27

PREGUNTA: ¿Por qué nombre se conoce el calumet, un objeto ceremonial de la cultura de los nativos de Norteamérica?

RESPUESTA: La pipa de la paz.

Hacia las cuatro y media de la mañana, vomito.

Por suerte doy tumbos hasta el cuarto de baño y llego justo a tiempo, pero al levantar la vista del lavabo, con los labios húmedos, tembloroso y pálido, y ver mi cara en el espejo, casi estoy a punto de volver a vomitar, porque descubro que a lo largo de la noche me he convertido en una especie de hombre lagarto repulsivo y monstruoso, con un dibujo de escamas en forma de rombos por todo un lado de la cara. Me tapo la boca para que no oigan mis gritos. En ese momento me doy cuenta de que solo es la huella de los alambres del somier, así que me vuelvo a acostar.

A las ocho y cuarto se dispara la alarma, como un picahielos en mi oreja. Me quedo en la cama, oyendo el bombardeo de la lluvia en la ventana. No es mi primera resaca, ni mucho menos, pero responde a un nuevo tipo, raro, casi alucinatorio. Es como si me hubieran recalibrado todo el sistema nervioso, haciendo que hasta la menor sensación: la lluvia, la luz del flexo, el olor de la lata vacía de Special Brew que rodó por debajo de la camatenga en mí un efecto grotescamente exagerado. Siento una incómoda vitalidad en todas las terminaciones nerviosas, que hasta dentro del cuerpo palpitan, razón por la que llego a percibir la forma y la ubicación de mis órganos internos: los pulmones, que se inflan y desinflan húmedos, la masa gris amarillenta de mi hígado, exhausta, sudorosa, derrumbada contra mi espinazo, los riñones, hinchados, doloridos y amoratados, y el intestino grueso, caliente y sometido a espasmos. Intento moverme, para expulsar físicamente la imagen de mi cabeza, pero el roce del pelo contra la cojinera también suena amplificadísimo, así que me quedo muy quieto, de costado, mirando a Spencer, que está a menos de un metro, con la boca entreabierta, los labios salidos y una mancha de saliva opaca en mi almohada. Estoy lo suficientemente cerca como para oler su aliento, rancio, caliente y sofocante. ¡Caray, se me había olvidado el corte de pelo a lo skin! Parece un fascista; un fascista guapo y carismático, pero ya nos dice la historia que son los peores. ¿Y si esta noche, en la fiesta, me ven con él y se creen que tengo un amigo fascista? Puede que esta noche ya no esté. Puede que se haya vuelto a casa. Y puede que sea lo mejor.

Levantarse y sentarse al borde del somier parece hercúleo. Llego a oír los movimientos de mi estómago, cuyo contenido se asienta como podrían hacerlo unas natillas calientes, algo efervescentes, dentro de una bolsa de basura de plástico fino. Francamente, la idea de quitarme la ropa de anoche parece imposible, así que no lo hago; ni siquiera estoy seguro de poder atarme los cordones sin vomitar, aunque de alguna manera lo consigo. Luego me pongo mi abrigo manta y logro salir de casa sin que se despierte Spencer. Subo por la colina hacia el Departamento de Inglés. Llovizna sin parar, con ráfagas de viento. Se me había ocurrido algo tan peregrino como leer El bucle arrebatado caminando, pero se me empapan las páginas; además, el mero hecho de andar sin caerme ya pone al límite mi sistema nervioso.

A la entrada del aula, me apoyo en la pared y me restriego las manos por la cara, intentando darle otro color que el gris. En ese momento veo salir por la puerta a Rebecca Epstein, dando zancadas. Por un segundo me imagino que me ha visto, pero que prefiere pasar de largo; pero no, no puede ser, porque significaría que me ignora.

—¡Rebecca! —grito, pero se aleja deprisa por la calle, con el cuello de su abrigo de vinilo negro levantado, la cabeza inclinada contra el viento—. ¿Rebecca…?

Sujeto la bolsa de natillas con gas e intento correr sin mover la cabeza.

—¡Rebecca, que soy Brian!

—Ya lo veo. Hola, Jackson —dice ella inexpresivamente.

—¿Cómo estás?

—Muy bien.

Seguimos caminando.

—¿Ha estado bien la clase? —pregunto.

—Sí.

—¿De qué iba?

—¿Quieres saberlo de verdad, o solo me das conversación?

—Solo te doy conversación.

Creo ver un atisbo de sonrisa, pero es posible que me lo imagine, porque lo siguiente que dice es:

—¿Y tú no deberías estar yendo a clase?

—Bueno, en principio sí, pero no me veo muy capaz…

—¿Sobre qué es?

—¿Quieres saberlo de verdad, o solo me…?

—Por cierto, estás para el arrastre.

—Me alegro.

La noto hostil; claro que siempre lo parece, pero hoy más. Caminamos un trecho, ella delante, y me pregunto cómo es posible que alguien con las piernas tan cortas logre caminar a mucha más velocidad que yo.

—Becs, ¿te has enfadado conmigo, o qué te pasa?

—¿«Becs»? ¿Quién coño es «Becs»?

—Quería decir Rebecca. ¿Estás enfadada o no?

—No, enfadada no… Decepcionada.

—¡No, por Dios, tú también no! —Me mira por primera vez a los ojos—. Parece que últimamente decepciono a todo el mundo. No sé por qué. Yo me esfuerzo en no ser decepcionante, de verdad.

Rebecca se para, y nos quedamos un momento en la calle, bajo la lluvia. Me mira de los pies a la cabeza.

—Tienes la cara totalmente gris. Lo sabes, ¿no?

—Sí, ya lo sé.

—Y algo blanco al borde de la boca.

Me lo limpio con la manga del abrigo.

—Pasta de dientes —digo, sin estar seguro de que lo sea—. Oye, ¿has desayunado?

—¿Y tu clase?

Recuerdo mi resolución —ir a todas las clases que pueda—, pero me parece más importante Rebecca que las resoluciones.

—Creo que me la saltaré —digo en consecuencia.

Ella piensa un poco.

—Pues vamos —dice.

Bajamos caminando.

El vapor y la grasa de los desayunos empañan el escaparate del bar, condensándose en el cristal frío y encharcando nuestra mesa de formica roja. Tenemos un reservado para los dos solos. Rebecca se toma una taza de té y yo un café con leche, una lata de coca-cola, un bocadillo de beicon crujiente con salsa y una barrita Mars. Rebecca hace dibujitos con el dedo en el vaho del cristal, mientras yo hablo.

—… van a juzgarle por haber cobrado el paro sin derecho, cosa que personalmente me parece escandaloso; vaya, que si piensas en las millonadas que evaden todas las grandes empresas, sin que nadie mueva un dedo…

—… mmm…

—Total, ¿cuánto te pagan, veintitrés libras por semana, o una miseria así? Eso no da para que viva nadie. Además, ¿qué esperan que haga la gente, si no hay trabajo?

—Ya…

—Me gustaría ver a alguno de esos tories de mierda sobreviviendo con ese dinero… En fin, que me preocupa que Spencer me pida dinero prestado, porque no se lo puedo dejar; estando las becas como están…

En ese momento dejo de hablar, al darme cuenta de que Rebecca ha escrito la palabra «¡Socooorro!» al revés en el escaparate empañado.

—Perdona. Te aburro, ¿no?

—Bueno, Jackson, ya me conoces: normalmente, lo que más me gusta del mundo es pasarme la mañana hablando de la política social de los tories, pero es que… pues que en este caso no es lo importante. ¿Verdad que no?

—No, supongo que no. —Respiro hondo—. Perdona por lo de la otra noche.

—¿Sabes exactamente por qué te disculpas?

¿Lo sé?

—No, no exactamente.

—Pues entonces no es una disculpa, ¿no?

—No. Supongo que no.

Ahora que pienso en esa noche, se me ocurre que fue como meterse en una pelea de borrachos un viernes a la salida del pub: en el momento sientes una mezcla de excitación, intensidad y miedo, pero a toro pasado no estás muy seguro de quién le hizo qué a quién, y ni siquiera de quién empezó. Me planteo comunicarle a Rebecca esta analogía, pero a nadie le gusta que le digan que darle un beso es como que te peguen a las puertas de un pub, así que opto por otra cosa.

—Me supuse que era… nada, lo de siempre.

—¿Qué es lo de siempre?

—Eso, que soy un negado.

—Pues como yo, oye…

—No, mucho peor.

—Qué va…

—Que sí, que soy un desastre.

—Bueno, Jackson, no hace falta que entremos en dialécticas, ¿eh? —Rebecca bebe té, y es como si lo masticase—. Mira —dice—, la cuestión es que me emborraché y que me equivoqué; «leí mal las señales», o como se diga, y la verdad es que no estoy especialmente enfadada contigo; lo único que me da es vergüenza. No tengo mucha costumbre de ponerme… —Suelta una risita amarga—. Vulnerable. ¿Se dice así? —Se chupa la punta de un dedo y lo usa para coger migas de beicon de mi plato—. De todos modos, seguro que aprendo a amar de nuevo.

Está claro que la conversación está tomando derroteros novedosos, e intrigantes, así que me inclino encima de la mesa, apoyo la cabeza en el cristal mojado de una forma que a mi juicio denota una especie de sensibilidad melancólica, y digo en voz baja:

—Oye, y ¿tú has tenido… malas experiencias, en lo emocional? Emocionalmente hablando, digo, en tu vida…

Rebecca se queda con la taza a medio camino de la boca, y mira por encima de ambos hombros.

—Perdona, pero ¿me estás hablando a mí?

—Es normal que te lo pregunte, ¿no?

—Será normal, pero ¿a ti qué coño te importa? ¿Qué quieres que te diga, que es porque mi padre no me dejó tener un pony? Me emborraché y me apeteció un poco de contacto humano, o como se diga, así que hice avances y me los rechazaron. Tampoco es nada del otro mundo. Que en este puto sitio sean todos emocionalmente incontinentes no quiere decir que tenga que serlo yo…

—Me parece que eres demasiado malhablada.

—Y un huevo.

—Me parece que si dices todo el rato palabrotas, devalúas su eficacia.

—¿A ti qué cojones te pasa, que eres Mary Poppins? —dice Rebecca, aunque sonríe un poco. Supongo que es a lo máximo que puedo aspirar. Bebe un sorbo de té, mira por el escaparate y dice como si tal cosa—: En fin, si quieres saberlo, la última relación que tuve acabó en una clínica de abortos, o sea, que… bueno… la cuestión es que no me tomo estas cosas con tanta libertad y naturalidad como otros. Y punto.

No sé cómo reaccionar. Mejor dicho, sé cómo reaccionar desde el punto de vista político, pero no estoy muy seguro de qué reacción se espera de mí como ser humano. No sé qué hacer con la cara. Quizá sea cuestión de no ponerse demasiado serio, ni darle demasiada importancia.

—¿Quién era?

—Uno de mi ciudad; uno que no me debería haber tirado. Nadie que conozcas —dice, haciendo agujeros en mi servilleta arrugada.

—¿Y pasó de ti por…?

—No, claro que no; bueno, enseguida no. Qué va. Fue complicado… —Suspira, me mira y sigue con la servilleta—. Se llamaba Gordon. Hicimos juntos el bachillerato. El primer amor de verdad, y todo ese rollo. Llevábamos saliendo seis meses, y en verano pensábamos hacer un interraíl, después de selectividad. Luego queríamos tomarnos un año sabático para irnos a vivir al extranjero, a ver qué tal la cosa, si estábamos… pues por la labor. Total, que salimos de viaje por Europa, viendo monumentos y durmiendo en la playa; muy en plan tortolitos. Luego, a medio viaje, cuando estábamos en España resultó que estaba embarazada. Lo hablamos a fondo, decidimos qué hacer, volvimos enseguida y lo zanjamos. Él dijo que lo superaríamos juntos; dijo que estaría a mi lado, y lo estuvo, pero solo una semana y media. Bueno, ya lo sabes.

—¿Y tú lo…? Vaya, que si lo querías…

Rebecca frunce el ceño y aprieta los labios, pero no contesta; solo mira por el escaparate y sigue toqueteando la servilleta arrugada. Yo no sé qué decir, pero tengo la sensación de que algo debería decir.

—Bueno, seguro que en ese momento hiciste lo mejor.

La mirada de Rebecca es penetrante.

—Brian, ya sé que hice lo mejor. No te estaba pidiendo tu visto bueno…

—No, ya lo sé…

—… ni hace falta que pongas esta voz de lelo…

—¿Qué voz?

—Ya lo sabes. La gente aborta, ¿sabes? Mucho. Más de lo que te imaginas.

—Ya lo sé.

—Y tampoco es que nos quedemos todas hechas polvo; no nos quedamos en un rincón leyendo a Sylvia Plath. La mayoría de las mujeres siguen con sus cosas…

—No lo dudo.

—… o sea, que cambiemos de tema, ¿vale?

—Vale.

—¿Eso es tu barrita Mars? —dice ella.

Paso un momento de nervios, al no acordarme de si tenemos que hacer boicot a las barritas Mars.

—Sí.

—Pues dámela. —Se la doy, obediente. Rebecca muerde un trozo y lo mastica un momento—. ¿Por qué todo lo que comes y bebes es marrón? Nunca había visto tanta comida marrón. ¿Sabes que no te haría ningún daño comer de vez en cuando algo de fruta y verdura?

—Pareces mi madre —digo.

—Pues es muy sensata. Deberías hacerle caso. Y a mí también. —Da otro mordisco—. Bueno, qué, ¿la has visto? —dice con la boca llena.

—¿A quién, a mi madre?

—No, a tu madre no…

—¿Pues a quién?

—Ya lo sabes; a la Farrah Fawcett de los cojones.

—Ah, solo un par de veces.

Da otro mordisco y lanza el Mars por la mesa, hacia mí. Aterriza por la punta pegajosa.

—¿Y qué, todavía te… gusta?

Reconociendo el peligro —muy real— de acabar con una cucharilla en el ojo, mido mucho mis palabras.

—Creo que sí —me limito a decir.

—¿Y qué crees que piensa ella de ti?

—Creo que me encuentra… interesante.

Me mira y está a punto de decir algo, pero luego se gira hacia la ventana y empieza a dibujar en la condensación, esta vez una carita feliz.

—«Interesante», ¿eh? Pues qué insistencia más conmovedora, la tuya. Tesón ante la indiferencia; muy… animoso —dice, con una mueca algo burlona.

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, tampoco es que tenga muchas opciones.

—No, no, Brian; posibilidades siempre hay. Siempre se tiene la opción de no ser un infeliz como la copa de un pino.

A mediodía, cuando llego a casa, veo salir a Marcus, que cierra la puerta con llave. Me escondo detrás de una pared y me planteo incluso huir, pero aún no he recuperado todo el control de mis piernas. Además ya me ha visto: espera en el primer escalón, dándose golpes en la palma con un rodillo de cocina invisible.

—¡Hola, Marcus!

—Hola, Brian.

Intento esquivarle y llegar hasta la puerta para protegerme de la llovizna, pero él no se mueve.

—Perdona por lo de esta noche, Marcus —digo.

Mequetrefe.

—Ya sabes que no está permitido que se queden invitados a dormir en los alojamientos universitarios, ¿no?

—Sí, ya lo sé… —digo, quitándole las gafas de aviador.

—Vaya, que igual a Josh y a mí nos gustaría tener invitados, pero no los tenemos por respeto a las normas de la universidad…

—Ya lo sé, Marcus… —digo, partiendo las gafas por el puente.

—¿Cuánto se va a quedar?

—No lo sé, un par de días; hasta que lo tenga todo un poco más claro.

Tiro las gafas rotas al suelo y aplasto los cristales con el pie.

—Pues no me ha dado la impresión de que pueda aclararse en un par de días.

Levanto la vista hacia la ventana de mi cuarto, temiendo que Spencer siga en la cama y nos oiga.

—¿Mañana? —propongo en voz baja—. Mañana se habrá ido.

Marcus lo valora, y al final le parece aceptable.

—Vale, mañana, pero no más tarde —dice, rozándome al pasar.

Yo le pongo un pie en la base de la espalda y lo lanzo a una caída mortal por los escalones de piedra.

—Que pases buen día, ¿eh? —digo.

A la luz gris de media mañana, mi dormitorio es un amasijo de somieres, fundas de discos, abrigos, colchones, edredones y toallas húmedas. Flota un olor punzante, efervescente, a amoníaco y alcohol. Tengo la sensación de que si hubiera entrado fumando un cigarrillo, el dormitorio me habría explotado en la cara, así que abro la ventana al máximo, a pesar de la lluvia, y enciendo la luz del techo para ver si Spencer sigue tumbado bajo alguna manta. No, no está. Lo que hay es una nota encima de la mesa, escrita de cualquier manera sobre un A4 pautado.

«Me he ido al pub. Hasta luego».

Según la alarma de viaje de la repisa, son las doce menos cinco. Al lado de la alarma está el montón de calderilla que me saqué de los bolsillos ayer por la noche. Serán aproximadamente cuatro libras con cincuenta y cinco. De todos modos, lo cuento por si acaso.

Cuatro libras con cincuenta.

Y no sé qué me entristece más, si la idea de Spencer en un pub antes de mediodía, o comprobar que no me haya robado dinero.