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PREGUNTA: ¿Qué famosa novela de Frances Hodgson Burnett, escrita en 1886 y adaptada muchas veces al teatro, inspiró entre los niños la moda de llevar el pelo largo y rizado, y camisas de terciopelo con cuellos de encaje?

RESPUESTA: El pequeño lord.

He aquí lo que puse en el apartado «Aficiones e intereses» del formulario de la Secretaría de Alojamiento de la universidad: leer, cine, música, teatro, natación, bádminton, ¡conocer gente!

Obviamente, no es una lista muy reveladora. Ni siquiera es del todo cierta. «Leer» sí es verdad, pero eso lo pone todo el mundo. «Cine» y «música», tres cuartos de lo mismo. «Teatro» es mentira; odio el teatro. De hecho, he actuado en alguna obra, pero la verdad es que no he visto muchas, salvo el espectáculo educativo itinerante sobre seguridad vial, que no acabó de convencerme estéticamente, pese a estar interpretado con estilo, nervio y garra. Aun así, hay que fingir que te gusta el teatro. Es la ley. Tampoco es rigurosamente cierto «natación». Sé nadar, pero solo como nadaría un animal para no ahogarse. Lo que pasa es que consideré que tenía que poner algo un poco deportivo. «Bádminton», igual: al decir que me interesa el bádminton, lo digo en el sentido de que si alguien me apuntase a la cabeza con una pistola, amenazando con matarme si no practicase algún deporte, y ese alguien se negara a aceptar como deporte el Scrabble, optaría por el bádminton. Tampoco puede ser muy difícil, ¿no? «Conocer gente» es otro eufemismo. Sería más exacto decir «solo y sexualmente frustrado», pero también más raro. Por cierto, los signos de exclamación en «¡conocer gente!» pretenden transmitir una visión de la vida irreverente, despreocupada y desprendida.

En suma, que reconozco no haber dado mucho material a los de la Secretaría de Alojamiento, pero eso tampoco justifica que me hayan metido en esta casa con Josh y Marcus.

Richmond House, en sí, forma parte de una hilera de casas adosadas de ladrillo rojo que domina la ciudad desde lo alto de una colina muy escarpada, y que oportunamente dista varios kilómetros de la primera parada de autobús, de modo que llego con toda la chaqueta de obrero empapada de sudor. Ya está abierta la puerta de la calle, que da a un recibidor abarrotado de cajas, bicis de carreras, dos remos, un bate y protecciones de críquet, equipos de esquí, bombonas de oxígeno y un traje de neopreno. Parece el botín de un robo a una tienda de deportes. Dejo la maleta al otro lado de la puerta y siento crecer mi agitación al trepar por la montaña de artículos deportivos en busca de mis nuevos compañeros de piso.

La cocina, iluminada con fluorescentes, parece de alguna institución. Huele a lejía y a levadura. Junto al fregadero, dos chicos —el uno rubio, enorme, y el otro moreno, cuadrado, con granos y cara de roedor— llenan de agua un cubo de basura de plástico, usando el tubo de goma de una ducha. En el radiocasete suena a todo volumen «She Sells Sanctuary», de The Cult. Me dejan un buen rato en la puerta, diciendo «¡hola!» y «¡buenas!», hasta que el rubio levanta la vista y me ve con mis bolsas negras de la basura.

—¡Anda, si es el basurero!

Baja un poco la música, se acerca con saltos de perro labrador y me estrecha vigorosamente la mano. Caigo en la cuenta de que es la primera vez que doy la mano a alguien de mi edad.

—Tú debes de ser Brian —dice—. ¡Yo soy Josh, y este Marcus!

A Marcus, bajo y contrahecho, se le aprietan las facciones en medio de la cara, tras unas gafas de aviador que fracasan estrepitosamente en darle aspecto de saber pilotar. Tras repasarme con su cara de rata, sorbe por la nariz y vuelve a concentrarse en el cubo de plástico. En cambio, Josh sigue hablando, sin esperar respuesta, con voz de noticiario de los años cuarenta.

—¿Cómo has llegado? ¿En transporte público? ¿Dónde están tus padres? ¿Te encuentras bien? Estás completamente empapado de sudor.

Josh lleva botas de duende granates, un chaleco beis de terciopelo (¡un chaleco de terciopelo!), camisa morada, abombachada, y unos vaqueros tan ceñidos que se le perfila cada testículo por separado. Tiene el mismo corte de pelo que Tone, el de vikingo afeminado, señal de metalista empedernido, aunque en este caso lo complementa una pelusa en el bigote; total, una especie de look de caballero petimetre que casi parece que se haya olvidado el florete.

—¿Qué hay en el cubo? —pregunto.

—Cerveza casera. Nos ha parecido mejor que empiece a fermentar cuanto antes. No hace falta que te diga que puedes participar; repartimos los gastos entre tres, y ya está.

—Ah, vale…

—¡Ahora son diez pavos, por la levadura, el concentrado de lúpulo, los tubos, el barril y lo demás, pero dentro de tres semanas podrás disfrutar de la bíter de Yorkshire tradicional a seis peniques la pinta!

—¡Menuda ganga!

—Marcus y yo estamos hechos unos destiladores clandestinos; en el internado teníamos un alambique ilegal, y la verdad es que sacamos bastantes beneficios. ¡Aunque dejamos ciegos sin querer a un par de externos!

—¿Ibais juntos al colegio?

—¡Y tanto! Somos siameses. ¿A que sí, Marcus? —Marcus bufa—. ¿Tú a qué colegio has ido?

—Uy, seguro que no os suena de nada…

—Prueba.

—¿Calle Langley?

Nada.

—¿Instituto de secundaria de la calle Langley?

Nada.

—¿Southend? —pruebo—. ¿Essex?

—¡Pues no! Tenías toda la razón. ¡No me suena de nada! ¿Quieres que te muestre tus aposentos?

Sigo a Josh al piso de arriba, y mientras Marcus nos acompaña con paso cansino, cruzamos un pasillo de un gris barco militar, decorado con instrucciones sobre qué hacer en caso de incendio. Pasamos al lado de las nuevas habitaciones de ellos dos, llenas de cajas y maletas que no impiden que sigan siendo espaciosas. Al final del pasillo, Josh abre la puerta de lo que, a primera vista, parece la celda de una cárcel.

—¡Tachán! Espero que no te moleste que hayamos asignado las habitaciones antes de que llegases.

—Ah… Vale.

—Nos lo hemos jugado a cara o cruz. Es que queríamos empezar a deshacer las maletas e instalarnos.

—¡Claro, claro!

Tengo la sensación de que me han tomado el pelo. Decido no fiarme nunca más de un hombre con chaleco de terciopelo. Ahora el truco será hacerme valer sin que se note que me impongo.

—Un poco pequeña, ¿no? —digo.

—Bueno, pequeñas lo son todas, Brian; y ha sido a cara o cruz, limpiamente, sin trampas.

—¿Cómo se juega algo a cara o cruz entre tres personas?

Silencio. Josh frunce el entrecejo y mueve la boca sin decir nada.

—Si no te fías de nosotros, siempre podemos volver a hacerlo a cara o cruz —resopla Marcus, indignado.

—No, si no es eso, es que…

—Bueno, pues te dejamos que te instales. ¡Nos alegramos de tenerte a bordo!

Y vuelven corriendo, entre susurros, a su cervecería artesanal.

Más que un cuarto, parece una cueva, con el atractivo y el ambiente del lugar de un crimen: un colchón sobre un somier metálico, un conjunto de armario y escritorio de contrachapado y dos estanterías de formica pequeñas, con efecto madera. Las alfombras, de color barro, parecen tejidas con vello púbico compactado. Sobre el escritorio, una ventana sucia da a los cubos de basura de abajo, y hay un cartel enmarcado que advierte contra el uso de blue-tack en las paredes, que pena de ejecución. De todos modos, yo quería una buhardilla, y ya la tengo. Supongo que será mejor conformarse.

Lo primero que hago es montar el equipo de música y poner Never for Ever, el tercer y triunfal disco de Kate Bush. El resto de los elepés los dejo junto al tocadiscos, con cierto debate interior sobre cuál pongo de cara; experimento con Revolver, de los Beatles, Blue, de Joni Mitchell, Diana Ross and The Supremes y Ella Fitzgerald, antes de decidirme por mi grabación recién comprada de los Conciertos de Brandeburgo de Bach, del sello Music For Pleasure, al módico precio de dos libras con cuarenta y nueve.

Lo siguiente que saco son mis libros. Experimento con diferentes distribuciones en la estantería de formica: en orden alfabético de autores; en orden alfabético de autores pero subdividido por temas, por géneros, por nacionalidades, por tamaños, y por último, lo más eficaz, por colores: los clásicos negros de Penguin en una punta, los Picador blancos en la otra, y en medio del espectro, cinco centímetros de Viragos verdes, que aún no me he puesto a leer, aunque seguro que los leeré. Evidentemente, tardo lo mío, y al acabar ya es de noche, así que pongo el flexo encima de la mesa.

A continuación, decido convertir mi cama en futón. Hace tiempo que me apetecía, pero al probarlo en casa mi madre se rio. A ver qué tal aquí. Maniobro con el colchón, de manchas misteriosas y humedad suficiente para plantar berros, a fin de ponerlo sobre el suelo sin que entre en contacto con mi cara. Luego, no sin dificultad, coloco en pie el somier metálico; pesa una tonelada, pero al final logro ponerlo detrás del armario. Evidentemente, pierdo un par de palmos de valiosa superficie, pero el efecto final lo justifica: una especie de ambiente minimalista, contemplativo y oriental que apenas queda socavado por las rayas azul marino, rojo y blanco del edredón de British Home Stores.

Siguiendo con el minimalismo zen del futón, me propongo limitar la decoración a un montaje de postales de cuadros y de mis fotos preferidas, una especie de manifiesto en imágenes de mis ídolos y amores, pegado a la pared de encima de mi almohada. Me tumbo en mi futón y saco el blue-tack. La muerte de Chatterton, de Henry Wallis; Ofelia ahogándose, de Millais; LaVirgen y el Niño, de Leonardo; Noche estrellada, de Van Gogh; un Edward Hopper; Marilyn Monroe en tutú, mirando tristemente a la cámara; James Dean con abrigo largo en Nueva York; una foto de mis padres dormidos en tumbonas de un complejo vacacional Butlins; Charles Dickens; Karl Marx; Che Guevara; Laurence Olivier como Hamlet; Samuel Beckett; Antón Chéjov; yo de Jesucristo en el Godspell que hicimos en sexto; Jack Kerouac; Burton y Taylor en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y una foto de Spencer, Tone y yo en una excursión del colegio al castillo de Dover. Spencer posa un poco, bajando y ladeando la cabeza, y poniendo cara de pasota inteligente. Tone hace la señal de la victoria, como siempre.

Finalmente, justo al lado de la almohada, pongo una foto de mi padre, más flaco que un galgo, vagamente amenazador, como Pinky en Brighton Rock, pero en la costa de Southend, con una botella de cerveza y un cigarrillo encendido entre los largos dedos de una mano. Tiene un tupé negro, los pómulos marcados, la nariz larga y fina y un traje elegante, de tres botones, con el cuello estrecho; y aunque sonríe a medias a la cámara, no deja de intimidar. Se la hicieron en 1962, cuatro años antes de que naciera yo, o sea, que tendría más o menos mi edad actual. Es una foto que me encanta, aunque persiste la molesta sensación de que si mi padre, a los diecinueve años, hubiera conocido a mi yo de diecinueve años en el muelle de Southend, un sábado por la noche, lo más probable es que hubiera intentado pegarle una paliza.

Llaman a la puerta. Escondo maquinalmente el blue-tack detrás de la espalda. Supongo que será Josh, para pedirme que le haga de criado, o algo así, pero quien entra es una rubia enorme, de pelo vikingo y bigote rubio lechoso.

—¿Qué, cómo va? ¿Todo bien? —dice el Josh travesti.

—Sí, sí, muy bien.

—¿Por qué has puesto el colchón en el suelo?

—No, es que se me ha ocurrido probarlo como futón una temporada.

—¿Futón? ¿En serio? —dice Josh, frunciendo sus labios pintarrajeados como si nunca hubiera oído nada tan exótico, lo cual tiene su gracia en un hombre vestido de mujer—. ¡Marcus, ven a ver el futón de Jackson!

Y Marcus, con peluca negra y rizada de nailon, falda plisada y medias con carreras, asoma la nariz en la habitación, bufa y desaparece.

—Bueno, nosotros nos vamos. ¿Te vienes o qué?

—Perdona, pero ¿adónde?

—A la fiesta de Fulanas y Vicarios en Kenwood Manor. Tiene pinta de ser la bomba.

—Ah, ya… Bueno, no sé. Es que tenía pensado quedarme a leer.

—Venga, no seas tan cortado…

—Es que no tengo nada que ponerme…

—Alguna camisa oscura tendrás, ¿no?

—Sí…

—Pues ya está: te metes cartulina blanca por debajo del cuello, y listos. Quedamos dentro de cinco minutos. Ah, y no te olvides de los diez pavos de la cerveza, ¿eh? Por cierto, me encanta cómo has dejado la habitación.