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PREGUNTA: ¿Qué se almacena en una botella de Leyden, recipiente hermético de cristal descubierto por casualidad en 1746 por el físico holandés Pieter van Musschenbroek, y en 1745 por el inventor alemán Ewald Georg von Kleist?

RESPUESTA: Electricidad estática.

Hay cosas que sería razonable esperar que a estas alturas ya hubiera hecho un hombre de diecinueve años como yo. Creo, por ejemplo, que podría darse por supuesto que a mi edad ya he ido en avión, o en moto, o que sé conducir, o que he marcado un gol, o que he fumado un cigarrillo sin problemas. A los diecinueve años, Mozart había escrito sinfonías y óperas, y había tocado para las testas coronadas de Europa. Keats había escrito Endymion. Hasta Kate Bush había grabado sus primeros dos discos de estudio, y yo todavía no he probado el maíz en lata.

Ahora bien, debo decir que no me importa, porque esta noche estoy a punto de marcarme algo sonado. Por primera vez en mi vida, estoy a punto de pasar toda una noche con alguien en la cama.

Bueno, se tiene que matizar un poco. El verano pasado compartí una tienda de campaña individual con Spencer y Tone en la isla de Canvey, y fue de lo más íntimo. Las primeras dos noches después de la muerte de mi padre, dormí en la cama de mi madre con ella, y la noche antes de su entierro compartí mi cama individual con mi prima irlandesa, Tina; claro que eso no cuenta, porque aparte de lo infausto de las circunstancias, y del tabú del incesto, Tina era, y sigue siendo, una persona profundamente violenta. Que quede bien claro, pues, que nunca, en toda mi vida, he compartido cama como adulto con un miembro del otro sexo con quien no tuviera parentesco consanguíneo y/o a quien no temiera. Hasta ahora.

Nos quedamos despiertos cerca de una hora más, bebiendo whisky en la cama y escuchando, sentados el uno junto al otro, Tapestry y el nuevo disco de Everything But The Girl. Sabiendo que mi estancia será larga, me relajo un poco, y empezamos otra vez a divertirnos en todo el sentido de la palabra, rememorando la fiesta, la pelea y la cara de Patrick cuando intentaba acordarse del nombre de Spencer. Alice está justo a mi lado, con las piernas cruzadas y la camiseta bajada por decoro sobre la barriga, pero cuando no me mira veo la tersura moteada, rosa y blanca, de la parte interna de sus muslos, y el principio de un hueco oscuro en lo alto de cada pierna.

—Por cierto —dice—, tengo que contarte algo.

—¿Qué? —digo, previendo que será algo así como «estoy enamorada de Spencer».

—Esta noche me han dado una buena noticia —dice ella, exprimiendo la frase al máximo.

—Cuenta, cuenta…

—Soy… ¡Hedda Gabler!

—¡Felicidades! ¡Qué noticia! —Para ser sincero, yo albergaba la secreta esperanza de que no consiguiera el papel, entre otras cosas porque se pasará el día ensayando, y porque la verdad es que, como tantos actores, cuando habla del tema aburre hasta las piedras, pero que no se diga que no poseo un enorme talento para la insinceridad—. ¡Es increíble! ¡La Hedda epónima! ¡Lo harás genial! ¡Cuánto me alegro! —digo, abrazándola y dándole un beso en la mejilla; ya que estamos, más vale sacarle algún provecho—. Oye, pero seguirás yendo al programa, ¿no?

—Sí, claro. Ya he mirado las fechas y he visto que no coinciden, aunque pasáramos a la segunda ronda…

—Que pasaremos.

—Que pasaremos.

Luego hablamos como una hora de los muchos retos que implica interpretar a Hedda Gabler, cosa nada fácil, porque debo confesar que no he leído la obra, así que por unos momentos desconecto y me limito a mirarla, mientras habla…

—… y lo más genial es que el que hace de Eilert Lovborg es Neil MacIntyre…

—¿Quién es Neil…?

—Sí, el que hizo un Ricardo III tan alucinante el trimestre pasado.

—¡Ah, ese! —digo, queriendo decir: «¡Ah, el capullo de la pandereta!».

Neil MacIntyre es el imbécil actoral que se pasó casi todo el último trimestre cojeando ostentosamente por el bar de estudiantes, con muletas, para «meterse en el personaje». Muchas son las ocasiones en que me he visto tentado de quitárselas de una patada, pero es evidente que Alice está entusiasmada con la experiencia que le espera, porque la animación y la pasión que manifiesta son impresionantes: agita las manos, se muerde el labio, se pone la mano en la frente… De hecho, lo que hace es repasar prácticamente todas las escenas de su papel, razón por la que yo combato el sueño parpadeando con fuerza cuando no me ve, y lanzando miradas de reojo a cómo sube y baja el dibujo descolorido de Snoopy de su camiseta, o a la piel blanca de dentro de sus muslos, para hacer fotos mentales.

—¡Jo —dice por fin, después de que Hedda haya arrojado al fuego el manuscrito de su amado Lovborg, y se haya suicidado en escena—, si no meo, reviento!

Sale descalza al pasillo, y se va al lavabo compartido. Nada más quedarme solo, me aplico ilícitamente su desodorante Cool Blue en las axilas y ajusto el ángulo de la radioalarma de su mesita de noche con la esperanza de que no vea que son más de las tres de la mañana, y empiece a tener sueño; sin embargo, lo primero que hace ella al volver a la habitación es bostezar.

—Es hora de acostarse —dice.

Se empieza a lavar los dientes.

—Lo siento, pero tendrás que usar mi cepillo —continúa, con la boca llena de espuma—. ¡Espero que no te moleste!

—Si a ti no te molesta, a mí tampoco.

—Pues toma.

Me lo pasa. Yo lo limpio bajo el grifo, pero no demasiado. Luego, juntos frente al lavabo, me cepillo los dientes, mientras ella se desmaquilla con un líquido azul. Hay un momento cómico, en que le escupo en la mano sin querer justo cuando la tiende para coger un algodón. Nuestras miradas coinciden en el espejo, y ella se ríe alegremente, quitándose con rapidez mi escupitajo mentolado de la muñeca. Pienso que el momento tiene algo de íntimo, doméstico, como si estuviéramos a punto de irnos a la cama después de haber triunfado por todo lo alto entre nuestros mejores amigos con una fiesta deliciosa; sin embargo, no lo digo en voz alta, que cretino del todo, a fin de cuentas, no soy.

Me quito el jersey verde y los pantalones de chándal de una manera que no parezca demasiado provocativa sexualmente, y me planteo dejarme los calcetines de montañismo, por comodidad, pero calcetines y calzoncillos no quedan bien, así que me los quito y los dejo al lado de la cama, por si acaso.

—¿Quieres ponerte contra la pared, o…? —dice ella.

—Me da igual…

—Pues entonces me pongo yo en la pared, ¿vale?

—¡Vale!

—¿Tienes un vaso de agua?

—Sí.

Se mete bajo la colcha, hecha de patchwork. Yo la sigo.

Al principio no es que nos toquemos, al menos adrede. Después de algunos cambios de postura, al darnos cuenta de la pequeñez exacta de la cama, nos acomodamos en una postura que parece viable, y que consiste en encogerse en paralelo, como dos comillas, sin que yo me atreva a tocarla, como si Alice fuera un cable electrificado. Y en cierto modo lo es.

—¿Estás cómodo? —dice ella.

—Sí.

—A hacer nonón, Brian.

¿Qué?

—¿«Nonón»?

—Bueno, es lo que me decía mi padre en vez de buenas noches.

—Pues a hacer nonón tú también, Alice.

—¿Puedes apagar la luz?

—¿Le doy al botón o al nonón? —digo.

Yo encuentro que para ser las 3.42 de la mañana me ha salido un chiste bastante ocurrente, pero Alice no dice nada; ni siquiera hace ruido, así que apago la luz. Al principio me pregunto si será una especie de catalizador que nos haga perder nuestras inhibiciones y desencadene nuestros mutuos, secretos y potentes anhelos, pero no, su único efecto es dejar la habitación a oscuras. Nos quedamos exactamente como antes, en forma de comillas, sin tocarnos, y no tarda en quedar claro que la tensión muscular necesaria para quedarme rígido y no tocarla será imposible de mantener, como aguantar toda la noche en una silla con el brazo extendido. En consecuencia, me relajo un poco, y la parte superior de mi muslo entra en contacto con la cálida curva de la nalga izquierda de Alice. Como no da un respingo, ni me planta un codazo en la barriga, concluyo que no pasa nada.

Ahora, sin embargo, me doy cuenta de que no sé qué hacer con los brazos. El derecho lo tengo bajo el tronco, y se me empieza a dormir. Al sacarlo, se lo clavo a Alice en los riñones.

—¡Ay!

—¡Perdona!

—No pasa nada.

Ahora se me han quedado los brazos por delante, en ángulos raros, como una marioneta desmadejada. Intento recordar qué suelo hacer con ellos cuando no comparto cama con nadie, es decir, toda mi vida. Trato de doblar contra mi pecho estas extremidades nuevas, extrañas, pero tampoco me quedo a gusto. Alice se ha arrimado un poco más a la pared, llevándose el edredón. Me he quedado con el trasero al borde de la cama. Una corriente de aire sube por mi pierna y se mete por los calzoncillos. Mis dos opciones son estirar la manta, que no parecería de muy buena educación, o correr el riesgo de acercarme un poco más, que es lo que hago. De resultas de ello, me quedo muy pegado a su espalda, que es maravilloso, y que pienso que técnicamente se llama «postura de la cuchara». Percibo el vaivén de su respiración, a la que trato de sincronizarme con la esperanza de que me ayude a dormir, aunque no parece muy probable, porque está claro que mi corazón late demasiado deprisa, como el de un galgo.

Tengo su pelo en la boca. Trato de apartarlo contrayendo toda una serie de músculos faciales. En vista de que no parece funcionar, echo la cabeza lo más atrás que puedo, pero ahí sigue el pelo, que ahora se mete por los orificios nasales. Los brazos, mientras tanto, los mantengo cruzados en mi pecho y apretados contra la espalda de Alice, lo cual me obliga a inclinarme hacia atrás para soltarlos y apartar el pelo con la mano. Lo malo es que se me ha quedado el brazo izquierdo fuera del edredón, y tengo frío. No sé dónde ponerlo. El derecho se me empieza a dormir, sea por un calambre, sea por un ataque inminente al corazón. El olor del desodorante axilar es de una frescura algo agobiante. Me vuelve a dar la corriente en los calzoncillos, y tengo los pies fríos. No sé si no sería mejor bajar el brazo, coger los calcetines de montaña y…

—No te estás quieto, ¿eh? —masculla Alice.

—Perdona. ¡Es que no sé qué hacer con los brazos!

—Así…

Y entonces Alice hace algo asombroso: me coge uno de los dos y me lo aplica firmemente a sus costillas, por debajo de su camiseta. Ahora mi mano reposa en la cálida piel de su barriga, y creo sentir el roce de la curva de su pecho en mi antebrazo.

—¿Mejor?

—Mucho mejor.

—¿Tienes sueño? —pregunta.

Teniendo en cuenta que me roza la muñeca con el pecho derecho, la verdad es que es una pregunta absurda.

—Pues… no mucho —digo.

—Yo tampoco. Cuéntame algo.

—¿Sobre qué?

—Da igual.

—Vale. —Decido coger el toro por los cuernos—. ¿Qué te ha parecido Spencer?

—Me ha gustado.

—¿Te ha parecido buen tío?

—¡Sí! Va un poco de currante, de sobrado… —dice, poniendo su acento cockney de Radio 4—. Mucho rollo proleta, pero me ha parecido estupendo. Además, se nota que te quiere mucho.

—Hombre, no sé… —digo.

—Que sí, de verdad. No le has oído entonar tus alabanzas.

—Creía que estaba ligando contigo…

—¡Qué va! Al contrario… —dice Alice.

¿Qué querrá decir eso?

—¿Por qué? —pregunto yo.

Ella titubea, y gira la cabeza a medias.

—Pues… parece que se le había metido en la cabeza que estabas… un poco enamorado de mí.

—¿Eso lo ha dicho Spencer? ¿Te lo ha dicho a ti, esta noche?

—Sí.

Ya está. Ya ha salido. Como no sé qué decir, ni adónde mirar, me tumbo boca arriba y suspiro.

—Pues nada, Spencer, gracias, muchas gracias…

—No creo que tuviera mala intención.

—¿Por qué, qué más ha dicho?

—Bueno, estaba bastante borracho, pero ha dicho que eras muy buen tipo, y que… Ha dicho exactamente que a veces puedes ser un poco capullo, pero que eres muy leal, y buena persona, y que tampoco es que haya tantos como tú, y que si yo tuviera un poco de cerebro debería… salir contigo.

—¿Todo eso te lo ha dicho Spencer?

—Sí.

Se me aparece fugazmente la imagen de Spencer al pie de la farola, bajo la llovizna, con los ojos cerrados y la base de la mano en la frente, mientras yo me alejaba en sentido contrario.

—¿Qué piensas? —dice Alice, otra vez de cara a la pared.

—Mmm. La verdad es que no lo sé.

—Supongo que es verdad, ¿no? Bueno, yo ya me lo olía un poco.

—¿Tanto se nota?

—Bueno, la verdad es que de vez en cuando te he pillado mirándome. Y lo de nuestra cena…

—Dios mío… Qué vergüenza me da eso…

—Pues que no te la dé, que estuvo bien; pero es que…

—Qué.

Se queda un momento callada. Luego suspira profundamente y me aprieta la mano, con uno de esos gestos por los que sabes que se ha muerto tu hámster. Yo me preparo para el típico discurso de «podemos ser amigos», pero entonces ella se gira a mirarme, y se mete el pelo por detrás de las orejas. Distingo su cara con dificultad a la luz anaranjada y parpadeante de la radioalarma.

—No sé, Brian. Yo lo único que doy son problemas.

—No digas eso.

—Que sí, de verdad. Todas las relaciones que he tenido han acabado mal para uno de los dos.

—No me importa.

—Pues a mí sí que me importaría. Si es que ya me conoces…

—Ya, ya me lo has contado, pero repito que no me importa. ¿No es mejor probarlo? ¿No sería mejor arriesgarse, digo, a ver qué tal nos llevamos? Obviamente, dependería de ti; quizá no te guste en ese sentido…

—Bueno, pensarlo lo he pensado, evidentemente, pero es que ni siquiera tiene nada que ver contigo. La verdad es que entre hacer de Hedda, el equipo y todo lo demás no he tenido tiempo para el tema novios. Valoro demasiado mi independencia…

—¡Hombre, yo la mía también la valoro! —digo, aunque se trate de una mentira de dimensiones épicas, huelga decirlo.

¿De qué me sirve a mí la «independencia»? ¿Sabes qué es la «independencia»? Independencia es estar de madrugada mirando el techo y clavándote las uñas en la palma de la mano. Independencia es darte cuenta de que en todo el día solo has hablado con el cajero de la tienda de vinos y licores. Independencia es un menú en el sótano del Burger King un sábado por la tarde. Lo que quiere decir Alice al hablar de independencia no tiene nada que ver. La independencia es el lujo de esa gente demasiado segura de sí misma, y ocupada, y popular, y atractiva, para sentirse sola, a secas.

Y no nos engañemos, que estar solo es lo peor del mundo. Si le cuentas a alguien que tienes problemas de bebida, o un trastorno alimentario, o incluso que de niño te quedaste huérfano de padre, casi ves encenderse una luz en sus ojos ante el dramatismo y el pathos de la situación: tienes un «tema», algo en lo que pueden implicarse, de lo que pueden hablar, analizar, debatir y, según cómo, curar. En cambio, si le dices a alguien que estás solo, se mostrará compasivo, claro, pero si te fijas bien, verás moverse a sus espaldas una mano que busca a tientas el pomo de la puerta con ganas de salir corriendo, como si la soledad en sí ya fuera contagiosa. Y es que estar solo es tan banal, tan vergonzoso, tan vulgar, y soso, y feo…

Pues yo he estado toda la vida más solo que una serpiente, y estoy harto. Quiero formar parte de un equipo, de una sociedad; quiero percibir ese murmullo casi audible de envidia, admiración y alivio al vernos entrar juntos en una habitación («menos mal, ya está todo resuelto, porque han venido ellos»), pero también dar un poco de miedo, intimidar un poco, ser pura dinamita, Dick y Nicole Diver en Suave es la noche, llenos de glamour y mutuo arrobo sexual, como Burton y Taylor, o como Arthur Miller y Marilyn Monroe, pero en estable, en sensato, en constante, sin crisis mentales, ni infidelidades, ni divorcios. Claro que todo eso no puedo decirlo en voz alta, porque en este momento sería lo que más miedo pudiera darle a Alice, después de verme con un hacha en la mano. La palabra «solo» no la puedo usar, está clarísimo, porque tiende a incomodar a los demás. Entonces, ¿qué digo? Respiro hondo, suspiro, me pongo la mano en la cabeza y, al final, lo que se me ocurre es lo siguiente:

—Yo lo único que sé es que me pareces increíble, Alice, y para morirse de guapa, claro, aunque no sea lo importante, y que solo con estar a tu lado, solo con pasar tiempo contigo, ya estoy contento, y que me parece que… pues que sí, que deberíamos…

Una pausa, y lo hago: beso a Alice Harbinson.

La estoy besando, besando de verdad, en plena boca. Tiene los labios calientes, aunque al principio se le notan secos, y un poquito agrietados; tanto, que percibo una espinita dura de piel muerta en el labio inferior, y se me ocurre arrancarla con los dientes, pero me pregunto si morder a los pocos segundos no será de una sensualidad demasiado atrevida. ¿Se la podría quitar a besos? ¿Es posible? ¿Se puede quitar piel muerta a besos? ¿En qué consistiría? Justo cuando voy a intentarlo, Alice gira la cabeza, y pienso que quizá la haya cagado, pero luego sonríe, levanta la mano, se arranca ella misma la pielecita del labio y la deja caer junto a la cama. A continuación se aplica el dorso de la mano al labio, le echa un vistazo para comprobar que no sangre, se pasa la lengua por los labios y volvemos a besarnos. Es el paraíso.

En besos, obviamente, no soy un gran experto, pero estoy seguro de que esto es besar bien. No se parece en nada a la experiencia con Rebecca Epstein; Rebecca es una persona estupenda, muy divertida y lo que quieras, pero besarla fue todo aristas. La boca de Alice parece que no tenga bordes, solo calor y suavidad, y a pesar de un toque casi imperceptible de mal aliento, caliente y mentolado, por parte de alguno de los dos (probablemente yo), es bastante paradisíaco; o lo sería si de pronto no me diera cuenta de que no sé qué hacer con la lengua, la cual, de modo súbito, parece haberse vuelto enorme y carnosa, como esas cosas que tienen en plástico retractilado en las carnicerías. Me pregunto si se puede usar la lengua en esta situación; y justo entonces, a modo de respuesta, siento que la de Alice se aventura por mis dientes. Luego ella me coge la mano y se la pone por arriba de la camiseta, donde Snoopy descansa en su casita, y luego por debajo de la camiseta, y a partir de entonces debo confesar que todo se confunde un poco.