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PREGUNTA: ¿En qué boda «los pasteles del entierro sirvieron como fiambres para las mesas de la boda»?

RESPUESTA: En la de Gertrudis y Claudio, de Hamlet.

Salgo para Southend a primera hora del día de San Valentín, antes de que pase el cartero, y hacia las doce llego a la maisonette de la calle Archer. Me muero de ganas de hacer pis desde el cambio en la estación de Fenchurch Street, pero los lavabos del tren estaban atascados que daba gusto, y he esperado tanto que tengo pinchazos en los riñones. Subo corriendo por la escalera, entro en el baño… y grito.

—¡DIOS MÍO!

En el baño hay un hombre que se lava el pelo con champú. También él se pone a gritar.

—¡QUÉ COÑO PASA…!

Luego sale mi madre del dormitorio, abrochándose la bata, y veo por encima de su hombro la cama deshecha, los calzoncillos rojos y blancos colgados en el cabezal, los pantalones de hombre por el suelo, la botella de vino espumoso…

—¡PERO QUÉ COÑO HACES TÚ AQUÍ, BRIAN! —berrea mamá.

Yo me giro, porque no se ha abrochado del todo la bata, y veo que el hombre del cuarto de baño se ha levantado y se quita el champú de los ojos con una mano, mientras se tapa la entrepierna con una toalla de mano.

—¡Pero qué coño pasa aquí! —digo.

—¡Que me estaba intentando duchar, joder! —farfulla el tío Des.

—¡Espera abajo! —me espeta mi madre.

—¡Tengo que ir al lavabo!

Cosa que hago con urgencia.

—¡BRIAN, QUE TE ESPERES ABAJO!

Grita con todas sus fuerzas, cerrándose la bata con la mano y señalando la escalera. No la oía gritar así desde niño. De repente me siento muy pequeño, así que bajo, abro la puerta trasera y meo en un rincón del jardín.

Mientras espero a que hierva el agua en la cocina, oigo que el tío Des y mi madre bajan sin hacer ruido y susurran furtivamente en el pasillo, como dos adolescentes.

—Luego te llamo —me parece oír, seguido por el ruido de un beso: mi madre besando al tío Des…

Después se cierra la puerta y se oye el chisporroteo de una cerilla; oigo inhalar y exhalar lentamente a mamá, que al momento siguiente está detrás de mí, en la puerta, con un chándal azul pastel, chupando con fuerza el cigarrillo que tiene en una mano, y sujetando con la otra una copa sucia de vino espumoso.

El agua sigue sin romper a hervir.

—¿No ibas directamente al hospital? —dice ella finalmente.

—Es que no he llegado a tiempo para las visitas de la hora de comer. Iré más tarde.

—No te esperaba.

—Ya, ya lo veo. ¿Qué pasa? Que se le ha estropeado el baño al tío Des, ¿no?

—No hables con ese tono, Brian…

—¿Qué tono?

—Ya lo sabes. —Se acaba el resto de vino. Por fin se apaga el hervidor—. ¿Vas a hacer café?

—Eso parece.

—Pues hazme uno a mí. Y luego ven al salón, que tenemos que hablar.

Dios mío. Se me cae el alma a los pies. Vamos a hablar, a sincerarnos, francamente, de tú a tú. Hasta ahora había conseguido evitarlo. Mi padre murió antes de haber podido hacer el número de «cuando un hombre y una mujer se gustan de verdad», y creo que mi madre debió de suponer que una de dos, o nunca llegaría a ser el caso, o ya me enteraría yo por mi cuenta del extraño misterio del amor físico, cosa que de alguna manera debí de hacer, allá, detrás de Littlewoods, contra un contáiner. Esta vez, sin embargo, no hay escapatoria. Descuelgo dos tazas, echo unas cucharadas de café soluble e intento saber qué pensar. Intento imaginarme que la presencia del tío Des en nuestro cuarto de baño a la una del mediodía de San Valentín tiene alguna explicación inocente, pero no lo consigo. La único que se me ocurre es la más evidente, y la más evidente es… impensable. El tío Des y mi madre. El tío Des, el que vive a tres puertas, y mi madre en la cama en pleno día, el tío Des y mamá haciendo…

Ya está lista el agua.

Mi madre está en el salón, dando largas caladas a un Rothmans mientras mira por los visillos. Yo le tiendo la taza de café y me siento cabizbajo en el sofá, sin decir nada. La pregunta que ronda por mi cabeza es si se parece a cuando tu mujer te dice que quiere divorciarse.

Reconozco mi postal de San Valentín en la repisa de la chimenea. Es de Chagall.

—¡Veo que te han mandado una postal!

—¿Qué? Ah, sí. Muchas gracias, cielo. Es muy bonita.

—¿Cómo sabías que era mía? —pregunto, poniendo una pálida nota de desenfado.

—Bueno, como has puesto «para mamá»…

Ella intenta sonreír. Luego vuelve a girarse hacia la ventana y echa el humo contra el cristal, con tanta fuerza que se mueven los visillos.

—Brian —dice finalmente—, tu tío Des y yo estamos… —Está a punto de decir «liados», pero acaba optando por—: Estamos… juntos.

—¿Desde cuándo?

—Ya hace un tiempo, desde octubre.

—¿Desde que me fui, quieres decir?

—Más o menos. Una noche vino a cenar curry y hacerme compañía, se animó la cosa, y bueno… Pensaba decírtelo en Navidad, Brian, pero casi no parabas en casa, y no quería contártelo por teléfono…

—No, ya me lo supongo —mascullo—. ¿Y… va en serio?

—Yo creo que sí. Bueno… —Da otra calada al cigarrillo, frunce los labios y expulsa el humo—. De hecho hemos hablado de casarnos.

—¿Qué?

—Me ha pedido que me case con él.

—¿El tío Des?

—Sí.

—¿Que te… cases con él?

—Brian…

—¿Y tú le has dicho que sí?

—Ya sé que no congeniáis y que no te cae bien, pero a mí sí; me gusta mucho Des. Es buen hombre, le gusto y me hace reír. Además, Brian, tengo cuarenta y un años; ya sé que a ti te debe de parecer muchísimo, la verdad es que a mí a veces también, pero ya los tendrás algún día, antes de lo que te piensas. Vaya, que aún… que aún… pues que aún me siento sola, Brian; aún me gusta tener de vez en cuando compañía, y de vez en cuando… —Chupa el cigarrillo, mirando el suelo—. Mira, Brian, lo siento, pero tu padre ya hace tiempo que murió, y Des y yo no hacemos nada malo. No pienso dejarme convencer de que hacemos algo malo…

Yo todavía me esfuerzo por asimilarlo.

—¿Y te vas a casar con él?

—Creo que sí…

—¿No lo sabes?

—¡Sí! ¡Sí, me voy a casar con él!

—¿Cuándo?

—Este año. No tenemos prisa.

—¿Y luego?

—Se vendrá a vivir aquí, conmigo. Hemos pensado… —Hace una pausa. Vuelve a estar nerviosa. No se me ocurre qué otra cosa puede querer decirme—. Hemos pensado montar aquí un Bed & Breakfast.

Creo que me río; no porque le vea la gracia, ni al resto de la situación, sino por falta de una reacción más adecuada.

—Lo dices en broma.

—No.

—¿Un Bed & Breakfast?

—Eso.

—¡Pero si no hay sitio!

—Para familias no; para solteros, o parejas jóvenes, u hombres de negocios. Des reformará el desván… —Me mira, nerviosa. Luego vuelve a mirar los visillos—. Y tu cuarto. Hemos pensado despejar tu cuarto.

—¿Y mis cosas?

—Hemos pensado que podrías… llevártelas.

—¡Me estás echando de mi cuarto!

—No, echando no… Solo te pido que cambies tus cosas de sitio.

—¿A la universidad?

—¡Sí! O eso, o las tiras. Solo son libros, tebeos y maquetas de aviones, Bri; no es nada que te vaya a hacer falta. Ahora que ya eres mayor…

—¡Vaya, que me echan!

—No digas tonterías. Pues claro que no. Si tantas ganas tienes, puedes pasar aquí las vacaciones, y el verano…

—Pero ¿no es temporada alta?

—Brian…

—Muy amable de vuestra parte, mamá, pero ¿a cuánto cobráis la noche?

Ahora me oigo hablar con voz aguda y melindrosa.

—No te pongas así, Brian, por favor… —dice mi madre.

—Hombre, ¿qué esperas? Total, solo me están echando de mi propia casa…

Entonces se gira a mirarme y me apunta con los restos del cigarrillo.

—¡Ya no es tu casa, Brian! —exclama.

—¿Ah, no? ¡Anda!

—¡Pues no, lo siento pero no! ¿Cuánto tiempo te quedaste para Navidad? ¿Una semana? Una semana y ya te morías de ganas de volver a la facultad. No vienes los fines de semana, hace días que no llamas, y escribir no me escribes, así que no, la verdad es que no es tu casa. Es la mía. Es donde vivo yo sola, cada puñetero día, uno, y otro, y otro, desde que se murió tu padre; es donde he dormido sola todas las noches, y esto de aquí, este sofá de las narices, es donde me he sentado yo sola casi cada noche, viendo la tele o la pared, mientras tú estabas en la universidad; y si te dignas venir unos días, sales con tus amigos o te escondes en tu cuarto, porque claro, se te nota tanto que te aburre hablar conmigo, con tu propia madre… ¿Tienes idea de lo que es estar aquí sola, Brian, y que vayan pasando los años, los años del carajo…?

En ese momento se le empieza a quebrar la voz y se tapa la cara con las manos, rompiendo en grandes y profundos sollozos. Me doy cuenta una vez más de que no tengo la menor idea de lo que debería hacer.

—Venga, mamá… —digo, pero ella agita la mano, indicándome que no me acerque.

—Déjame sola, Brian, por favor —dice.

Me tienta hacerlo; a fin de cuentas sería lo más fácil.

—Mamá, tampoco hace falta…

—Que me dejes sola. Vete.

¿Y si fingiera no haber oído nada? A fin de cuentas, todavía está abierta la puerta del salón. Podría salir y volver dentro de una hora, para que tuviera tiempo de tranquilizarse. ¿No es lo que me acaba de pedir? Es lo que quiere, ¿no?

—Por favor, mamá, por favor, no llores. Me da mucha rabia cuando…

No puedo acabar la frase, porque de pronto descubro que yo también lloro. Me acerco a ella, la cojo entre mis brazos y me abrazo a ella con todas mis fuerzas.