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PREGUNTA: ¿Qué festividades secretas grecorromanas empezaron siendo exclusivamente femeninas, se abrieron más tarde a los hombres y acabaron siendo prohibidas por el senado el 186 a. C., por su supuesta condición orgiástica?

RESPUESTA: Las bacanales.

Por norma general, sabes que peligra una fiesta cuando empiezan a poner canciones de musicales.

Al llegar a la puerta del 12 de la calle Dorchester, Spencer y yo oímos con atronadora claridad «Gee, Officer Krupke», de West Side Story. Suena en el equipo de la sala de estar, donde un coro de voces masculinas se esmera en cantarla hasta la última coma; y aunque a mí los musicales de Broadway me gusten como a cualquier hijo de vecino, cada cosa tiene su momento, y su sitio. Además, en este caso el hijo de vecino es Spencer, que, poco amigo de los musicales, en honor a la verdad, me mira con recelo.

—¿Seguro que es buena idea?

—Si ponen Starlight Express, nos vamos, ¿vale?

En ese momento abre la puerta Erin la Gata.

—¡Hola, Erin! —digo alegremente.

—Hola, Brian —suspira ella.

Nadie se mueve. Veo que Erin mira la cabeza rapada de Spencer.

—¡Te presento a mi amigo Spencer!

—¿Todo bien? —dice Spencer.

—Mmm —dice Erin.

Como está claro que no lo ve tan bien, muestro la botella de vino y cuatro latas de cerveza a guisa de incentivo, y al final abre la puerta.

—La cocina está allá al fondo —dice, antes de regresar a las duras calles del West Side neoyorquino, donde a los Jets, machotes y avispados, los interpretan tres chavales guasones, flacos y sobreexcitados del Departamento de Teatro.

Erin quita West Side Story, lo cual le honra, y pone algo de Sly and the Family Stone.

—¡Oh! ¡La siguiente era «I Feel Pretty»! —se enfurruña uno de los Jets.

Al ver que Spencer, de los Sharks, sacude la cabeza y se pasa la mano por donde antes había pelo, tengo la clara sensación de haber llegado a una fiesta con una escopeta cargada y amartillada.

De vuelta de desayunar con Rebecca, una vez que he comprobado que Spencer no me ha robado dinero, decido escribir un par de notas en mi libro de poesía. Empiezo una nueva página, justo al lado del poema de los «senos de alabastro».

El vaho y la grasa se condensan

en el escaparate de

un bar. Desayunos especiales

Luego me canso, y decido que por hoy probablemente baste; no tengo fuerzas, la verdad, así que me tumbo en el futón y empiezo a leer La balada del viejo marinero. Voy por «Era un anciano…» cuando el calor y los efluvios de la estufa de butano me hunden en un sueño oportunamente narcótico.

Al despertarme en la penumbra del atardecer, vestido, sudado y con la boca pegajosa, me encuentro a Spencer con los pies en mi escritorio, leyendo a Coleridge.

—¿Qué, Bello Durmiente, todo bien?

—¿Qué hora es?

—Sobre las cuatro.

Otra vez lo de siempre: la punzada de arrepentimiento por haber desperdiciado un día tan bueno como cualquier otro. Así se han escapado grandes trozos de mi vida, sobre todo durante las vacaciones largas del colegio; esos supuestos años mozos, de largos y cálidos veranos supuestamente idílicos, que se han evaporado en un brumoso letargo de resacas y paseos sin sentido por Woolworths, y siestas derivadas en migrañas, y pelis de terror barato vistas por decimoquinta vez con las cortinas echadas, y peleas e insultos de borracho, y comida a domicilio, y sueño a rachas, y otra vez resaca, y vuelta a Woolworths… Pero ¿no había tomado una decisión en firme? ¿No tenía que ser agua pasada, a estas alturas? Ya tengo diecinueve años; no puedo permitir que se me escape la vida entre los dedos. Entonces, ¿por qué lo he vuelto a hacer? Tras concluir que la culpa es de Spencer, me incorporo, gruñón.

—¿Quién te ha abierto?

—Un gilipollas con el pelo largo y un chaleco de terciopelo.

—¿Josh?

—«Josh». No muy simpático.

—¿Tú has estado muy simpático?

—Probablemente no. ¿Por qué? ¿Debería?

—Bueno, es que tengo que vivir con él, así que…

Spencer no dice nada. Se limita a dejar caer el Coleridge en el escritorio. Recibo una ráfaga de cerveza, cigarrillos y transpiración.

—¿Qué, dónde has estado?

—He ido al pub, he leído el periódico y he dado una vuelta por las tiendas.

—¿Te has comprado algo?

—¿Con qué?

¿Con lo mismo que la cerveza y los cigarrillos?, pienso, sin decirlo.

—Pero la ciudad está chula, ¿no?

—Sí, no está mal. —Spencer se pasa las manos por la cara—. Bueno, ¿y ahora qué?

—Pues… esta noche hay una fiesta que podría estar bastante guapa, aunque la verdad es que antes tendría que trabajar un poco…

—¡Anda ya!

—Que sí, Spencer…

—Vale, pues me quedo aquí sentado y leo algo.

No, que tengo que salir lo antes posible de este cuarto.

—Claro que también podríamos ir al cine… —digo.

Total, que vamos al cine, a la sesión de las cinco y cuarto, y vemos Amadeus, que a mí me parece una indagación bella y profunda en la genialidad. En cuanto a Spencer, duerme de principio a fin de la película.

La cosa, como de costumbre, se anima al ir al pub. Discutimos sobre la elección de las canciones en la jukebox, nos pulimos cincuenta peniques en la máquina tragaperras y nos sentamos en un reservado, a echarnos unas risas. Spencer me cuenta que Tone ha ingresado en el ejército de reserva.

—No puede ser…

—Que sí…

—Pero si está pirado…

—Da igual; los prefieren pirados.

—¿Y le van a dar armas?

—Sí, al final.

—¡Toma, yaaaaa! —decimos al unísono.

Caigo en la cuenta de que hace años que no decía «toma, yaaaaaa».

—Al principio, lógicamente —dice Spencer—, solo le enseñan a sentarse sobre el enemigo y tirarse un pedo en su cara…

—O a sorprenderle por detrás y restregarle los nudillos con fuerza en la cabeza…

—… antes de chorizarle el equipo de música…

—¡Me cago en la leche! El sargento Tone…

—La disuasión definitiva…

—El mundo libre puede dormir tranquilo. —Spencer le da un trago a la cerveza y añade—: ¿Pero sabes lo mejor? Que quiere que yo también me apunte. Se ve que considera que a mi vida le falta algo de orden y de disciplina.

—¿Te tienta?

—Muchísimo. Fines de semana en una tienda de campaña con olor a pedo en Salisbury Plain, con un montón de tories que flipan con las armas… La manera ideal de espabilarme.

Veo la ocasión de introducir el tema sin que se me note, así que mantengo la sonrisa y digo:

—¿Y no te has planteado ir a la facultad…?

Él, sin embargo, se da cuenta.

—Vete a la mierda, Bri. —No lo dice de malas, pero tampoco de buenas; solo con cansancio—. Además, la universidad solo es la mili de la clase media.

—¿Y yo qué? Yo no soy de clase media.

—Tú eres de clase media.

—Qué va…

—Que sí…

—Mi madre gana muchísimo menos que tus padres.

—Ya, pero no es cuestión de dinero; es cuestión de actitud.

—Técnicamente, es cuestión de quién tiene la propiedad de los medios de producción…

—No digas chorradas. Es cuestión de actitud. Aunque tu madre te mandase a una mina de carbón, saldrías igual, de clase media. Se te ve en lo que dices, en los libros que lees y en la peli que me has hecho aguantar; en tu manera de ir a las excursiones del cole y de gastarte el dinero en libros educativos y postales en vez de en cigarrillos y máquinas de marcianitos; en cuando pides pimienta negra en el fish and chips

—Eso nunca lo he hecho.

—¡Que sí, Brian! Estábamos juntos.

Lo cierto, dicho sea en mi defensa, es que no recuerdo haberla pedido, sino haberla elegido porque la tenían, pero bueno, no quiero ser quisquilloso.

—¿Qué te crees, que porque a alguien le guste leer, o quiera aprender algo, o prefiera la pimienta negra, o el vino a la cerveza, o lo que sea, ya es de clase media?

—Sí, más o menos…

—Pues hay quien te diría que eso es un estereotipo…

—Mira, Bri, el caso es que tú vas de socialista, pero si hubieras estado en la Revolución Rusa, y Lenin te hubiera encargado matar al zar y su familia, no lo habrías hecho. ¿Y sabes por qué? Porque habrías estado demasiado ocupado intentando ligar con la hija del zar.

Todos los restos de resaca matinal desaparecen después de la tercera pinta. Me admiro una vez más de los poderes reconstituyentes y medicinales de la cerveza rubia. Obviamente, la fiesta es una gran ocasión para profundizar en lo mío con Alice. He meditado mucho en cómo hacerlo, y he llegado a la conclusión de que el truco es ser Castigador y Distante. Son las consignas de esta noche. Castigador. Distante. Urge, pues, no emborracharme demasiado, así que cenamos cada uno tres bolsas de patatas fritas y unos cuantos cacahuetes tostados, para las proteínas, y ponemos rumbo a la fiesta.

Al llegar al 12 de la calle Dorchester, se nota que la fiesta está en ese momento en el que puede pasar cualquier cosa. Me basta un simple vistazo a la cocina para saber que la lista de invitados se decanta por lo teatral: ha venido casi todo el coro de Las bacantes, que habla al unísono, y Neil no sé cuántos —la estrella del montaje de Ricardo III con vestuario moderno que triunfó el pasado trimestre— está apoyado en la nevera, en afable conversación con el duque de Buckingham. Antígona, que es una de las anfitrionas, llena cuencos de algo con queso. A Alice aún no se la ve en ninguna parte. Estoy muy nervioso, sin saber por qué: si por lo que Spencer pensará de Alice, o por lo que Alice pensará de Spencer.

De pronto la veo en la puerta de la cocina, hablando con Ricardo III. Dado que ella no me ha visto, me apoyo en el fregadero, Castigador y Distante, y la observo. Se ha recogido el pelo, con un hábil despeinado, y lleva un vestido de noche muy ceñido, negro, de manga larga, hecho como con tela de leotardo, y muy escotado por delante, lo cual le da una especie de babero de escote impresionante. Me recuerda lo que se ponía Kate Bush en sus primeros conciertos, antes de tomar la decisión de concentrarse exclusivamente en sus grabaciones de estudio. La verdad es que está de muerte, incluidos los oscuros semicírculos de sudor que se le empiezan a formar en las axilas.

—Aquella es Alice —le susurro a Spencer.

—¿La de los senos de alabastro? —dice él.

No tengo tiempo de decirle nada más, porque Alice corre hacia el fregadero y se nos echa encima, gritando:

—¡Sal! ¡Sal! ¡SAL!

—Hola, Alice —digo yo, Castigador y Distante.

—¿Habéis visto la sal? Es que a alguien se le ha caído vino tinto en la alfombra afgana de Cathy…

—Te presento a mi mejor amigo, Spencer…

—Encantada, Spencer. ¡Brian, haz el favor de moverte, que necesito un trapo! —dice Alice, apartándome del fregadero.

Inevitablemente, me fijo en la blonda de sujetador de encaje negro, como de medio centímetro, que asoma por la parte superior de su leotardo.

—¡Aquí está la sal! —berrea Antígona.

Alice sale corriendo de la cocina con el trapo mojado.

—Era Alice —digo yo.

—Hombre, está claro que hay chispa entre vosotros, Bri…

—¿Tú crees?

—¡Y tanto! Se le ha notado en la manera de decirte que te apartases.

Le digo que se vaya a la mierda, y salimos de la cocina.

En el pasillo nos encontramos a Patrick y Lucy, que han llegado juntos, con los mismos litros de zumo de naranja de larga conservación, cosa que me parece rara, pero que achaco a la casualidad. Me pongo un poco nervioso al pensar que no le he contado a Spencer lo del programa, pero me tranquilizo diciéndome que es muy poco probable que surja el tema en una conversación informal, así que los presento sin perder la calma.

—¿Y de qué conocéis a Bri? —pregunta Spencer, portándose lo mejor que puede.

—Está en nuestro equipo —dice Patrick.

—¿Ah, sí? ¿Qué equipo? —pregunta Spencer, bebiendo de la lata.

—El de No hay más preguntas —dice Patrick.

Tiene la habilidad de retroceder justo a tiempo para que no le rocíen de cerveza.

—No puede ser —contesta Spencer, pasándose el dorso de la mano por la boca.

—Sí —digo yo con fatiga—. El equipo lo formamos nosotros tres y Alice.

—No me lo habías contado.

—No había tenido tiempo —digo, con una sonrisa de disculpa a Patrick y Lucy.

—¡Me cago en la leche! Brian Jackson en No hay más preguntas

—Sí.

—Aunque Brian, técnicamente, solo era el reserva… —añade Patrick—. Si el otro miembro del equipo no tuviera hepatitis…

—Saliendo en la tele de verdad… —se regocija Spencer.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Dentro de tres semanas.

—¿Con Bamber Gascoigne?

—Sí, con Bamber Gascoigne.

—Parece que te haga gracia —dice Patrick, con una sonrisita tensa.

—No, no, perdona, qué va; es que… bueno, es que me parece… increíble. Felicidades, Brian, colega. Ya sabes cuánto me gusta el programa…

Se vuelve a reír.

Patrick hace ruido por la nariz.

—Bueno —dice—, ahora vengo; voy por algo de beber.

Se pone el brick de zumo de naranja bajo el brazo y se va hacia la cocina, seguido por Lucy, que sonríe, violenta.

—Muy bien, Spencer… —digo cuando ya se han ido.

—¿Qué pasa? ¿Ahora qué he hecho?

—No, nada, troncharte en sus caras.

—Mentira.

—Que te digo que sí.

—Pues lo siento, Bri, pero es que siempre me había extrañado que hubiera gente tan empollona, rara y reprimida como para querer salir en ese programa, y ahora resulta que eres tú, Brian; eres tú…

En vista de que vuelve a reírse, yo también me río, y lo mando a la mierda. Entonces él me manda a mí a la mierda y yo le digo que se vaya a la mierda, y acabo preguntándome si es normal que dos amigos del alma se manden tan a menudo a la mierda.

Decidimos explorar el piso de arriba, y nos encontramos a las puertas de un dormitorio con un letrero de «Prohibido el paso» enganchado con celo. Entramos. Dentro hay un círculo de siete u ocho personas sentadas en el suelo, pasándose un porro y atendiendo a las explicaciones de Chris, el de las uñas sucias, que les sigue contando su épico viaje «Por el Punjab sin papel de váter», todo ello a los sones del primer Van Morrison. Del brazo de Chris está su novia, una Chris en miniatura, dentuda y con el pelo lacio, que seguro que se llama Ruth.

—Venga, vámonos —le susurro a Spencer.

Sin embargo, Chris me oye y se gira.

—¡Qué pasa, Bri!

—¡Hola, Chris! Chris va al mismo seminario que yo. Chris, te presento a Spencer, mi mejor amigo…

—¡¡Hola, Spencer!! —dice Chris.

—… y esta es Ruth —digo.

—La verdad es que me llamo Mary —dice Mary al girarse, sacudiendo las puntas de los dedos de Spencer—. Hola, Spencer, encantadísima de conocerte…

Se aparta un poco y da unas palmadas en el suelo, para dejarnos —u obligarnos— a formar parte del círculo.

Chris le pasa el porro a una rubia menudísima, de nariz respingona y diadema en el pelo, que apoya la espalda en la cama, con las piernas muy bien dobladas. No sé cómo se llama, pero la reconozco como la primera esposa de Ricardo III, lady Anne, y recuerdo vagamente el rumor de que es una lady de verdad, y acabará heredando buena parte de Shropshire. Ella coge el porro, aspira regiamente y nos lo ofrece.

—¿Chicos?

—Salud —dice Spencer, y aspira con gran fuerza, cosa rara, porque normalmente no sale del alcohol y del tabaco, y suele ser muy despectivo con los porreros—. ¿De qué hablabais?

—¡De la India! —dicen todos al unísono.

—¿Tú has estado, Spencer? —pregunta Chris.

—No, no, la verdad es que no… —mientras aguanta la respiración.

—Pero ¿has hecho un año sabático? —pregunta Mary/Ruth.

—Pues… no exactamente —dice él, y exhala despacio.

—¿Dónde estudias? —pregunta Chris.

—No estudio —dice Spencer.

—¡De momento! —añado yo, jovial.

Spencer me lanza una mirada y una sonrisa de cocodrilo, antes de fumar del porro con más fuerza que antes y pasármelo. Yo lo cojo, me lo pongo en la boca, toso, lo aparto y lo paso. Durante una breve pausa, todos escuchan sentados a Van Morrison, mientras yo toso. De pronto lady Anne se pone de rodillas.

—¡Ya sé! —ganguea—. ¡Vamos a jugar a «si esta persona fuera…»!

—¿Y eso qué es? —dice Spencer, exhalando despacio.

—Pues mira, se elige a una persona, salimos todos de la habitación y luego esa persona… No, me he equivocado: elegimos al que tiene que salir, y luego los que se han quedado dentro eligen a otra persona, y el que está fuera vuelve a entrar, y tiene que ir dando la vuelta, persona por persona, haciendo preguntas como… mmm… «Si esta persona fuera un tipo de clima, ¿qué tipo de clima sería?». Entonces el otro tiene que contestar y decir algo como «esta persona… —la que hemos elegido en secreto— ¡… sería un día de sol!», o «¡truenos!», o lo que sea; tiene que describir a esa persona en función de cómo la percibe, y entonces la persona que ha salido de la habitación le pregunta a la persona siguiente: «Si esta persona fuera un tipo de pez, o un tipo de ropa interior, por decir algo, ¿qué tipo de pez, o de ropa interior, sería?». Y esa persona…

Lenta, laboriosamente, dedica dos o tres días a explicar las reglas de «si esta persona fuera…», y así yo tengo tiempo de sobra para mirar a Spencer, que está sentado, con la boca entreabierta y cara de aturdido, sonriendo para sí sin decir nada. Oigo un chasquido, y al bajar la vista me doy cuenta de que estoy aplastando la lata de cerveza con la mano. Decido que tenemos que irnos.

—Ven, Spencer, vamos a por algo de beber —digo, cogiéndole el brazo para levantarle.

—Oooohhh… ¿No queréis jugar? —suspira Ruth, o Mary.

—Puede que más tarde. Es que necesito beber algo —digo yo, levantando la lata de cerveza llena.

Arrastro a Spencer hacia la puerta y la cierro. Menos mal que ya hemos salido de la habitación y que vamos de regreso a la escalera…

—¡Eh, que quería jugar! —se ríe Spencer a mi espalda.

Al girarme, lo veo apoyado en la pared para no caerse, con sonrisa de estar grogui. Fingiendo tener que ir al baño, señalo la puerta del rellano y me escondo.

Una vez dentro, me apoyo en el lavabo, me miro la cara de tonto en el espejo, esa carota de jamón en dulce, y me pregunto por qué habrá tenido que estropearlo todo Spencer. Yo lo quiero mucho, pero cuando se pone así, borracho y cruel, lo odio. Las borracheras sentimentales están muy bien, pero las crueles dan miedo. No es que se ponga violento, al menos de costumbre —menos si lo provocan—, pero tengo que conseguir que pare de beber, y no se me ocurre ninguna manera que no sea arrancarle la lata de la mano. Supongo que podríamos irnos y ya está, pero si esta noche no veo a Alice, pasará toda una semana hasta la siguiente reunión del equipo, y no puedo esperar tanto, de verdad. La cuestión es que en presencia de Spencer me está costando mucho ser Castigador y Distante.

Y lo peor de todo es que tengo que encontrar la manera de decirle que se tiene que ir mañana. Aquí dentro, con el pestillo echado, no hace falta que resuelva nada, claro… pero de repente llaman a la puerta, con urgencia, y al tirar de la cadena me doy cuenta de que mi predecesor se las ha arreglado para orinar en abundancia por todo el asiento de plástico negro. Sopeso la opción de limpiarlo; hasta me pongo una bola de papel de váter en la mano, pero al final decido que limpiar el pis ajeno es justo el tipo de comportamiento servil y degradante que me he esforzado en evitar, y que tampoco es responsabilidad mía. Recuerda: Castigador y Distante. Tiro de la cadena y salgo.

La primera de la fila es Alice.

Está en la puerta, hablando con Spencer y riéndose mucho.

—¡Hola, Brian! —dice, contenta.

—No soy yo el que se ha meado en el asiento del váter —contesto, Castigador y Distante.

—Ah, bueno, Brian, pues… me alegro de saberlo —dice ella.

Entra y cierra la puerta.