PREGUNTA: ¿Dónde se encuentran el pons, el fascículo arcuato, el área de Wernicke y la cisura de Rolando?
RESPUESTA: En el cerebro.
Es verdad, me estoy atontando. ¿O se dice «entonteciendo»? Y no solo por haber estado a punto de no entrar en el equipo de No hay más preguntas, sino por las clases: entro, me siento con los ojos brillantes, todo oídos, y aunque se trate de algo por lo que sienta un interés sincero, como la poesía metafísica, o la evolución de la forma del soneto, o el ascenso de las clases medias en la novela inglesa, al cabo de unos diez minutos me siento tan perdido y desorientado como si escuchase un partido de fútbol por la radio. Entro en una biblioteca universitaria a la que poco le falta para gemir literalmente por el peso y la amplitud descomunales del saber humano, y siempre me pasan las mismas dos cosas: a) empiezo a pensar en el sexo, y b) tengo que ir al lavabo. Voy a clase y me duermo, o no me he leído el libro porque me duermo constantemente, o para empezar no entiendo el libro, o no capto las referencias, o miro por la sala en busca de chicas; e incluso si entiendo la clase, no sé qué decir acerca de ella; ni siquiera sé si estoy de acuerdo o en desacuerdo. Me han dado la oportunidad, completamente a expensas del Estado, de estudiar obras de arte bellas, atemporales y admirables, pero la reacción que provocan en mí nunca es más profunda que levantar o bajar el pulgar. Y al mismo tiempo, en la primera fila, algún joven intenso, inteligente y de pelo lustroso levanta la mano y dice algo así como: «¿No le parece, formalmente hablando, que el lenguaje de Ezra Pound es demasiado hermético para ser legible en términos estructurales?». Y aunque entienda las palabras tomadas una a una —«legible», «formalmente» y «es», e incluso «hermético»—, no tengo la menor idea de lo que significan al ser colocadas en ese orden concreto.
Lo mismo me pasa al intentar leer: todo se me hace un revoltijo en la cabeza, y el resultado es que un poema importante y profundo, como el «Mont Blanc» de Shelley, se convierte en lo siguiente: «El universo eterno de las cosas / por la mente fluye, y con raudo bla bla / Ora os bla bla bla bla bla / Ora bla bli bla bli bla», hasta venirse abajo y desmoronarse. Claro que si Shelley hubiera sacado «Mont Blanc» como single de siete pulgadas, podría recitarlo hasta la última coma y decir hasta qué puesto llegó en las listas, pero al tratarse de «literatura», intelectualmente «exigente», estoy perdido. Lo triste es que a mí me encantan Dickens, y Donne, y Keats, y Eliot, y Forster, y Conrad, y Fitzgerald, y Kafka, y Wilde, y Orwell, y Waugh, y Marvell, y Greene, y Sterne, y Shakespeare, y Webster, y Swift, y Yeats, y Joyce, y Hardy; de verdad, de verdad que a mí me encantan. Lo que pasa es que yo a ellos no.
¿Desde cuándo es así? ¿Por qué no sale nada como debería? A fin de cuentas, el cerebro es un músculo, y yo creía que con el debido ejercicio, con el debido adiestramiento, se convertiría en un cúmulo de proteínas ágil, dinámico y con gran carga eléctrica. En vez de eso, tengo la sensación de que mi cabeza contiene una materia caliente y húmeda, algo gris, graso, inútil, como lo que hay dentro de los pollos del supermercado, envuelto en plástico. De hecho, ahora que lo pienso, ni siquiera estoy seguro de que el cerebro sea técnicamente un músculo. ¿Será un órgano? ¿O tejidos? ¿O una glándula? El mío está claro que me lo noto como una glándula.
Y nunca ha estado más glandulesco que esta noche, en la reunión del programa en el piso de Patrick. Al ser la primera del nuevo año, y al faltar solo un mes para nuestra primera participación televisada, Patrick se muestra especialmente susceptible, sobre todo porque está a punto de explicar una novedad emocionante en el sistema: ha aprovechado las vacaciones navideñas para fabricar timbres. Cuatro aparatos con alimentación a pilas, a base de luces navideñas y timbres de puerta atornillados a recuadros de contrachapado del tamaño de un elepé, que ha pintado con esmalte rojo. Es evidente que está muy orgulloso de su innovación, porque casi no tengo tiempo de saludar a Lucy Chang y felicitarle el Año Nuevo, o de preguntarle a Alice por la prueba: Patrick ya nos ha sentado en el sofá, ya nos ha puesto el timbre en las rodillas, ya toma asiento en una silla giratoria de oficina, con un grueso fajo de tarjetas de diez por quince, y tras ajustar el flexo por encima de su hombro, empieza.
—Bueno, primera pregunta: por diez puntos, ¿qué primer ministro británico del siglo XVIII recibió el apodo de Great Commoner?
Toco el timbre.
—¿Gladstone? —digo.
—No —dice Patrick—. ¿Alguien más?
—¿Pitt el Viejo? —dice Alice.
—Correcto. Menos cinco puntos, Brian. Del siglo XVIII, he dicho, ¿no?
—Sí, sí que lo has dicho…
—Y Gladstone era del dieci…
—Ya lo sé.
—Bueno, a ver: ¿cuál de los siguientes países no tiene salida al mar? Níger, Mali, Chad o Sudán.
Creo que esta la sé, así que toco el timbre y digo…
—¡Sudán!
—No —dice Patrick.
—¿Todos menos Sudán? —dice Lucy Chang.
—Correcto. Ya son menos diez, Brian. Vamos a ver: ¿de qué órgano forman parte el nervio vestibular, el tensor del tímpano, las ampollas, el utrículo y el sáculo?
No tengo ni idea, pero descubro que aun así he apretado el timbre.
—¿Brian? —gruñe Patrick.
—Perdona, es que he apretado sin querer…
—Pues ya son menos quince puntos…
—Ya lo sé, ha sido sin querer, me ha resbalado el dedo…
—¿Cuál es la respuesta, Lucy?
—¿El oído?
—Exacto, el oído. ¿Tú qué estudias, Lucy?
—Medicina.
—¿Y tú, Brian? ¿Qué estudias?
—Literatura ingle…
—Exacto. Literatura inglesa. ¿Y no te parece que Lucy debería de tener más conocimientos para contestar?
—Seguro que sí, pero es que me ha resbalado el dedo, ya te digo. Son muy sensibles al tacto, estos timbres…
—¿O sea, que es culpa de mi timbre?
—Bueno…
—¿Y cuando llegue el día, no crees que los timbres de verdad también serán sensibles al tacto?
—Seguro que sí, Patrick…
—Porque yo los he usado, tíos, y os aseguro que hay que estar muy, pero muy seguro de la respuesta antes de pulsarlos…
—Bueno, ¿seguimos, si os parece? —dice Alice con irritación—. Es que a las nueve y media tengo que estar en otro sitio…
—¿Dónde? —pregunto, poniéndome nervioso.
—No, nada, es que he quedado. ¿Te parece bien? —replica ella.
Lucy y Patrick se miran.
—Sí, claro; es que pensaba que saldríamos a tomar algo.
—No puedo. Ya que tanto te interesa, me han vuelto a convocar para Hedda Gabler.
Me molesto un poco, y pulso el timbre sin querer.
—¡Perdón!
—De hecho, creo que mi timbre no funciona —dice Lucy Chang.
Patrick se lo arranca, como si fuera culpa de la pobre Lucy, y hurga en él con la enorme navaja suiza que lleva colgando de su gran llavero. Alice y yo nos miramos con recelo. Distamos mucho de dar una estampa de equipo ganador.
A partir de ese momento ya no me tomo la molestia de responder a ninguna pregunta, ni siquiera a las que sí sé; se las dejo casi todas a Lucy, y alguna que otra a Alice. En cuanto a Patrick, ha hecho su análisis posconcurso: sed prudentes con los timbres, delegad siempre en la persona con más conocimientos sobre el tema, escuchad bien la pregunta, tened cuidado con las interrupciones. Alice se pone el abrigo y se va hacia la puerta; pero justo antes de salir, con ánimo apaciguador, dice:
—Ah, por cierto, mañana por la noche unos amigos míos hacen una fiesta; a las ocho en la calle Dorchester, número doce. Estáis todos invitados.
Me sonríe, creo que a modo de disculpa, y se va.
Vuelvo a casa caminando con Lucy Chang, que vive más arriba, en la colina. La verdad es que es increíblemente simpática. Me doy cuenta de que nunca había hablado con una persona china, salvo en un restaurante, pero decido no comentarlo en voz alta. En vez de eso, hablamos de cómo es la carrera de medicina, y lo que dice es muy interesante, aunque habla tan bajo que tengo que inclinarme para entenderla, cosa que me provoca cierta sensación de ser el príncipe Felipe.
—¿Por qué has querido ser médico?
—La verdad es que por mis padres, que siempre han dicho que a lo máximo que se puede aspirar es a ser médico. En el sentido de que influyes de verdad en la calidad de vida, ¿no?
—¿Y a ti te gusta?
—Muchísimo. Me encanta. ¿Y tú? ¿Y la li-te-ra-tu-ra?
—Bueno, me gusta; lo que ya no sé es si mejoro la calidad de vida de alguien.
—¿Escribes?
—Tanto como eso no. He empezado a escribir un poco de poesía, como quien dice. —Todavía estoy practicando decirlo en voz alta, pero Lucy no se burla, al menos de viva voz—. Suena un poco pretencioso, ¿no?
—Qué va, en absoluto. ¿Por qué?
—No sé, por lo que dijo Orwell: la reacción natural de los ingleses ante la poesía es de vergüenza extrema.
—Pues no sé por qué. Habrá quien diga que la poesía, en realidad, es la forma más pura de expresión humana.
—Ya, ya, pero tú no has leído mis poemas.
Lucy se ríe discretamente.
—No me importaría leerlos —dice—. Seguro que son muy buenos.
—¡A mí tampoco me importaría que me operases! —digo yo, como antesala de una pausa en la que los dos tratamos de saber por qué ha sonado guarro.
—¡Bueno, esperemos que no se presente la ocasión!
Caminamos un poco más, intentando sacudirnos el comentario sobre la operación, que todavía flota entre los dos como un pedo en un museo de arte.
—Y qué, ¿ahora mismo diseccionas algo bueno? —pregunto finalmente.
—El sistema cardiovascular.
—Ah, ya. ¿Y te gusta? —pregunta el príncipe Felipe.
—Sí que me gusta, sí.
—¿Es en lo que quieres especializarte cuando acabes?
—No, creo que en cirugía, aunque todavía no sé en qué parte. Dudo entre el corazón y el cerebro.
—¡Como todos! —digo yo.
Lo encuentro bastante ingenioso; de hecho, lo digo antes de tener muy claro qué significa, y al final también se queda flotando entre los dos. Después Lucy hace un comentario sin nada que ver con lo anterior.
—¿A que Alice es guay?
—Sí. Según cómo, sí.
Porque no tenía nada que ver, ¿verdad?
Pasa un rato.
—Muy guapa.
—Mmm.
Otro rato.
—Se ve que sois muy amigos.
—Bueno, supongo que sí, que lo somos. A veces. —Alentado y sorprendido por la familiaridad recién descubierta entre Lucy y yo, digo—: ¿A que Patrick es muy raro? No sé si no…
Lucy, sin embargo, se para de repente, me coge el antebrazo y me lo aprieta un poco.
—Brian, ¿te puedo decir algo? Es personal…
—Pues claro.
De golpe entiendo lo que va a decir.
—Me resulta un poco violento… —dice ella, con el ceño fruncido.
¡Va a pedirme que salgamos!
—Venga, dilo…
—Vaaale… —dice, respirando hondo.
¿Qué le contesto? Pues… que no. Está claro que tengo que decir que no.
—Ahí va…
… Pero ¿cómo le doy calabazas de buenas maneras, sin que se moleste…?
—Mira… es que al hablar conmigo siempre lo pronuncias todo exageradamente, como si fuera profundamente sorda, o algo así.
—Ah… ¿En serio?
—Sí. Te inclinas, mueves mucho la cabeza y usas palabras muy simples, como si mi vocabulario fuera increíblemente limitado; no sé si es porque soy «de origen chino», americana o qué, pero yo nunca he estado en China, ni sé chino, ni me gusta especialmente la comida china, así que te entenderé si me hablas… normal, vaya, en inglés coloquial de toda la vida…
—Perdona, no me había dado cuenta…
—No pasa nada. Me lo hace mucha gente, no solo tú. Es constante, si te digo la verdad…
—Qué vergüenza…
—Pues no la tengas, que no pasa nada; lo único es que suena un poco condescendiente.
—¡No me hagas mucho caso, pero creo que condescendiente se pronuncia con zeta!
—No tiene gracia, Brian.
—No, no, claro. —Ya estamos frente a Richmond House—. Bueno, qué, ¿nos veremos mañana en la fiesta?
—Puede. Yo es que no soy muy de fiestas.
—Pero puede que sí.
—Puede.
Se va colina arriba.
—Por cierto, ¿puedo hacerte una pregunta?
Se para, algo nerviosa.
—Tú dirás.
—El cerebro, médicamente hablando, ¿es un músculo o una glándula?
—Bueno, es una concentración de varios tipos de tejido nervioso, todos con un objetivo similar e interconectados, así que técnicamente supongo que es un órgano. ¿Por qué?
—No, por curiosidad. Hasta mañana.
—Adiós.
Veo desaparecer su panda por la cuesta.
Me giro, y justo antes de subir hacia la entrada veo que hay un bulto interpuesto en mi camino, una silueta de espaldas en la puerta, con la cabeza baja. Me detengo y la miro fijamente desde los escalones. La silueta se pasa las manos por la cabeza rapada, y levanta la vista hacia mí. Justo cuando me resigno a descubrir qué es que te atraquen, la forma oscura se levanta, inestable, y habla.
—¿Qué, Bri, quién es la chinita?
Y reconozco, saliendo de la oscuridad, los ojos vivos y penetrantes de Spencer Lewis.