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PREGUNTA: En su artículo de 1926 publicado en la revista Lef por el poeta Mayakovsky, Sergei Eisenstein propone una nueva forma de cine que, más que al desarrollo estático, lógico y lineal de la acción, recurra a una yuxtaposición estilizada de las imágenes. ¿Qué nombre le puso Eisenstein a esta nueva forma cinematográfica?

RESPUESTA: Montaje de atracciones.

Existe una convención genérica, especialmente reconocible por el cine americano comercial, en que el y la protagonista se enamoran durante una serie de planos, una larga secuencia de montaje con su inevitable y suntuosa balada orquestal, y su acostumbrado solo de saxo. Yo no estoy muy seguro de por qué tiene que ser mudo el enamoramiento; tal vez porque, si no estás implicado de manera inmediata, se te hace algo pesado el hecho de comunicar los pensamientos, secretos y deseos más íntimos. En todo caso, la secuencia ilustra todas las cosas divertidas que se supone que tienen que hacer los jóvenes enamorados: comer palomitas en el cine, llevarse a caballito, besarse en los bancos de los parques, probarse sombreros tontos, beber copas de vino en una bañera llena de espuma, caerse a la piscina, volver del brazo a casa por la noche e ir señalando las constelaciones, etc., etc., etc.

Bueno, pues en el caso de Alice y de mí, la última semana no ha tenido nada que ver con eso. Es más: no he sabido nada de ella; mejor, porque mis nuevas consignas son Enrollado y Distante: me esmero en no infringir su amada independencia, y más ahora, que está tan ocupada con Hedda Gabler. Además, la verdad es que no me importa no saber nada de ella. De hecho solo la he llamado por teléfono… ¿Cuántas veces? ¿Cinco o seis en toda la semana? Y sin dejar mensajes; ¡o sea, que lo bueno es que, por lo que a Alice respecta, no la he llamado ni una sola vez! Sí que es cierto que hubo un momento peliagudo en que se puso al teléfono Rebecca Epstein, y tuve que modificar sutilmente mi voz durante un rato, pero creo que me salió bien.

Me he distraído escuchando mucho Bush de la época intermedia, y vertiendo todos mis sentimientos en un poema de amor que tiene que estar listo para San Valentín, dentro de tres días, en vísperas del programa. Sí, ya sé que todo eso de San Valentín es un montaje de marketing, cínico y aprovechado, pero es que en otros tiempos le daba mucha importancia, con envío postal a tutiplén, en plan Reader’s Digest. Ahora que soy mucho mayor, y con mucho más criterio emocional, no paso de una postal para mi madre y para Alice. Es mi límite. Claro que en el caso de Alice lo Enrollado y Distante sería no enviársela, pero es que no quiero que se piense que ya no me gusta, o que lo nuestro solo iba de sexo, que aún sería peor.

Por lo que al poema respecta, me está saliendo bien, pero no acabo de decidirme por la forma métrica más adecuada. He experimentado con el soneto petrarquista y el isabelino, las cuartetas, los alejandrinos, los haikús y el verso blanco. No está claro que no acabe escribiendo un poema jocoso.

Fantasía, tiemblo, ansía, miembro, alevosía…

Al final resulta que Patrick no tiene rota la nariz, aunque roja, hinchada y deformada sí está, y no cabe duda de que de momento le estropea bastante la pinta de Action Man guaperas. Más idónea es la cicatriz que le ha quedado en la mejilla; a mí me parece que le queda guay, de tío curtido, aunque no se lo diga.

—¿Te duele? —le pregunto.

—¿Tiene pinta de dolerme? —contesta él con mala cara.

—Un poco.

—Pues sí, duele. La verdad es que duele de la leche. —Lo demuestra tocándosela, para que duela, y hace una mueca teatral. Estamos en su cocina, pulcra y de estilo militar, preparando el té antes de que llegue el resto del equipo para el último ensayo previo a nuestra aparición televisiva—. ¿Te das cuenta de que la semana que viene, cuando salgamos por televisión, seguirá igual? ¿Delante de millones de personas?

—Bueno, Patrick, tantos millones tampoco; además, seguro que lo pueden tapar con maquillaje, o algo.

—Eso espero, Brian, porque en el estudio estará prácticamente toda mi familia, y no quiero tener que explicarles que me lo hizo un skin barriobajero solo porque no estaba de acuerdo con mis ideas políticas.

—Por algo más lo haría, ¿no?

—Lo hizo porque es una bestia salvaje a la que nunca le deberían haber quitado la correa. Suerte tiene de que haya decidido no denunciarle.

—No serviría de nada. No tiene dinero.

—No me extraña. Tampoco me sorprende que no encuentre un trabajo como Dios manda…

—La verdad es que es muy inteli…

—… actuando así…

—Bueno, es que tú te pusiste un poco…

—¿Un poco qué?

Me planteo decírselo —fatuo, ignorante, repelente, grosero, condescendiente—, pero renuncio, puesto que en resumidas cuentas recibió una paliza de mi mejor amigo.

—Oye, que te he traído esto: un regalo en son de paz, con las disculpas de Spencer.

Le doy el regalo: una gran tableta de Fruit and Nut de Cadbury, regalo de la abuela Jackson, que me sobraba de estas navidades. Me da una sensación de cierta falta de escrúpulos, porque está claro que a Spencer jamás de los jamases se le ocurriría pedir perdón; hasta se me ocurre estampar con fuerza la tableta en el puente de esa nariz tan altanera y de derechas de Patrick (¿te imaginas el ruido, qué gusto?), pero al final se la entrego educadamente: tenemos que ser un equipo.

—Muchas gracias —masculla Patrick, escueto.

Guarda el chocolate en lo más alto del armario, para no tener que ofrecerle a nadie.

Llaman al timbre.

—Si es Lucy, Brian, pídele perdón. Si quieres que te diga la verdad, creo que le afectó bastante.

Bajo corriendo y abro la puerta a Lucy y su panda.

—¡Hola, Brian! —dice ella alegremente.

—Lucy, solo quería decirte que siento mucho lo de la pelea del otro día…

—Ah, no pasa nada; quería llamarte durante la semana, para saber si…

¡ALICE! Aparece Alice por encima del hombro de Lucy.

—¡Hola, Alice! —digo yo.

—Hola, Brian —saluda ella, con una sonrisa imperceptible; por algo tenemos un secreto…

El resto de la reunión transcurre sin incidencias. Sobre la identidad de los rivales no hay noticias; les gusta mantenerlo en secreto hasta el día de la grabación. Aun así, Patrick nos aconseja no ponernos nerviosos si resultan ser de Oxford o Cambridge, o de la Open University.

—Están muy sobrevalorados —dice, subrayando el «muy».

A ello le sigue un montón de indicaciones prácticas sobre alquilar el minibús del equipo de hockey y colgar carteles en el sindicato de estudiantes por si alguien quiere venir a animarnos. Uno de los colegas fornidos y de derechas que tiene Patrick en el Departamento de Económicas se ha brindado a conducir el minibús de animadores hasta Manchester, siempre que haya bastantes interesados.

—O sea, que si queréis que venga alguien, decidles que rellenen el formulario en el sindicato.

Alice invitará al reparto de Hedda Gabler, y Lucy tiene unos amigos médicos. A mí solo se me ocurre invitar a Rebecca; no tengo la certeza absoluta de que no nos abuchee, o anime al otro equipo, pero decido darle una oportunidad.

—Y ahora… —dice Patrick, consultando sus notas escritas a máquina—. El último punto de la agenda. ¡Tenemos que decidir algún tipo de mascota para el equipo!

Yo no tengo nada que pueda servir como mascota. Tampoco entre las pertenencias de Patrick hay nada remotamente blando o divertido. En consecuencia, se acaba dirimiendo entre el osito preferido de Alice, su viejo Eddie, y el cráneo del esqueleto anatómico de Lucy, al que Alice, con gran ingenio, propone poner una bufanda de la universidad y bautizar como Yorick.

Nos decantamos por Eddie.

A la salida, me veo obligado a correr para alcanzar a Alice, que tiene que ir directamente a los ensayos.

—Oye, ¿qué haces maña…?

—Ensayar.

—Pero ¿y el resto del día?

—Bueno, es que tengo que entregar un trabajo…

—¿Te apetece ir al cine?

—¿Al cine? —Se para en la calle y mira a ambos lados, para comprobar que no nos ve nadie—. Vale, pues al cine —dice.

Quedamos, y yo me voy rápidamente a casa para poner la directa en el poema.

Y así, Alice se salta el trabajo para dedicarme la tarde en exclusiva, y vamos juntos al cine. No es, por supuesto, lo ideal, porque las ocasiones para hablar, o simplemente mirarla, son limitadas; encima, ella quiere ir a ver Regreso al futuro en el Odeon, insistiendo en que «será gracioso, nos reiremos», pero como yo tengo pensado algo de mayor exigencia intelectual, al final vamos a la sesión doble de los martes por la tarde del Arts Cinema, sobre cine mudo vanguardista: Un perro andaluz, la formidable obra maestra surrealista de Dalí y Buñuel, de 1928, y El acorazado Potemkin, el magistral alegato soviético de Eisenstein (1925).

Antes nos cargamos de dulces en el quiosco, porque, como bien señalo yo, es vergonzoso el recargo que les ponen en el cine. Nos sentamos cerca del pasillo central. Solo somos seis en toda la sala. Cuando se apaga la luz, casi se hace tangible el ambiente de deseo sexual reprimido, que es como una corriente eléctrica de poca intensidad que nos recorre; tangible como el olor a cigarrillos húmedos y refresco pasado, y el frío, y la vaga sensación de que todo está lleno de bichos. Primero ponen Un perro andaluz. Durante la inquietante secuencia del ojo cortado, y del burro putrefacto encima del piano, Alice se inclina en el asiento, tapándose los ojos, y yo hago la cursilería de poner un brazo en el respaldo de su butaca, como si la escudase de la grotesca mirada de Dalí y Buñuel a los mecanismos del subconsciente.

Después se enciende la luz, y hay un breve intermedio durante el que nos comemos una gran bolsa de cacahuetes bañados en chocolate, bebemos latas de Lilt y debatimos sobre el surrealismo y su relación con el inconsciente. A Alice no le gusta.

—Me deja fría. Es muy feo y alienante. A mí es que no me dice nada, ni me llega emocionalmente, pero bueno…

—Tampoco pretende llegarte ni implicarte emocionalmente, al menos de manera convencional, por simpatía. El surrealismo es lo que pretende: ser raro, perturbador. Yo lo encuentro muy emocional, pero es que las emociones que sentimos a menudo son de angustia y asco…

Claro, lo irónico es que a diferencia de los surrealistas yo lo único que quiero es que Alice se implique de una manera convencional, por simpatía, y que no sienta emociones de angustia ni de asco.

Vuelve a apagarse la luz y la cosa mejora al empezar El acorazado Potemkin. Durante la famosa escena de las escaleras de Odesa, me quedo mirando a Alice hasta que ella me sonríe. Entonces me acerco y le doy un beso. Ella a mí también, afortunadamente —un buen rato, la verdad sea dicha—, y es genial. Se produce un pequeño choque de sabores cítricos y lácteos, porque ella se ha pasado a las gominolas, mientras que yo sigo con los cacahuetes con chocolate, y no puedo desmelenarme del todo porque se me ha metido un trozo de cacahuete en la muela del juicio, y no quiero que el beso adquiera tanta intensidad o amplitud como para que Alice lo desprenda. Al final resulta que no había nada que temer. Pronto Alice se aparta, susurrando.

—Mejor que siga viendo la película. ¡Quiero saber qué les pasa a los marineros!

Nos concentramos otra vez en El acorazado Potemkin.

Al salir del cine, ya es de noche. Yo estoy un poco mareado, de tantos dulces y besos, pero Alice me coge el brazo al volver por el centro, y hablamos sobre Eisenstein con celo revolucionario.

—Es el auténtico padre de la técnica narrativa del cine moderno —digo yo. Al final se me acaba el rollo plasta—. ¿Un café y una pasta? ¿O al pub? ¿O a mi casa? ¿O a la tuya?

—No, mejor que no, que tengo que aprenderme los diálogos.

—Te podría preguntar —propongo, aunque algo me dice que bastante la pongo a prueba ya.

—No, la verdad es que prefiero hacerlo sola —dice ella.

Observo con consternación que estamos yendo hacia su residencia, y que por hoy se ha acabado nuestro montaje de enamoramiento.

Al llegar a la circunvalación, justo después de la estación de autobuses de National Express, veo algo y tengo una idea.

—Ven un momento…

—¿Para qué?

—He tenido una idea. Te prometo que será divertido.

Aumento muy ligeramente la presión sobre su brazo, para que no pueda escaparse, y penetramos en la niebla de diésel de la estación de autobuses, hacia el fotomatón.

—¿Qué vamos a hacer?

—No, nada, es que se me ha ocurrido hacernos unas fotos —digo, buscando calderilla en el bolsillo.

—¿De los dos?

—Sí.

—Pero ¿por qué? —pregunta, apartándose un poco.

Aumento la presión.

—Para tener un souvenir —digo; pero no, no es la palabra indicada: souvenir, sustantivo, del verbo francés se souvenir, «acordarse»—. ¡Bueno, para divertirnos!

—Ni hablar —se niega ella con firmeza.

No sé cómo lograré meterla sin la ayuda de un pañuelo con cloroformo…

—¡Venga!

—¡No!

—¿Por qué no?

—¡Porque estoy horrible! —dice ella, queriendo decir, lógicamente, «porque tú estás horrible».

—¡Qué va! Si estás muy bien. Venga, que será divertido —insisto, tirando de nuevo de su mano por la explanada de delante de la estación.

Será divertido, será divertido, será divertido… Aparto la cortina de nailon naranja, tiznada de diésel y nicotina, y nos apretujamos en el interior, con cierto revuelo simpático al ajustar la altura del taburete y buscar la manera de sentarnos. Al final Alice se sienta en mi rodilla, pero tiene que volver a bajar para que yo pueda sacarme del bolsillo un manojo de llaves, y la calderilla. Luego se pone otra vez en mi regazo, con las dos piernas por encima de las mías, esta vez, y me pasa los brazos por el cuello. Me está siguiendo el juego. Parece que sí, que al final será divertido. Me inclino e introduzco los cincuenta peniques en la ranura.

El primer disparo de flash me pilla apartándome el flequillo de los ojos.

Para el segundo flash, me quito las gafas, chupo un poco hacia dentro las mejillas y saco los labios, con una especie de cara de modelo, pero en broma, para que haga gracia.

Para la tercera foto pruebo con una risa llena de relajación y desenfado, echando la cabeza hacia atrás, y abriendo la boca.

Y para la número cuatro le doy a Alice un beso en la mejilla.

Parece que nos pasemos varias horas esperando a que salgan las fotos de la máquina. Inhalamos humo de diésel en silencio, escuchando la megafonía de la estación de autobuses. Está a punto de salir el de las seis menos cuarto para Durham.

—¿Tú has estado en Durham? —pregunto.

—No —contesta ella—. ¿Y tú?

—No —digo—, pero me gustaría. Dicen que hay una catedral preciosa.

El autobús nos pasa al lado, eructando por el tubo de escape. Tengo la idea de arrojarme a su paso. Finalmente, se oye un zumbido y un clic, y la máquina escupe la tira de fotos, pegajosas por el líquido de revelado, y con olor a amoníaco.

Ciertas tribus creen que al hacerte una foto te roban parte de tu alma. Viendo esta tira de instantáneas, resulta difícil no darles un poco la razón. En la primera, mi mano y mi pelo me tapan casi toda la cara, y lo único que se ve con claridad es el acné alrededor de la boca, y una lengua gorda y manchada que cuelga obscenamente de ella, como si acabaran de darme un puñetazo. La dos, la del «modelo en broma», podría ser perfectamente lo menos gracioso y más grotesco que se haya visto jamás, efecto reforzado por el ojo en blanco, uno solo, que pone Alice. La iluminación de la tres, titulada «¡risa!», es tan horriblemente exagerada que se me ve el interior de la nariz, con el centro negro de mi cráneo al fondo, detrás de los pelillos, y tras la superficie rosa y estriada de mi paladar, detrás de los empastes gris plateado de mis muelas, la mismísima epiglotis. Por último, en la cuatro, le doy un beso a Alice con una boca agrietada y fruncida de bacalao, mientras ella hace una mueca y cierra mucho los ojos.

Pues nada, una para la cartera.

—Caray —digo.

—Muy bonitas —dice Alice inexpresivamente.

—¿Cuál quieres de las dos?

—Ah, no, por mí no te preocupes; quédatelas tú de souvenir. —Otra vez la misma palabra, souvenir: sustantivo del verbo francés se souvenir, acordarse—. Perdona, Bri, pero es que me tengo que ir corriendo.

Y es lo que hace: correr.

Por la noche, en casa, dando los últimos retoques al poema y mirando la tira de fotos pegada con blue-tack al lado de mi mesa —mi beso a Alice, y su mueca—, caigo en la cuenta de que nuestra salida divertida solo ha sido un éxito parcial. Sería mejor no darle más vueltas. Sin embargo, como me preocupa no poder dormir si no hablo otra vez con ella, me pongo el abrigo y voy al bar de estudiantes con la esperanza de que nos encontremos por casualidad a la salida del ensayo.

Obviamente, no está. Al llegar, solo reconozco a una persona: Rebecca Epstein, rodeada por su camarilla de cabreados de la leche. Muy contenta de verme, al parecer, hace que sus camaradas redistribuyan parte del espacio del banco para encajarme a su lado, pero la mesa está llena de vasos vacíos: Rebecca lleva toda la noche alternando cerveza y whisky, y se la ve bastante borracha.

—¿Has visto El acorazado Potemkin, de Eisenstein? —digo, atento a si aparece Alice.

—La verdad es que no. ¿Por qué, debería?

—Totalmente. Es increíble. La dan toda esta semana en el Arts Cinema.

—Bueno, pues vamos a verla, ¿vale? Mañana por la tarde haré novillos.

—Es que ya he ido, esta tarde.

—¿Solo?

—No, la verdad es que he ido con Alice —digo con toda la naturalidad que puedo.

Rebecca, sin embargo, estas cosas las ve a la legua, y entra al trapo.

—Pues sí que sois amigos, ¿no? ¿Me tienes que contar algo?

—No, nada, que últimamente nos hemos estado viendo.

—¿Ah, sí? —dice con escepticismo. Empieza a liar otro cigarrillo, aunque todavía tenga pegado en la boca el anterior. Es como ver cargar un revólver—. ¿Ah…? —Pasa la lengua por el Rizla—. ¿Sí? Pues vaya. Tú sí que sabes hacer que se lo pase bien una chica, ¿eh, Jackson? Por la tarde, una obra maestra de la propaganda soviética; luego, pues igual a Luigi’s, a tomarse un cóctel de gambas, medio pollo a la brasa y un litro de Lambrusco bianco. ¡Qué nivelazo! Después de un día tan mágico, solo espero que te haya dejado tocarle un poco las tetas…

Lo inteligente, claro está, sería no morder el anzuelo.

—Bueno, es que en realidad salimos, por decirlo de alguna manera —digo.

Rebecca arquea las cejas y se sonríe. Antes de seguir hablando, enciende el nuevo cigarrillo.

—¿En serio? —dice en voz baja, quitándose tabaco del labio—. ¿Y cómo es que no os he visto en nuestra residencia?

—Lo estamos llevando con discreción, poco a poco —digo yo, sin mucha convicción.

—Claro, claro. ¿O sea, que eras tú el que llamó hace unos días para hablar con ella?

—¡No!

—¿Seguro?

—¡Sí!

—Pues la voz se parecía una barbaridad a la tuya…

—Pues…

—Poniendo voz rara…

—Pues no era…

—Bueno, y ¿ya te la has tirado? —dice ella, bronca, con el cigarrillo colgando de la mueca.

—¿Qué?

—¿Habéis mantenido relaciones sexuales? Sí, hombre, ya me entiendes: cópula, coito, el animal de dos espaldas; venga, que seguro que te suena de algo. ¿No vas a salir en No hay más preguntas? Pues ¿qué harás si lo preguntan? «Para Jackson, de Southend-on-Sea, que estudia Lit. Ing.: ¿qué son las relaciones sexuales?». «Mmmm… ¿Puedo hablar con el resto del equipo, Bamber? Alice, ¿qué son las relaciones se…?».

—Ya sé qué son, Rebecca.

—Bueno, ¿pues qué? ¿Lo has hecho, o es que te reservas para el día de la boda? Suponiendo que ella no esté preocupada por tu historial sexual… Hoy en día, todas las precauciones son pocas. Claro que, si mal no recuerdo, tú no tienes historial sexual…

—Sí, claro —digo sin pensármelo—, como si el tuyo fuera para echar cohetes, Rebecca.

Se quita el cigarrillo de la boca, apoya la mano en el borde de la mesa y se queda un momento callada.

—Buena observación, Jackson, buena observación. —Se traga los últimos dos dedos de cerveza y hace una mueca—. ¡Touché, Jackson!

Nos quedamos sentados en silencio.

—No quería decir que…

—No, si no pasa nada…

—No me estaba refiriendo…

—No, ya lo sé.

Decido irme.

—Bueno, ¿vendrás al rodaje? —digo al ponerme el abrigo.

—¿A qué rodaje?

—El de No hay más pre

—¿Cuándo es?

—Pasado mañana.

—No puedo; es que tengo tutorías…

—Si te decides, en el tablón de anuncios del primer piso hay una lista…

—Ya lo sé…

—Tú firma, por si…

—Ya veremos…

—Me gustaría mucho que vinieras, mucho, de verdad…

—¿Por qué?

—Porque sí. ¿Qué, qué dices? ¿Puede que nos veamos?

—Bueno. Vale. Puede.

Paso por la residencia de Alice, por si acaso, y dejo mi postal de San Valentín: mano en vilo sobre su buzón, respirar hondo, soltarla. Luego merodeo por la zona, fingiendo leer los tablones de anuncios, por si vuelve, pero como no quiero encontrarme a Rebecca dos veces en la misma noche, salgo pronto para casa y llego justo cuando Josh me está enganchando una nota en la puerta.

—Ah, estás aquí, seductor. Un mensaje para ti. De alguien que se llama… —¿Quizá Alice?—. De alguien que se llama… Tone. Dice que lo llames urgentemente.

—¿En serio? —digo.

¿Qué narices querrá Tone? A ver si también me hace una visita… Entre que mañana es San Valentín, el programa y todo lo demás, no me lo puedo permitir. Miro mi reloj. Las once y media. Voy al teléfono de pago del pasillo.

—¡Qué pasa, Tone! —digo, jovial.

—Hola, Bri…

—No te despierto, ¿verdad? Es que me han dado el mensaje de que te llamara.

—Ya, ya…

—¿Vas a venir a verme, Tone? Es que ahora mismo no es el mejor momen…

—No, Bri, no voy a verte; de hecho, solo quería saber cuándo vendrías tú.

—Pues… antes de Semana Santa no creo.

—No, para ver a Spencer, me refiero.

—¿Por qué, qué le pasa a Spencer?

—Ah, pero ¿no lo sabes?

Me aprieto el auricular contra la oreja y me apoyo en la pared.

—¿El qué?

Tone sopla en el auricular.

—Ha habido un accidente.