PREGUNTA: ¿En qué dolencia desembocan la blefaritis, el ectropión, la ambliofobia y la heteroforia?
RESPUESTA: No ver con claridad.
Damos zancadas en silencio por las calles, yo en cabeza, Spencer a poca distancia; oigo el impacto de sus suelas en la acera mojada, pero ahora mismo estoy demasiado furioso, avergonzado, confuso y perplejo para hablar con él, así que sigo caminando con la cabeza gacha.
—¡Qué fiestón! —dice él finalmente.
Sigo sin hacerle caso.
—Me ha caído bien, Alice.
—¡Sí, ya me he dado cuenta! —digo sin girarme.
Caminamos un poco más en silencio.
—¡Ya sé, Bri! ¿Y si nos echamos una partida de «si esta persona fuera…»?
Acelero un poco.
—Mira, Bri, si me tienes que decir algo, dímelo ahora, porque esto es una chorrada…
—¿Y si no te lo digo? ¿También me pegarás?
—Ganas no me faltan, te lo aseguro —musita él—. Vale, colega —sigue—, ya te has desahogado. Ahora escúchame, ¿vale? —Pero yo sigo andando—. Por favor —dice Spencer.
No es una palabra que le salga fácilmente. Parece un niño enfadado a quien lo obligan a decirlo en contra de su voluntad. Aun así, me paro y me giro a escucharle.
—Vale, Brian. Siento mucho… haberle dado un puñetazo… al capitán de tu equipo de No hay más preguntas…
Pero, como ni siquiera puede acabar la frase sin que se le escape la risa, me giro otra vez y sigo caminando. Al cabo de un rato oigo que se acerca corriendo, y es posible que me encoja un poco. Luego él se coloca delante y camina deprisa hacia atrás, con mala cara.
—¿Qué querías que hiciera, Bri? ¿Quedarme allí plantado, escuchándolo? Me estaba tratando como al último mono…
—Total, que has decidido pegarle.
—Sí…
—¿Por no estar de acuerdo con él?
—No, solo por eso no.
—¿Y no se te ha ocurrido discutir y argumentar tu postura de forma serena y racional?
—¿Qué tiene que ver mi postura? Me estaba dejando de gilipollas para abajo…
—¡Y tú has recurrido a la violencia!
—No, recurrido no; ha sido mi primera opción.
—Claro, claro, muy guay; qué duro eres, Spencer…
—Hombre, tampoco es que tú te desvivieras por ayudarme, ¿no? ¿Qué pasa, que tenías miedo de que te expulsara del equipo?
—¡Pero si te he defendido!
—Mentira; solo presumías de conciencia social delante de tus amigas. Si no hubieras sacado tú el tema…
—¿Qué querías que hiciera, aguantarle los brazos en la espalda? Son mis amigos, Spencer…
—¿El imbécil ese? ¿Amigo tuyo? Coño, Brian, es peor de lo que me pensaba. Si te trata como lo peor.
—¡Qué va!
—Que sí, Bri, que lo he visto yo. Es un capullo integral, y se lo tenía merecido…
—Bueno… al menos no intenta ligarse a las tías que me gustan…
—¡Eh, eh, un momento, tío! —Spencer me para, poniéndome una mano abierta en el pecho, como a Patrick antes de darle un puñetazo. No sé si nota lo deprisa que me late el corazón—. ¿Te crees que me he intentado ligar a Alice? ¿De verdad que te lo crees?
—Hombre, parecerlo está claro que lo parecía, Spencer. Tanto tocarte la cabeza…
Levanto una mano hacia su cabeza, pero él usa la que le queda libre para sujetar con fuerza mi muñeca.
—¿Sabes qué te digo, Bri? Que con tantos estudios como se supone que tienes, a veces eres tonto del culo…
—A mí no me hables así… —digo, soltando la mano.
—¿Así cómo?
—¡Así, como siempre me hablas! ¿Qué te pasa, Spencer? ¿Por qué siempre lo quieres… romper todo? Siento que ahora mismo no te vayan las cosas bien, y siento que no seas feliz, pero podrías remediarlo, Spencer; podrías hacer algo práctico, pero tú prefieres no hacer nada porque es más fácil ir de pasota, y reventarlo y despreciarlo todo, y burlarte de los que lo único que intentan es hacer algo en la vida…
—¿Como tú, quieres decir? —dice él, con una risita.
—Tú lo que tienes son celos, Spencer; siempre me has tenido celos porque trabajo mucho, soy inteligente y me he sacado un títu…
—Para el carro, para el carro. ¿Inteligente? ¿Lo llamas así, chulito de mierda? ¡Coño, si al conocernos no sabías ni atarte los cordones! Te lo tuve que enseñar. ¡Hasta los quince, llevabas escrito «izquierda» y «derecha» en las zapatillas! Ni acabar un partido de fútbol podías sin ponerte a llorar, blandengue del carajo. Si tan inteligente eres, ¿cómo es que no sabes lo que dicen de ti a tus espaldas, y cómo se ríen? Años y años me he pasado dando la cara por ti desde que se murió tu padre…
—¿Qué tiene que ver mi padre?
—Tú sabrás, Brian, tú sabrás.
—A mi padre no lo metas, ¿vale? —grito.
—¿O qué? Qué harás, ¿llorar?
—Vete a la puta mierda, Spencer, que… abusón.
Me escuecen mucho los ojos y tengo un nudo de pánico en el estómago. De repente me doy cuenta de que tengo que alejarme de él, así que me giro y vuelvo por donde hemos venido.
—¿Adónde vas? —grita él.
—¡Ni idea!
—¿Huyes, Brian? ¿Es eso?
—Piensa lo que quieras.
—¿Y ahora cómo vuelvo?
—Ni idea, Spencer. Tampoco es problema mío.
Entonces le oigo decir algo en voz baja, casi como si hablara solo.
—Pues venga, vete. Aire.
Me paro y me giro, previendo una mueca de desdén o burla, pero no; se ha quedado muy quieto, a cierta distancia, bajo una farola, con la cabeza hacia atrás, los ojos muy cerrados y la base de una mano apoyada en la frente, apretando mucho los dedos.
Parece un niño de diez años. Tengo la impresión de que debería ir con él, o como mínimo acercarme un poco más, pero lo que hago es gritar por la calle:
—¡Te tienes que marchar, Spencer! Mañana por la mañana. No puedes quedarte más tiempo en la casa. Va contra las normas.
Él abre los ojos, ojos rojos, empañados, de cansancio, y me mira sin pestañear.
—¿Por eso quieres que me vaya, Brian? ¿Porque va contra las normas?
—Sí. Entre otras cosas.
—Vale. Bueno. Pues me iré.
—Vale.
—Y perdona que te haya… avergonzado delante de tus amigos.
—No me has avergonzado; lo que pasa es que… no quiero que estés aquí, y ya está.
Me giro y me alejo rápidamente sin mirar hacia atrás. Estoy seguro, convencido, de que debería sentirme bien, desafiante, fuerte, por haberle plantado cara de una vez, pero algo me lo impide. Como me siento es acalorado, y vacío, y tonto, y triste, y sin saber adónde ir.
A partir de ese momento, no sé muy bien cuánto tiempo camino. Tengo la vaga conciencia de llevar encima las únicas llaves de la casa, y de que lo sensato sería ir y abrir a Spencer, pero siempre puede despertar a Marcus o a Josh; a fin de cuentas, no soy el guardián de mi hermano. Le dejaré bastante tiempo para encontrar el camino y acostarse, mientras yo me doy algo de margen para que se me pase la borrachera y la confusión, antes de volver disimuladamente a casa y arreglarlo todo a la mañana siguiente. Cerca de una hora después, no obstante, empieza a lloviznar, y aunque no sea mi intenció, al menos consciente, acabo ante la residencia de Alice y Rebecca.
A la una de la madrugada cierran la puerta principal, y solo puede entrar quien tenga llave. No me queda más remedio que subirme a la reja de hierro, antigua y alta. Logro hacerlo sin disparar ninguna alarma, ni empalarme, pero justo después, la suela lisa de los zapatos de vestir me hace resbalar y deslizarme por el barro de la cuesta, entre los árboles, como por un tobogán. Freno al pie de un rododendro, me limpio las manos de barro con el manto de hojas mojadas, me agazapo bajo los arbustos y espero a que venga alguien por el camino de grava de la entrada principal.
Las hojas gotean agua gélida, que corre por mi nuca. Por mis zapatos de ante se empieza a filtrar un agua enfangada, que me provoca la sensación de ir con los pies envueltos en cartón frío y húmedo. Justo cuando estoy a punto de rendirme, y de volver a casa, veo que se acerca alguien por el camino de entrada. Salgo de los arbustos, me coloco tras él, y una vez que ha abierto la puerta grito:
—¡Un momento!
Se para y se gira.
—¡No cerréis la puerta!
Él, un hombre a quien no conozco, me mira con desconfianza.
—¡Me he olvidado las llaves! ¡Increíble! ¡Con la noche que hace! —Me mira los zapatos y los pantalones, llenos de barro y hojas—. ¡Me he caído! ¡Jo, estoy empapado!
En vista de que no se mueve, hurgo en mi cartera con los dedos entumecidos y enfangados y le enseño mi tarjeta del NUS: te puedes fiar, que soy estudiante. No sé muy bien por qué, pero funciona: abre la puerta y me deja pasar.
Chapoteando por la oscuridad de los pasillos, dejo un rastro de tierra en el parqué, hasta la habitación de Alice. La raya de luz amarilla de la base de la puerta me dice que está despierta. Pego la oreja y oigo música: Joni canta «Help Me», de Court and Spark. El calor y la luz casi traspasan la puerta de madera maciza. Me muero de ganas de estar al otro lado. Llamo suavemente; demasiado, porque no me oye, así que vuelvo a llamar y susurro su nombre.
—¿Quién es?
—Soy Brian —susurro.
—¿Brian? —Abre la puerta—. ¡Pero Brian, por Dios! ¿Te has visto?
Me coge de la mano y me hace entrar. Después me lleva al centro de la sala y toma inmediatamente las riendas de la situación, adoptando la actitud de un ama de llaves estricta pero bondadosa de principios de siglo.
—¡Ni se te ocurra sentarte o tocar algo hasta haberte secado como Dios manda!
Empieza a rebuscar por los cajones, hasta que saca un holgado jersey de punto verde, hecho a mano, unos pantalones de chándal grandes y unos calcetines de montaña.
—Toma, esto también te va a hacer falta.
Se desata el cinturón de su bata blanca de felpa, se lo quita y me lo tira. Debajo lleva una camiseta gris, que no le llega ni al ombligo de lo vieja que es, con un dibujo, agrietado y descolorido como un fresco medieval, de Snoopy acostado en su casita; también lleva unas bragas grandes de algodón, gris militar, y calcetines negros de hombre enrollados hasta los tobillos. Se me ocurre que es, sin duda alguna, lo más sensual y erótico que he visto en toda mi existencia.
—¡Pero cómo vienes! Te tiemblan las manos.
—¿Ah, sí? —digo yo.
Al abrir la boca para hablar, me percato de que también me castañetean los dientes.
—Venga, quítate todo esto que pillarás una neumonía —dice ella con severidad, tendiendo la mano.
Me pone un poco nervioso la idea de desvestirme, entre otras cosas porque las pesas aún no han tenido tiempo de hacer su efecto, pero también porque llevo una camiseta vieja del colegio con la que es inevitable que parezca un huérfano de guerra. Sin embargo, creo recordar que los calzoncillos están en bastante buen estado, y como tengo muchísimo frío, acabo por ceder. Alice se queda a mi lado cuando empiezo a desnudarme, y se da cuenta de que mis manos tiemblan demasiado para desabrochar los botones de la camisa.
—Déjame a mí. —Empieza a desabrocharlos ella, desde arriba—. ¿Por qué no estás con Spencer?
—Nos hemos pe-pe peleado un poco.
—¿Y ahora dónde está?
¿Por qué habla tanto de Spencer?
—Ni idea; supongo que habrá vuelto a mi casa. —Ya están desabrochados los botones. Alice se aparta para que pueda quitarme la camisa—. Perdona por lo de antes…
—¿El qué?
—Bueno, lo de Spencer… El puñetazo…
—¡Uy, qué va, no te preocupes! Si hasta me he alegrado. Normalmente no es que apruebe la violencia física, pero en el caso de Patrick estaría dispuesta a hacer una excepción. Tu amigo Spencer sabe pegar, ¿eh? —Le brillan los ojos al acordarse—. Ya sé que no debería decirlo, pero confieso que encuentro bastante emocionantes las peleas de hombres; se puede entender que gusten tanto, como en la antigua Roma, con los gladiadores. —Me ha hecho sentarme al borde de su mesa, que intento no manchar de barro al desenredar los cordones embarrados de mis zapatos—. Una vez salí con uno que era boxeador aficionado, y me encantaba ir a verlo a los entrenamientos y a los combates. Luego, cuando nos acostábamos, era una cosa brutal; lo hacíamos como animales. Sangre, moratones… Tenía algo muy bonito, muy sensual. Los restos de sangre en la almohada… —El recuerdo la deja en suspenso, con mis zapatos mojados en la mano, en un estremecimiento involuntario de erotismo. Yo empiezo a despojarme con cautela de los pantalones—. Claro que aparte de la cama, y del ring, no teníamos mucho en común, y la verdad es que no podía durar. No es muy buena base para una relación, ¿verdad? Si solo te atraen cuando están medio desnudos, zumbándole a otro hasta dejarlo tieso… ¿Tú le has pegado alguna vez a alguien, Brian?
Habiéndome quedado en calzoncillos y camiseta, parecería que la respuesta cayera por su propio peso.
—¿Yo? ¡No, qué va!
—¿O te han pegado a ti…?
—Bueno, una o dos veces, pero nada: trifulcas en el patio, peleas en los pubs… Por suerte soy cinturón negro en esconderme debajo de la mesa.
Alice sonríe, me quita la ropa sin mirar y empieza a sacudirla y a doblarla pulcramente.
—¿Te ha hecho daño? —digo.
—¿Cuándo?
—Spencer, durante la pelea.
—¿Cuándo?
—He visto que te empujaba contra la pared…
—Ah, no, no ha sido nada, un golpecito en la cabeza. ¿Por qué, me ves alguna herida?
Se gira y se separa el pelo de la coronilla con una mano. Yo me pongo detrás y aparto el pelo, pero la verdad es que, más que mirar, aspiro. Alice huele a vino tinto, algodón limpio, piel caliente y Timotei. Siento el impulso irrefrenable de darle un beso en la cabeza, en la pequeña zona en relieve donde le ha quedado un chichón. Hasta podría salirme con la mía. Podría inclinarme, darle un beso y decir: «¡Sana, sana, culito de rana!», o algo por el estilo, pero como algo de orgullo sí que tengo, me limito a tocar con suavidad la parte enrojecida.
—¿Notas algo? —pregunta ella.
Ni te imaginas, Alice…
—Solo está un poco rojo, pero nada —digo yo.
—Mejor —dice ella.
Empieza a colgar mi ropa en la estufa. Yo sigo en camiseta y calzoncillos, y un vistazo rápido a estos últimos revela un bulto sospechoso, como si pasara mercancía de contrabando, así que me apresuro a ponerme los pantalones de chándal y el jersey viejo, que todavía huele a ella.
—Tengo whisky. ¿Quieres un poco?
—Rotundamente sí —digo.
Me siento en su cama y la miro, mientras friega dos tazas de té. A la luz del flexo, me fijo en que la piel del final de sus muslos es muy blanca, y con pequeños hoyuelos, como masa de pan fermentada. Cuando se pone de perfil contra la luz, veo, o creo ver, vello de color marrón claro que escapa de lo alto de sus bragas, contra la pequeña y suave protuberancia de su vientre.
—¿Y qué piensas hacer?
Vuelvo en mí.
—¿Respecto a qué?
—A tu amigo Spencer.
Ya estamos otra vez: Spencer, Spencer, Spencer…
—No lo sé; supongo que hablar por la mañana.
—¿Y por qué te paseas debajo de la lluvia?
—Es que quería dejarle unas horas para que se fuera a dormir. Dentro de un rato salgo para allá —digo, simulando tiritar.
Ella me da una taza con dos dedos de whisky.
—Pues esta noche no puedes volver a salir. Tendrás que dormir aquí.
Es el momento de fingir resistencia.
—Que no, que estoy bien. Tengo que volver… —La verdad es que ya no tengo frío, pero intento que mis dientes castañeteen artificialmente, cosa mucho más difícil de lo que parece, dicho sea en honor a la verdad. Mejor no exagerar—. Me bebo esto y salgo —opto por decir en voz baja.
—¡Brian, que no puedes salir; mira cómo tienes los zapatos! —Mis zapatos de ante destrozados sueltan humo encima de la estufa, como pastas calientes. Oigo las ráfagas de lluvia que lanza el viento contra la ventana—. Me niego a dejar que te vayas. Esta noche tendrás que dormir conmigo. La cama es individual. Es una cama estrecha. Muy estrecha. Más bien una repisa.
—Bueno, vale… —digo—. Si insistes…