PREGUNTA: ¿Por qué nombre era más conocido Eric Weisz, hijo de un rabino húngaro, que se hizo famoso por sus hazañas de escapismo y desaparición?
RESPUESTA: Harry Houdini.
A la mañana siguiente nos seguimos besando, pero sin el mismo ardor ni el abandono erótico de anoche, ahora que, con la luz del día, Alice puede ver a qué se enfrenta. Por otra parte, a las nueve y cuarto tiene Taller de Máscaras, así que a las ocho y pico tengo los zapatos en la mano, llenos de barro, y me dirijo a la puerta.
—¿Seguro que no quieres que vaya contigo?
—No, no, tranquilo…
—¿Estás segura?
—Tengo que preparar mis cosas, pegarme una ducha y todo eso…
Yo estaría encantado de quedarme para eso, y tener la indefinible sensación de que me lo he ganado, pero el hecho de que sea un baño compartido dificulta las cosas, obviamente; además, no olvidemos las distancias. Guardemos las distancias…
—Bueno, pues gracias por pegarte a mí —digo, persiguiendo una especie de descaro picante que no acaba de salirme bien.
Luego me agacho para darle un beso. Alice se aparta un poco demasiado deprisa, y me pregunto fugazmente si tendría que ofenderme, pero ella aporta de inmediato una explicación perfectamente racional:
—¡Perdona, es que tengo mal aliento!
—Qué va —digo yo.
La verdad es que sí, que le huele el aliento, y muy mal, pero a mí me da lo mismo. Por mí como si echase fuego por la boca.
—Por mí como si echases fuego por la boca —digo.
Ella emite un «mmm» escéptico, y pone los ojos en blanco, encantada.
—Bueno, venga, mejor que te vayas antes de que te vean. Y una cosa, Brian…
—¿Qué?
—No se lo digas a nadie. ¿Me lo prometes?
—Claro.
—¿Será nuestro secreto?
—Totalmente.
—¿Seguro?
—Te lo prometo.
—Vale. ¿Listo?
Abre la puerta, echa un vistazo al pasillo para asegurarse de que no haya moros en la costa y me da un empujoncito cariñoso, como el que pudiera recibir un paracaidista reticente en un avión. Me giro justo a tiempo para ver desaparecer por la puerta su preciosa cara, y juraría que sonríe.
Me siento en un radiador del pasillo y entrechoco los zapatos destrozados, llenando de barro el parqué.
Vuelvo a casa flotando. La verdad es que no he comido nada en veinticuatro horas, salvo patatas fritas y cacahuetes, es decir, que me muero de hambre. También he conseguido contracturarme un músculo del cuello al besar a Alice, lo cual debe de ser bueno. Por otra parte, tengo esa sensación de mareo y vacío, como de ir drogado, de cuando te pasas la noche en vela, y en gran medida me mantengo en pie a base de adrenalina, euforia y saliva ajena, así que paso por el aparcamiento y me compro una lata de Fanta, una barrita Mars y un Mint Aero para desayunar. Con eso me empiezo a encontrar algo mejor.
Es una mañana de invierno bonita y despejada, llena de niños que caminan al colegio de la mano de sus padres. Al pararme en un paso de peatones, comiéndome el Mint Aero, sorprendo a la niña de al lado en el acto de observar con curiosidad mis zapatos y mis pantalones, que siguen cubiertos de barro. Parezco recién sumergido en un batido de chocolate. Pensando que es la típica imagen de libro infantil que llama la atención de los niños, le sonrío y me agacho.
—¡La verdad es que me han metido en un batido de chocolate! —digo en voz alta, en plan J. D. Salinger.
Algo, sin embargo, les pasa a las palabras entre mi cerebro y mi boca, y de pronto resulta lo más raro e inquietante que se le haya dicho a un niño. Su madre parece de acuerdo, porque me mira con mala cara, como si fuera el capturador de niños de Chitty Chitty Bang Bang, y se lleva rápidamente a su hija a la otra acera, antes y todo de que se haya puesto el semáforo en verde. Yo me encojo de hombros, decidido como estoy a no dejar que nada me estropee la mañana; quiero conservar la sensación de euforia un poco mareante, pero hay otra cosa que me tiene intranquilo, algo de lo que no logro desembarazarme del todo.
Spencer. ¿Qué le digo a Spencer? Supongo que unas palabras de disculpa, pero no demasiado solemnes: no le daré mucha importancia. Me limitaré a decir algo así como «oye, que perdona por lo de anoche, tío; creo que se desmadró un poco la cosa», y lo despacharemos con un par de risas. Después le contaré que hemos hecho el amor, Alice y yo, aunque no lo diré así, sino que «nos hemos enrollado», y todo volverá a la normalidad. Claro que sigue siendo mejor que se vaya hoy, pero haré el esfuerzo de saltarme las clases, arreglar las cosas y acompañarlo a la estación de tren.
Al llegar a Richmond House, no lo encuentro; de hecho, el cuarto se ve idéntico a cuando nos fuimos ayer por la tarde: el somier, las mantas revueltas con toallas frías y húmedas y el olor a amoníaco, Special Brew y butano. Me pregunto si se habrá dejado alguna pertenencia, hasta que me acuerdo de que en realidad no trajo ninguna, solo una bolsa de plástico fina con un Daily Mirror de tres días antes y una empanadilla de carne pasada, que sigue donde la dejó, junto a mi mesa. Inquieto, cojo la bolsa de plástico y salgo a la cocina, donde Josh y Marcus comen huevos escalfados y consultan en el Times el valor de sus acciones.
—¿Alguno de los dos ha visto a Spencer esta noche?
—Pues no, lo siento pero no —dice Josh.
—¿No está contigo? —gruñe Marcus.
—No, es que nos separamos en una fiesta y creía que volvería él solo.
—¿Por qué? ¿Dónde has estado, pendón, más que pendón? —pregunta Josh, insinuante.
—Nada, durmiendo en casa de una amiga; de mi amiga Alice, más exactamente —respondo.
Luego me acuerdo de que no tenía que decírselo a nadie.
—Guaaaaaauuuu —dicen ellos al unísono.
—¡Bueno, ya sabéis, esto se tiene o no se tiene! —digo yo.
Tiro a la basura lo de Spencer y me voy. Yo «esto» no lo tengo, claro está, ni lo he tenido nunca, ni lo tendré; ni siquiera estoy muy seguro de qué es, pero no hay ninguna razón para no dejar que la gente se crea que lo tengo, aunque sea poco tiempo.