26

PREGUNTA: ¿Qué variedad hidratada, translúcida y de grano fino del yeso se formó por la estratificación dedepósitosprecipitadosporla evaporacióndeagua del mar, y se ha usado mucho en la escultura, donde recibe a veces el nombre de mármol florentino?

RESPUESTA: El alabastro.

—¡Spencer! ¿Qué haces tú aquí?

—No, nada, es que se me ha ocurrido venir a verte. —Subo corriendo a abrazarlo y él me da un puñetazo en el hombro. Hacemos ese bailecito raro de los chicos cuando se saludan—. Además, me habías invitado…

—Sí, ya lo sé, pero… oye, ¿qué te has hecho en el pelo?

Se pasa una mano por la cabeza, rapada al cero.

—Es el look de fugado de la cárcel. ¿No te gusta? —dice.

Me fijo en que habla con dificultad, señal de que se habrá emborrachado en el tren.

—¡Sí! Sí, es muy… atrevido. ¿Quién te lo ha hecho?

—Yo.

—¿Por una apuesta, o…?

—Vete a la mierda, Brideshead. ¿Qué, me dejas entrar o no?

—Pues claro.

Abro la puerta con llave, enciendo las luces del pasillo y nos encajamos entre la pared y las bicis. También lo veo cambiado en otras cosas: los ojos, hundidos y cansados, con la piel de debajo violácea, como si tuviera cardenales. Hace un frío glacial, pero Spencer solo lleva una Harrington vieja y arrugada que recuerdo del colegio, y su equipaje consiste en una fina bolsa de plástico donde no veo nada aparte de dos latas de cerveza.

—He llamado esta mañana y he hablado con un tío pijo —dice al subir por la escalera.

—Es mi compañero de piso, Josh. Tengo dos, Josh y Marcus.

—¿Y qué tal son?

—Bien, bien, pero no de tu tipo, la verdad.

—¿Y del tuyo sí?

—La verdad es que no creo que sean del tipo de nadie.

Ya estamos frente a mi habitación. Abro la puerta.

—Conque es aquí donde pasan las cosas, ¿eh? Muy bonito…

Me quito el abrigo y lo echo sin que se note encima de las pesas, antes de que las vea.

—Como si estuvieras en tu casa. ¿Quieres una taza de café, o de té, o alguna otra cosa?

—¿Tienes alcohol?

—Puede que haya un poco de cerveza casera.

—¿Cerveza casera?

—Bueno, es de Marcus y Josh.

—¿Y a qué sabe?

—Un poco a pis.

—Pero ¿lleva alcohol?

—Sí.

—Pues venga.

Mal que me pese, lo dejo solo en mi habitación y corro a la cocina en busca de cerveza. Yo también necesito tomar algo. La llegada de Spencer me ha descolocado totalmente, en parte porque se nota que está un poco raro, de mala leche, y supongo que también porque nunca había previsto no alegrarme de verlo. También estoy un poco nervioso, porque pienso que puedo haberme dejado el cuaderno de poesías encima de la mesa, abierto por un proyecto de soneto erótico en el que estoy trabajando. El primer verso contiene las palabras «senos de alabastro», y como las lea Spencer, me perseguirán toda mi vida.

De repente oigo el principio de los Conciertos de Brandeburgo a todo volumen en mi habitación, de modo que, cogiendo los tazones de cerveza, vuelvo a toda prisa y me lo encuentro sentado frente al escritorio, con un cigarrillo en la boca, la funda del disco de Bach en una mano y el Manifiesto comunista en la otra.

—¿Qué, ahora qué eres, comunista o socialista?

—Supongo que socialista —digo, bajando el volumen.

—Ya. ¿Y en qué se diferencian?

Sé muy bien que lo sabe y que me toma el pelo. Aun así, se lo explico.

—Los comunistas se oponen a la idea de la propiedad privada de los medios de producción, mientras que el socialismo consiste en trabajar por…

—¿Por qué tienes el colchón en el suelo?

—Es un futón.

—Ah, un futóoon… ¿Qué pasa, que te lo ha enseñado la chinita?

—«Chinita»: ¡racismo y sexismo en una sola palabra! —digo, metiendo en el cajón el poema de los senos de alabastro—. De hecho, Lucy nació en Minneapolis. Que sea de origen chino no quiere decir que sea china.

—¡Caray, tenías razón! Sí que es como pis, esta cerveza. ¿No podríamos bajar al pub, o algo?

—Un poco tarde, ¿no?

—Aún nos queda una media hora.

—Tengo que leer un poco para mañana por la mañana.

—¿Qué tienes que leer?

El bucle arrebatado, de Pope.

—Suena guarro. Pues lo haces por la mañana, ¿vale?

—Mira…

—¡Venga, tío, solo un ratito!

Naturalmente, sé que no me conviene, pero de pronto el cuarto se me hace demasiado pequeño y con demasiada luz, y emborracharme se me antoja una necesidad, así que digo «vale» y nos vamos al pub.

Cuando llegamos al Flying Dutchman, todavía está lleno. Esperando en la barra, miro hacia Spencer, que entorna sus ojos rojos y pasea una mirada hostil por el local, chupando otro cigarrillo con cara de vinagre. Me pido una pinta, y para él una pinta y un vodka.

—Es un pub de estudiantes, ¿no? —pregunta.

—No lo sé. Supongo que sí. ¿Vamos a ver si encontramos una mesa?

Nos abrimos camino hacia el fondo, con las pintas sobre la cabeza. Encontramos una mesa vacía, y una vez instalados nos quedamos un rato en silencio.

—Qué —digo yo—, ¿por casa qué tal?

—Pues… fabuloso, de primera.

—¿Y cómo es que has venido?

—Me invitaste tú, ¿no te acuerdas? «Ven cuando quieras».

—Claro, claro.

Se queda un momento callado. Luego parece decidirse, y dice, con una despreocupación algo forzada:

—Además, ya te he dicho que soy un preso fugado, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, digamos que tengo un problemilla. Con el sistema legal.

Me río, pero luego paro.

—¿Por qué? No te habrás vuelto a pelear…

—No, es que me han pillado. Con lo de cobrar el paro.

—Lo dices en broma…

—No, Bri, lo digo en serio —contesta él, cansado.

—¿Cómo puede ser?

—No lo sé, se habrá chivado alguien, supongo. Oye, ¿no habrás sido tú?

—Sí, Spencer, he sido yo. ¿Y ahora qué pasará?

—Pues no lo sé. Supongo que dependerá del magistrado.

—¿Vas a ir a juicio?

—Pues sí. Parece que se han puesto serios con el tema, y comparezco el mes que viene. Qué buena noticia, ¿verdad?

—¿Y qué piensas decir?

—¿En el juicio? Todavía no lo sé. Se me ha ocurrido que podría alegar que fueron órdenes de Dios.

—¿Y aún trabajas en la gasolinera?

—Pues no exactamente, no.

—¿Por qué?

—Porque me pillaron.

—¿Haciendo qué?

Se toma un buen trago de vodka.

—Metiendo mano en la caja.

—¡Lo dices en broma!

—Brian, ¿por qué insistes en que digo algo en broma? ¿Te crees que yo a estas cosas les veo alguna gracia?

—No, solo quería decir que…

—Tenían escondida una cámara sobre la caja, y me pillaron llevándome dinero al final de la noche.

—¿Cuánto?

—No sé; uno de cinco, a veces uno de diez… Un poco por aquí y un poco por allá, de no marcar chuches, patatas, y esas cosas.

—¿Y también te van a denunciar?

—No, no pueden, porque no me tenían declarado, pero digamos que mi jefe no estaba muy contento. Se ha quedado con parte de mi sueldo y me ha dicho que como me vuelva a ver, me parte las piernas…

—¿Cuánto se cree que te has llevado?

—Pues unos doscientos.

—¿Y cuánto te has llevado?

Spencer expulsa el humo.

—Doscientos suena bastante exacto.

—Spencer, coño…

—¡Joder, Brian, que me pagaban la hora a una libra con ochenta! ¿Qué carajo se esperaban?

—¡Ya, ya, ya lo sé!

—Además, siendo comunista creía que no estabas de acuerdo con la propiedad privada.

—No lo estoy, pero Marx habla de los medios de producción, no de lo que hay en la caja de una gasolinera; además, no lo critico. Y yo lo que soy es socialista. Lo único que pienso es que es una pena. ¿Tus padres qué dicen?

—Uy, están orgullosísimos. —Se bebe como media pinta de un trago—. En fin, la cuestión es que estoy rejodido.

—Pero ya conseguirás otro trabajo, ¿no?

—Hombre, claro; un delincuente común sin estudios, sin trabajo y con antecedentes. Para un mercado laboral tan competitivo como el de hoy en día, soy una puta perla. ¿Quieres otra pinta?

—Media, puede.

—Pues tendrás que ir a buscarlas, que yo no ando muy fino, económicamente hablando.

Vuelvo, pues, a la barra, cojo las pintas y acepto que probablemente esta noche no acabe leyendo El bucle arrebatado.

Huelga decir que somos los últimos en salir del pub. Cuando en la barra ya no sirven más, Spencer se dedica a vaciar en nuestros vasos lo que queda en los otros, cosa que yo no debo de haber hecho desde los dieciséis, y de resultas de ello volvemos bastante borrachos a Richmond House, donde nos acabamos los tazones de cerveza lechosa de fabricación casera y abrimos las dos latas de Special Brew en que consiste el equipaje de Spencer, junto con el Daily Mirror y una empanadilla medio consumida. Yo le cuento lo de Año Nuevo y Alice, y mi versión del encuentro con su madre desnuda en la cocina. Spencer se relaja un poco, y por primera vez se ríe: una risa generosa, de las de verdad, no de sorna, ni entre dientes.

Me levanto para cambiar de disco: pongo The Kick Inside, el álbum de debut de Kate Bush, excepcional pero difícil. Spencer, que vuelve a ser él, se ríe durante toda «The Man With The Child In His Eyes», y se burla de mi colección de discos y de las postales de la pared. Para distraerle, le pongo la compilación que me grabó, Recopilación de Bri para la uni, y nos dejamos caer borrachos en el futón, viendo cómo el techo se tuerce, comba y gira encima de nosotros mientras escuchamos «The Bottle» en la voz de Gil Scott-Heron.

—Sabes que sales, ¿no?

—¿Dónde?

—En esta canción. Escucha… —Spencer se acerca a cuatro patas al equipo de música, aprieta el stop y rebobina—. Escucha muy atentamente…

Empieza la canción: una grabación en directo cuyos primeros dieciséis compases solo son de órgano eléctrico y percusión. Después entra una flauta jazz, y Gil Scott-Heron dice algo que no alcanzo a oír bien…

—¿Lo has pillado? —dice Spencer con entusiasmo.

—No…

—Escúchalo otra vez, sordo; escucha bien. —Pulsa rewind, stop y play, pone el volumen a tope, y esta vez oigo con bastante claridad que Gil Scott-Heron dice: «¡A la flauta, Brian Jackson!». El público aplaude—. ¿Lo has oído?

—¡Sí!

—¡Eres tú!

—¡A la flauta, Brian Jackson!

—Otra vez…

Aquí está de nuevo: «A la flauta, Brian Jackson».

—Increíble. Nunca lo había oído.

—Eso es porque nunca escuchas las recopilaciones que te grabo, filisteo de mierda.

Spencer gatea hasta el futón y se tumba. Escuchamos la canción durante aproximadamente un minuto, y yo decido que en definitiva sí me gusta el jazz, o el soul, o el funk, o lo que sea. Resuelvo explorar más a fondo el mundo de la música negra.

—¿O sea, que la que te gusta es Alice? —dice Spencer finalmente.

—No es que me guste, Spencer, es que la quiero…

—La quieres…

—La quieeeeero…

—La quieeeeeeres…

—La quiero total y absolutamente, con toda el alma…

—Pensaba que querías a Janet Parks, veleta, más que golfo…

—En comparación con Alice Harbinson, Janet Parks es un saldo. «No es Janet Parks, sino Alice Harbinson quien me enamora./ ¿Quién podrá comparar un cuervo a una paloma?».

—¿Y eso qué es?

El sueño de una noche de verano, segundo acto, tercera escena.

—Eres un papanatas, Jackson. ¿Y podré conocerla, a la tal Alice?

—Puede que sí. Mañana por la noche hay una fiesta. Si aún no te has marchado…

—¿Quieres que interceda en tu favor, colega?

—No sirve de nada, colega. Ya te he dicho que es una diosa. Pero ¿y tú?

—No, colega, yo no; ya sabes que soy un robot.

—A alguien querrás…

—Solo a ti, colega, solo a ti…

—Bueno, vale, yo a ti también te quiero, colega, pero eso no es amor sexual, romántico, ¿no?

—Pues claro que es sexual. ¿Para qué te crees que vengo de tan lejos? Porque te deseo. Bésame, grandullón.

Spencer salta sobre mí y se sienta en mi pecho, haciendo ruido de besos húmedos. Yo intento apartarle, y se convierte en una pelea…

—Venga, Bri, ríndete, que sabes que lo deseas…

—¡Suéltame!

—¡Bésame, amor mío!

—¡Spencer, que me haces daño!

—No te resistas, cielo…

—¡Que me sueltes! Te has sentado encima de mis llaves, maricón…

En ese momento llaman a la puerta, y aparece Marcus parpadeando en la entrada, con ojos de topo tras unas gafas de aviador torcidas. Lleva su bata roja de felpa.

—Brian, que son las dos y cuarto. ¿Hay alguna posibilidad de que apagues la música?

—¡Perdona, Marcus! —digo yo.

Me arrastro por el suelo hacia el equipo de música.

—Hooooolaaaa, Marcus —dice Spencer.

—Hola —masculla Marcus, subiéndose las gafas.

—Marcus es un nombre muy bonito, Marcus…

—¡Marcus, te presento a mi mejor amigo, Spencer! —digo, ceceando.

—No hagáis tanto ruido, ¿vale?

—Vale, Marcus; encantado de conocerte, Marcus… —Y con la puerta ya cerrada—: ¡… adiós, Marcus, capuuuullo!

—¡Shhhh! ¡Spencer!

Con la música apagada ya no tiene tanta gracia, así que con cierta dificultad, y bastante ruido, sacamos el pesado somier de metal de detrás del armario y lo dejamos junto al futón. Se celebra un corto debate sobre quién duerme dónde, pero Spencer se queda el futón —a fin de cuentas es el invitado— y yo me acuesto en el somier de puro alambre, vestido de los pies a la cabeza, bajo una montaña de abrigos y toallas, con la cabeza sobre una gruesa almohada de poliéster, sintiendo que el suelo se mueve y gira debajo de mí, y anhelando volver a estar sobrio.

—Bueno, Spency, ¿cuánto vas a quedarte?

—No lo sé; puede que un par de días. Hasta que lo vea todo un poco claro. ¿Te va bien, colega?

—Pues claro que me va bien. Quédate todo el tiempo que quieras. Para eso están los amigos, ¿no?

—A tu salud, colega.

—A la tuya.

—Pero estás bien —digo al cabo de un rato—, ¿no, colega?

—No sé, colega, no lo sé. No estoy seguro. ¿Y tú?

—¡De coña!

—«¡A la flauta, Brian Jackson!» —dice al cabo de un rato.

—A la flauta, Brian Jackson… —digo yo.

—Y el público enloquece… —dice él.

Luego nos dormimos.