempre ha sido tan directo e incisivo, habla grogui, distante, como si le taparan la boca con la mano.

—Lo bueno es que han aplazado el juicio de lo del paro…

—Me alegro.

—Sí, casi vale la pena. No llevarás encima ningún cigarrillo, ¿no?

—Spencer, que no fumo…

—Me muero por uno. Y por una cerveza.

—Spencer, que es un hospital…

—Ya, pero bueno…

—¿La comida qué tal? —pregunto.

—No especialmente sabrosa.

—¿Y las enfermeras?

—No especialmente sabrosas.

Sonrío y hago un ruido que lo indica, porque estoy fuera de su línea de visión, y no parece que pueda mover muy bien la cabeza.

—¿Y todo esto…? —Señalo las dos piernas enyesadas y las manos vendadas—. ¿Tendrá alguna…? Ya me entiendes, alguna repercusión jurídica.

—Aún no lo sé. Probablemente.

—Coño, Spencer…

—Bueno, bueno, Bri, no empieces…

—Hombre, es que de algo tuviste que darte cuenta…

—¿Qué pasa, que has venido de tan lejos para regañarme, Bri?

—No, claro, pero tendrás que reconocer…

—Sí, ya lo sé: no fumes, no te pelees, no hagas trampas con el paro, no conduzcas bebido, ponte el cinturón, trabaja mucho, sácate el bachillerato nocturno, apúntate a un plan de empleo… Joder, Brian, a veces pareces un anuncio ambulante del Gobierno…

—Perdona, es que…

—No todos somos sensatos todo el tiempo, Brian…

—No, ya lo sé…

—No podemos ser todos como tú…

—¡Eh, que yo no soy siempre sensato…!

—Pero me entiendes, ¿no?

… y todas estas frases no las grita, porque no puede gritar; las suelta entre dientes, como siseando, hasta que se calla. Yo sé que tendría que decir algo; me doy cuenta, pero justo cuando abro la boca para intentarlo, habla él.

—En fin… —suspira, apoyando otra vez la cabeza en la almohada—. ¿Cómo está Alice?

—Ah, bien; la otra noche me quedé a dormir en su residencia, y…

—¡Venga ya! ¿En serio? —dice él, con una sonrisa sincera, girando la cabeza en la almohada para mirarme—. ¿O sea, que sales con ella de verdad?

—Bueno, nos lo tomamos con calma —digo yo, un poco avergonzado—. Con mucha, mucha calma, la verdad, pero bueno, está bien.

—¡Y parecía tonto!

—Bueno, bueno, ya veremos. —Tengo la sensación de que es el momento de portarse como un adulto, así que respiro hondo y digo—: Alice me contó que le hablaste bien de mí. En la fiesta.

—¿Ah, sí? —dice él, sin mirarme.

—Estuve un poco capullo contigo, ¿no?

—No, qué va…

—Que sí, Spencer, que estuve de lo más capullo…

—Tranquilo, Bri…

—Lo de ser un capullo no es que lo haga adrede, la verdad, pero me sale así…

—No se hable más, ¿vale?

—Vale, pero…

—Bueno, Bri, si así estás más contento, sí, estuviste de lo más capullo. ¿Ya está? ¿Nos podemos olvidar del tema?

—Pero ¿tú cómo estás?

—¿Cómo estoy de qué?

—Bueno, de… todo.

—¿Quieres decir en general? No lo sé. Si quieres que te diga la verdad, lo único que estoy es muy cansado. Cansado y un poco asustado, Bri.

Lo dice en voz baja, tanto, que tengo que agacharme para oírlo. Entonces me doy cuenta de que tiene los ojos rojos y empañados. Al notar que lo miro, él se pone las dos manos en la cara, en vertical, apretándose mucho los ojos con las puntas de los dedos, a la vez que exhala lenta y profundamente. Me parece haber vuelto a los doce años: estoy triste, incómodo, sin saber qué hacer; supongo que algún gesto de consuelo, pero ¿cuál? ¿Pasarle el brazo por la espalda? Como me da vergüenza levantarme de la silla, y estoy pendiente de la gente de la sala, al final me quedo donde estoy.

—Bueno, es que es normal que asuste, ¿no? —digo—. La vida, esta parte de la vida, quiero decir. Siempre lo dicen…

—Sí, supongo…

—Luego mejora…

—¿Seguro? —dice él, sin destaparse los ojos—. Porque a mí me parece que la he cagado en todo, Bri…

—¡Venga ya! Si no te pasa nada, colega; ya verás como se arregla todo.

Levanto el brazo, le pongo una mano en el hombro y se lo aprieto. Así, inclinado en la silla, con el brazo en alto, me siento torpe y cohibido, pero mantengo el gesto todo el tiempo que puedo, hasta que ya no le tiemblan los hombros. Al final, se quita las manos de los ojos.

—Lo siento, son estos calmantes —se disculpa, secándoselos con las muñecas.

Poco después, ya no sabemos qué decir, y aunque a mí me sobra tiempo, me levanto y cojo el abrigo.

—Oye, que me tengo que ir pitando para no perder el último tren.

—Gracias por venir, colega…

—Ha sido un placer, colega…

—Hombre, un placer…

—Bueno, no, pero ya me entiendes…

—Oye, ¿te vas a ir sin firmarme el yeso?

—No, no, claro.

Me acerco a la punta de la cama, cojo un boli de uno de los portapapeles y busco un sitio en blanco donde escribir. Está todo lleno de «que te mejores», y de nombres que no conozco; también un «te está bien empleado, mamón», y «¡vivan los Zep!» de Tone. Pienso un poco y escribo: «Querido Spencer: perdona y gracias. ¡Que te rompas una pierna! ¡Ja ja! Tu colega Bri, que te quiere un montón».

—¿Qué, qué has escrito?

—No, nada, «que te rompas una pierna»…

—¡«Que te rompas una pierna»…!

—Sí, en el sentido de buena suerte. Se dice en el teatro…

Spencer mira el techo y se ríe entre dientes.

—¿Sabes qué te digo, Brian? —pronuncia lentamente—. Que es increíble lo memo que puedes ser a veces.

—Ya, Spencer, colega, ya lo sé. Ya lo sé.