29

PREGUNTA: ¿En qué obra de 1594 se pelean los viejos amigos Proteo y Valentín por el amor de la bella Silvia?

RESPUESTA: Los dos caballeros de Verona.

Qué, habéis hablado, ¿eh? —le pregunto a Spencer.

—Sí.

—¿A que es simpática?

—Sí, parece buena chica. Muy sexy… —dice él, con una mirada a la puerta del lavabo.

—Pero también interesante, ¿no?

—Bueno, Brian, es que solo hemos hablado cinco minutos, pero te puedo decir que no me he aburrido. Con ese leotardo que lleva…

—¿Y de qué habéis hablado? Vaya, que si te ha dicho algo, sobre mí…

—Tú tranquilo, colega; se nota que le gustas, pero no fuerces las cosas…

—¿Tú crees?

—Estoy seguro.

—Vale. Me voy a la cocina. ¿Vienes?

—No, es que estoy esperando.

Señala la puerta del lavabo con la cabeza. Yo bajo, y hasta media escalera no empiezo a preguntarme qué ha querido decir con «estoy esperando»: ¿«estoy esperando para el lavabo» o… «estoy esperando a Alice»?

Empieza a cristalizar en mi cerebro una idea completamente nueva, que adquiere la solidez de un hecho irrefutable: Spencer se la está camelando. Ha hecho el viaje para seducirla. Al oírme hablar de Alice, ha pensado: «Esto tiene buena pinta; a ver qué tal». Tampoco sería la primera vez. Se repite el fiasco de Janet Parks. A las chicas que me gustan siempre les gusta Spencer Lewis, y el hecho de que a él le importe un pito, y que se note, no hace más que añadirle atractivo. ¿Por qué será? ¿Qué tiene Spencer que no tenga yo? Supongo que es guapo; incluso yo, como hombre heterosexual, puedo hacer una valoración objetiva y decir que es guapo, y misterioso, y descarado, e irresponsable, y no especialmente limpio, y todas esas cosas que las mujeres simulan que no les gustan, pero que es obvio que sí les gustan. ¿Que no es pijo? Vale, pero sí enrollado, y a ojos de Alice Harbinson lo enrollado le gana a lo pijo, de la misma manera que tijera gana a papel. Por supuesto, ahora lo veo, más claro que el agua: me está haciendo lo de Heathcliff en Cumbres borrascosas, el muy desgraciado. Ahora mismo, en el momento en que lo pienso, seguro que ha metido la mano por la parte de arriba del leotardo, y la desliza…

—¿Qué pasa contigo, sonrisas?

Al pie de la escalera está Rebecca.

—Ah, hola, Rebecca. ¿Qué haces aquí?

—No me he colado. Me invitaron, para que lo sepas.

—¿Quién te invitó?

—Pues la bella Alice, mira tú por dónde —dice, a la vez que se saca del bolsillo de su abrigo de vinilo su botellita privada de whisky.

—¿De verdad?

—Ajá. —Le da un trago—. Entre tú y yo, creo que la tengo impresionada.

—Creía que te caía mal…

—Bueno, cuando la conoces es buena chica. —Me clava la botella de whisky en el pecho, entre risitas, momento en el que me doy cuenta de que está muy borracha; pero no una borrachera taciturna, ni huraña, sino fresca y juguetona, lo cual supongo que es buena señal, aunque un poco raro e inquietante, como ver a Stalin en skateboard—. ¿Por qué, te parece que estoy siendo hipócrita? ¿Tú crees que debería irme, Brian?

—No, qué va, si me alegro de verte; lo que pasa es que creía que no ibas de este rollo.

—Ah, bueno, ya me conoces: no hay nada que me guste tanto como doscientos estudiantes de teatro piripis cantando a coro.

Señala con la cabeza la sala de estar, donde Ricardo III, el polifacético Neil no sé qué, ha sacado de algún sitio una guitarra y empieza a tocar «The Boxer», de Simon y Garfunkel.

Unos cuarenta minutos después aún no se han acabado los na na nas. La verdad es que ha pasado de ser el estribillo final a otra cosa, una especie de mantra hipnótico, con armonías y todo, que podría prolongarse varios días. A Rebecca y a mí no nos molesta mucho, porque estamos encajados en el sofá de la otra punta de la sala, pasándonos la botella de whisky y riéndonos.

—Coño, no me lo puedo creer: el mamón de Neil MacIntyre ha encontrado una pandereta…

—¿De dónde habrá sacado una pandereta…?

—Seguro que de dentro de su puto culo… —dice Rebecca, y le da otra vez al whisky—. ¿Tú crees que acabarán alguna vez?

—Yo creo que mientras no empiecen con «Hey Jude», no hay peligro.

—Como les dé por ahí, te juro que les destrozo la puta guitarra con unos alicates.

La fiesta se está aproximando al lleno total. Todas las habitaciones de la casa están a reventar, y aquí, en el salón, la gente se aferra al mobiliario como si fuera La balsa de la Medusa, del pintor realista francés del siglo XIX Géricault. Debería ir a buscar más bebida, pero Rebecca y yo estamos en asientos preferentes, embutidos entre los otros seis ocupantes del sofá doble; además, ya veo que se ha acabado el alcohol, porque no deja de irrumpir gente en el salón en busca de botellas, que observan a contraluz, cuando no buscan restos de ceniza en los bordes de las latas sobrantes de cerveza. Por otra parte, no quiero moverme porque Rebecca está borracha, y muy graciosa, y creo que coquetea un poco, y su aliento de whisky en la oreja me ayuda a distraerme de «The Boxer», y de Alice y Spencer, que casi seguro que en este preciso instante se mueren de placer sobre una montaña de abrigos.

—¿Sabes qué? Que si mandara yo en el mundo, cosa que por cierto pienso hacer algún día, lo primero que haría sería prohibir las guitarras acústicas; bueno, prohibir no, pero al menos limitaría su posesión e introduciría un sistema de permisos, para que sea como tener una escopeta o una carretilla elevadora. Habría reglas draconianas: no tocar después del anochecer, no tocar en playas ni cerca de hogueras, no tocar «Scarborough Fair» ni «American Pie», no hacer armonías, máximo dos personas cantando a la vez…

—Pero ¿legislarlo no lo relegaría a la clandestinidad?

—Donde tiene que estar, amigo mío; justo donde tiene que estar. Y también prohibiría la marihuana. ¡Como si los estudiaaantes no fueran bastante fatuos, y no estuvieran bastante obsesionados consigo mismos! Sí, lo tengo decidido: prohibida la marihuana.

—Pero ¿no está prohibida? —digo yo.

—Buen argumento, amigo mío. ¡Se admite la protesta! —Apura la botella de whisky—. Alcohol, alcohol y nicotina: son las únicas drogas decentes. ¿Hay algo en la lata de cerveza que tienes al lado de los pies?

—Solo colillas.

—Pues entonces nada. —Me pilla sonriéndole—. ¿De qué te ríes?

—De ti.

—¿Y qué gracia tengo yo, señor mío?

—Tus opiniones. ¿Crees que se suavizarán? Con la edad, me refiero.

—¡Ni hablar! Te voy a decir una cosa, Brian Jackson: ¿sabes esas chorradas que dicen de que lo normal es ser de izquierdas hasta los treinta, y luego, al comprender tu error, hacerte de derechas, de la noche a la mañana? Pues caca de la vaca. Si aún somos amigos en el año 2000, o sea, dentro de… ¿cuánto, catorce años? (Y yo espero que sí, Brian, amigo de mi alma…). Pues eso, que si aún somos amigos, y yo he cambiado o transigido de alguna manera en mis ideas políticas, éticas o morales sobre los impuestos, o la inmigración, o el apartheid, o los sindicatos, o ya no voy a manifestaciones, o asisto a reuniones, o me he vuelto ni que sea remotamente de derechas, te doy permiso para que me pegues un tiro. —Se da golpecitos en medio de la frente—. Aquí.

—Vale, pues ya lo haré.

—Eso, eso. —Parpadea muy despacio y se humedece los labios, intentando beber de la botella vacía—. Oye, siento haberme puesto tan guerrera esta mañana.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo sabes: lo de ponerme en plan Sylvia Plath.

—Ah, no pasa nada.

—Vaya, que aún te considero un completo gilipollas, y todo eso, pero me arrepiento de haberte hecho pasar un mal rato.

—¿Y por qué soy un completo…?

—Ya lo sabes…

—No, venga, dímelo…

Sonríe de lado, bajo unos párpados negros y caídos.

—Por no habértelo montado conmigo cuando tenías la oportunidad.

—Ah, bueno… —Por un momento se me ocurre besarla, pero hay demasiada gente mirando, y Alice está en el piso de arriba—. Igual… en otra ocasión.

—Uy, no; lo siento, pero la cagaste. Una sola propuesta, colega… —Hace chocar su cabeza con mi hombro—. Una… sola… propuesta. —Nos quedamos sentados, sin mirarnos, hasta que Rebecca dice—: Oye, ¿dónde está tu amigo?

—¿Spencer? Ni idea. Creo que arriba.

—Creía que tenía una especie de crisis psicológica, o algo así…

—Bueno, Alice le está ayudando a superarlo.

—¿Me lo presentarás, o qué?

Rebecca y Spencer: no es una combinación que yo me hubiera imaginado. Las consecuencias podrían ser desastrosas. Sin embargo, debo averiguar dónde está Spencer, y qué hace, y por qué altura del vestido de Alice anda su mano, así que digo:

—Si quieres…

Nos arrancamos de las profundidades del sofá y empezamos a buscar.

Miramos por los cuartos hasta que los encontramos en un dormitorio pequeño y repleto del fondo, en lo más alto de la casa, en un rincón, separados por unos cinco centímetros. Los rodea gente que baila, o que no baila, por falta de sitio; que menea la cabeza al son del «Exodus» de Bob Marley. También Alice sacude los hombros, sin seguir del todo el ritmo, mientras muerde su labio inferior. Vale, no es que haya beso propiamente dicho; solo «hablan», pero teniendo en cuenta lo pegados que están, es como si se besaran. Spencer pone esa media mueca suya tan pelma de seductor, como si fuera un casanova de serie americana, o algo así. Alice, embelesada, le hace ojitos y extrema el interés, con los brazos cruzados sobre su leotardo, como si estuviera haciendo una prueba para el papel de mocita de pueblo. Le pone el escote en la barbilla, por si no se había fijado.

—Es aquel, el del rincón —digo.

—¿El cabezabola?

—No es un fascista —digo, sin saber por qué le defiendo; probablemente sea un fascista, o como si lo fuera.

—Guapo, ¿eh?

—Ya, ya, muy bien, vale, tía, gracias por el comentario, Rebecca —digo yo.

—Cállate, burro, que en ese aspecto no tienes nada que temer.

¿Lo ha dicho con sarcasmo? No lo sé. Tampoco me puedo concentrar, porque resulta que Alice le ha puesto la mano en la cabeza a Spencer, y se ríe, intentando apartarla con un gesto patético e infantil de «¡oh, qué pelusa!», mientras Spencer se agacha, le coge otra vez la mano y se la pone otra vez en la cabeza, con su media mueca ridícula, diciéndole que no, que no, que toca, toca, venga. Lo siguiente que le enseñará serán las cicatrices de aquella pelea con cristales. Vaya timo, pienso yo: raparte la cabeza para que pensaran tus amigos que estabas teniendo una crisis, cuando en realidad solo es un truco barato para que te acaricien el cuero cabelludo mujeres guapas… Me pregunto cuánto se tardaría en bajar, llenar de agua fría el balde de fregar los platos, volver y echárselo a los dos encima. Justo entonces se acerca el buenazo de Patrick Watts y lo hace por mí, entablando una conversación.

—… eh, ¿me escuchas, chalado? —dice Rebecca.

—Sí.

—¿Piensas presentarme o no?

—Pues claro, vamos; pero no te marches con él, ¿eh?

—¿Y a ti qué más te da? —dice ella.

Nos acercamos.

—¡… y Patrick es el capitán de nuestro equipo! —anuncia orgullosa Alice, en el momento en que llegamos.

—Sí, ya me he enterado —dice Spencer, sin mirar a Patrick a los ojos.

—¡Anda, Rebecca, qué tal! —dice Alice.

Curiosamente, le echa los brazos al cuello. Rebecca responde al abrazo, pero me hace una mueca por encima del hombro.

—Spencer, te presento a mi buena amiga Rebecca —me desgañito, a causa de la música.

Se dan la mano.

—El famoso Spencer. Encantada de conocerte. Ya era hora —dice Rebecca—. Brian me ha hablado mucho de ti.

—¡Ya! —dice Spencer.

Durante una breve pausa, nos quedamos los cinco allí plantados, oscilando un poco. De pronto, sin saber por qué, me oigo gritar…

—¡Oye, Spencer, que deberías comentarle a Rebecca tu PROBLEMA LEGAL!

No estoy seguro de por qué lo he dicho, pero ahí está. Creo, o mejor dicho estoy seguro, de que es porque intento ser amable, y simpático, y mantener viva la conversación. En fin, el caso es que lo digo, y que Spencer pregunta sin dejar de sonreír, tras una breve pausa:

—¿Y eso por qué?

—Porque es abogada.

—Estudio derecho, que no es lo mismo…

—No, pero bueno…

—¿Y qué problema legal tienes? —dice Patrick, interesado.

—Han denunciado a Spencer por hacer trampas con el paro… —digo.

—No puede ser… —dice Alice, súbitamente justiciera, y muy de izquierdas, y le aprieta el brazo—. Qué desgraciados… Pobre…

—Gracias, Brian… —musita Spencer, con una sonrisa que no acaba de serlo.

—Bueno, si no es verdad seguro que no te pasa nada —dice Patrick, distante.

—No, es que es verdad —digo yo, como simple aclaración.

—O sea, que tienes trabajo… —dice Patrick.

—Solo en negro. En una gasolinera —masculla Spencer.

—Bueno, hasta que lo pillaron…

La mirada de Spencer me impide seguir.

—Bueno, pues… —Patrick suelta una risita y se encoge de hombros—. Que tengas suerte, colega.

Spencer clava en mí una mirada hostil, mientras Rebecca arremete contra Patrick.

—¿Y si no hay trabajo?

—Hombre, trabajo sí hay, obviamente…

—No hay, no…

—Verías tú como sí.

—¡Si hay cuatro millones de parados! —dice Rebecca, que se empieza a poner desagradable.

—Tres millones; y él evidentemente no forma parte de ellos, ¿no? Ahí está la cuestión. Si trabajaba en negro, es obvio que podía encontrar trabajo, pero parece que con lo que cobraba no podía llevar el ritmo de vida que quería, y decidió quitarle dinero al Estado. —Me pregunto si seguirá refiriéndose a Spencer como «él»—. No se le puede reprochar al Estado que quiera recuperar algo al enterarse de que se lo han robado. A fin de cuentas, es mi dinero…

Bob Marley está cantando «No Woman, No Cry». Observo a Spencer, que se zampa su cerveza sin dejar de mirar con mala cara a Patrick, con los ojos entornados. Tras un segundo en que coinciden nuestras miradas, la mía vuelve rápidamente a Rebecca, que se ha puesto roja, y clava su dedo con beligerancia en el pecho de Patrick como si quisiera arrancarle el corazón palpitante.

—No es tu dinero. ¡Tú no pagas impuestos! —dice.

—No, pero los pagaremos; los pagaremos todos, y la verdad es que bastantes. Además, aunque te parezca anticuado, creo que tengo derecho a exigir que no se lo queden «desempleados» que no están desempleados de verdad…

—¿Aunque lo que se cobre del trabajo no dé para vivir?

—¡Eso no es mi problema! Si el empleado quiere mejorar de trabajo, puede hacer muchas cosas: apuntarse a un Plan de Oportunidades Juvenil, estudiar algo, subirse a la moto y ponerse a buscar…

Las siguientes palabras que pronuncia Patrick son «¡QUE ME LO QUITE ALGUIEN DE ENCIMA POR FAVOR!», porque Spencer se ha abalanzado sobre él, le ha puesto el antebrazo bajo la barbilla y lo tiene sujeto muy en alto contra la pared. Yo he visto pelearse a Spencer como siete u ocho veces, pero no deja de sorprenderme, como descubrir de golpe que sabe bailar claqué. En este caso, lo hace todo tan deprisa, y con tal habilidad, que al principio nadie se da cuenta fuera de nuestro círculo; todos siguen balanceándose al compás de «No Woman, No Cry». Luego Patrick empieza a patalear, dejando muescas en las paredes de pladur, y Spencer no tiene más remedio que sujetarle con todo su cuerpo, a la vez que le tapa la cara con su mano libre, cerrándole la boca.

—Venga, tío, por favor…

—Vale, a ver, pregunta número uno: ¿quién es «él»? —dice Spencer con voz sibilante, a pocos centímetros de la cara de Patrick.

—¿Qué quieres decir? —cecea Patrick.

—Has estado hablando todo el rato de «él». ¿Quién es «él»?

—Tú, claro…

—Suéltalo —digo yo.

—¿Y cómo me llamo?

—¿Qué?

—Ya vale, tío, por favor…

—Mi nombre, que cómo me llamo, pedante de ocho al cuarto —dice Spencer, que para mayor énfasis le aprieta a Patrick los mofletes y le echa la cabeza contra la pared.

Se oye rascar la aguja contra el disco, que de repente ya no suena, y todos empiezan a girarse. Ahora Patrick tiene la cara muy roja, y los dientes apretados. Intenta tocar el suelo con la punta de los pies, y farfulla, salpicando saliva y zumo de naranja.

—No… me… acuerdo…

—¡Esos dos, que paren ahora mismo! —grita alguien en la puerta, donde se ha empezado a concentrar la gente.

—¡Que llamamos a la Policía! —vocifera otro.

Spencer no hace ni caso. Le oigo decir en voz baja, tocando la frente de Patrick con la suya:

—Pues la respuesta correcta es Spencer, Patrick, y si me quieres dar algún consejo de trabajo, me tratas con un poco de respeto y me lo dices a la cara, pedazo de…

Se produce otro revuelo: es Patrick, que ha conseguido soltar un brazo y golpea la oreja de Spencer con la palma de la mano, un ataque más ruidoso que eficaz, y no del todo certero, pero que basta para que Spencer deje de apretarle el cuello. De pronto Patrick empieza a dar puñetazos y patadas como loco, bufando y escupiendo como un niño en plena rabieta. La gente grita y sale de espaldas de la pequeña habitación. En el caos, veo que Alice coge el brazo de Spencer para intentar llevárselo, como una heroína de cartel de película, pero él se la quita de encima, haciendo que se derrumbe de espaldas contra la ventana y se dé un ruidoso golpe en la cabeza. Veo que Alice frunce el ceño y se toca el cogote, para ver si hay sangre. Yo querría cruzar la habitación y cerciorarme de que no le haya pasado nada, pero Patrick sigue agitando los brazos como loco contra Spencer, que se ha agachado y lo esquiva. De repente Spencer ve su oportunidad: se levanta, pone una mano abierta en el pecho de Patrick para mantenerlo a raya, echa el otro brazo hacia atrás y canaliza todo su peso en el puño, que se estampa en un lado de la cabeza de Patrick con un sonido fuerte y húmedo, como de carne chocando con madera. Patrick gira una vez sobre sí mismo, dos, y cae de bruces en el suelo.

Hay un momento de silencio. Luego se lanzan varios a la vez hacia Patrick, que se ha tumbado boca arriba y se palpa la nariz y la boca por si hay sangre, cosa que encuentra en abundancia.

—Ay, Dios mío —masculla—. Ay, Dios mío.

Parece a punto de llorar. Justo entonces, Lucy Chang se abre camino entre la gente, le pone una mano detrás de la cabeza y le ayuda a incorporarse. A partir de ese momento, solo veo con claridad a tres personas.

Rebecca está en medio de la sala, tapándose la boca con las manos, entre la risa y el llanto.

Alice, apoyada en el marco de la ventana, mira boquiabierta a Spencer, mientras se frota el cogote con una mano.

Spencer le ha dado la espalda a Patrick y levanta la mano para examinarse los nudillos, jadeando. Me mira y resopla por los dientes apretados.

—¿Qué, nos vamos? —dice.

Abajo, todos cantan «With A Little Help From My Friends».