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PREGUNTA: ¿Qué identificó Hegel como la tendencia de un concepto a convertirse en su propia negación a consecuencia del conflicto entre sus aspectos inherentemente contradictorios?

RESPUESTA: La dialéctica.

Dejo a Alice en mi cuarto, escuchando mi elepé de los Conciertos de Brandeburgo y puntuando del uno al diez mis estanterías, mientras voy a preparar café. Para ser sincero, el cuarto no está en las condiciones ideales; me he cerciorado de no haber dejado tirado mi cuaderno de poemas ni mis calzoncillos, pero sigue sin gustarme que se quede sola. En vista de que el agua tarda una eternidad en hervir, me distraigo corriendo al lavabo para echarme agua en la cara y cepillarme los dientes muy deprisa, a fin de eliminar parte de la biliosidad. Al volver a la cocina, me encuentro con Josh en pleno acto de servirse mi agua recién hervida.

—Sabes que hay un bombón suelto en tu cuarto, ¿no?

—Mi amiga Alice.

—Conque Alice, ¿eh? ¿Os importa si me uno a vosotros?

—Bueno, la verdad es que estábamos hablando más o menos de trabajo…

—Vale, Bri, ya pillo la indirecta, pero hazme un favor: cuando se vaya, dile que pase a verme. Ah, y convendría que arreglases esto. —Señala las comisuras de mis labios, marcadas por dos pequeños arcos de pasta de dientes—. Bonne chance, mon ami… —dice al ir hacia la puerta—. Oye, que te ha llamado alguien, me parece que Spencer. Dice que lo llames.

Preparo el café, cojo las tazas, robo dos galletas de Marcus y vuelvo al dormitorio.

Alice se ha reclinado en el futón y se distrae hojeando mi ejemplar del Manifiesto comunista. Le doy el café, me llevo el vaso de agua turbia y los tazones con restos incrustados que hay al lado de la cama y hago una foto mental de su cabeza en mi almohada.

—¿Por qué tienes el somier detrás del armario, Brian?

—Se me ocurrió probarlo en plan futón.

—Ah, un futón… Está bien. —Alice mira las postales y las fotos pegadas con blue-tack al lado de la cama—. ¿Es tu padre?

—Ajá.

Despega la foto de la pared y la mira.

—Es muy guapo.

Yo me quito la chaqueta y la cuelgo en la puerta del armario.

—Sí que lo era, sí.

Me inspecciona la cara, intentando explicarse que no lo haya heredado mi generación, y luego me dirige una de sus sonrisas ceñudas.

—¿No te quieres cambiar?

Me miro el jersey, que, haciendo honor a su nombre, tiene manchas oscuras y aceitosas debajo de los brazos, y huele a perro mojado. Aun así vacilo, avergonzado.

—No, qué va, si estoy bien.

—Venga, cámbiate. Prometo no tocarme mientras tú te cambias.

En el ambiente subido de tono y eróticamente cargado que crea el comentario, le doy la espalda y me desnudo de cintura para arriba.

—¿Y para qué son las pesas, grandullón?

—Bueno, es que he pensado hacer un esfuerzo para estar un poco más sano…

—No es lo mismo tener músculos que estar sano; mi último novio tenía un cuerpo increíble, pero casi no podía caminar doscientos metros…

—¿Era el del pene enorme?

—¡¡Brian!! ¿Quién te ha contado eso?

—Tú, ¿no?

—¿Ah, sí? Pues sí, era ese; pero bueno, que tu cuerpo está muy bien.

—¿Tú crees? —pregunto con el jersey delante, como una novia pudorosa.

—Delgado, anguloso; es el look Egon Schiele…

Le doy la espalda y me paso el nuevo jersey por la cabeza, decidido a cambiar de tema.

—¿Qué tal el resto de las vacaciones de Navidad?

—Bueno, ya ves… Bien. Oye, que gracias por venir a casa.

—Gracias a ti por recibirme. ¿Te quitaste de encima los fiambres?

—Sí, perfectamente. Muchas gracias de parte de Mingus y Coltrane.

—¿Y tu abuela está bien?

—¿Qué? Ah, sí; sí, muy bien.

Vuelve a enganchar la foto de mi padre en la pared, y dice sin mirarme:

—La cosa se puso un poco… rara, ¿no?

—Querrás decir que me puse raro yo. Creo que fue por perder la virginidad en drogas.

—Pero también por algo más, ¿no? Estabas… raro, como si considerases que tenías que demostrar algo.

—Perdona. Es que me pongo un poco nervioso. Sobre todo cuando estoy con gente pij…

—Por favor… —replica ella.

—¿Qué?

—No, Brian, por favor, con ese rollo no me vengas. «Pijo»: qué palabra más ridícula… Ya me dirás qué es eso de «pijo»… Son rollos que te montas tú, pero no quieren decir absolutamente nada. ¡Jo, qué rabia me da esta obsesión con la clase! Sobre todo aquí: casi no se puede decir «hola» a nadie sin que les entre la conciencia proletaria y te cuenten que su padre es un deshollinador tuerto y raquítico, y que el váter lo tienen fuera, y que nunca han ido en avión, o qué sé yo… Paridas de lo más sospechosas, que suelen ser mentira. Y yo siempre pienso: ¿para qué me lo cuentas? ¿Qué te crees, que es culpa mía, o es que te enorgulleces de haberte escapado de tu papel social predeterminado, o alguna otra chorrada que te suba el ego? Total, ¿qué importa? Yo creo que las personas son personas, y que les va bien o mal en función de su talento y de sus méritos, y de su propio esfuerzo. Pensar que la culpa la tiene vivir en un chalé y no en un piso, o decir «o sea» en vez de «tronco», es una simple excusa; autocompasión quejica, y pensamiento de segunda…

Mientras tanto, el concierto de Bach ha iniciado un crescendo.

—¡Están ustedes escuchando la retransmisión en directo del congreso del partido conservador! —digo yo.

—¡Vete a la mierda, Brian! No es justo lo que dices, no es justo para nada. Yo no juzgo a los demás por sus orígenes, y espero que se me trate con la misma cortesía. —Se ha incorporado en el futón, y levanta un dedo al aire—. Además, es que el dinero ni siquiera es mío; es de mis padres, y tampoco es que lo hayan ganado de robarle el paro a nadie, ni de explotar a los trabajadores en fábricas de Johannesburgo. Lo que tienen se lo han ganado trabajando un huevo, un huevo…

—Pero todo no se lo han ganado trabajando, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —replica.

—Solo quiero decir que han heredado muchas cosas de sus padres…

—¿Y?

—Pues… que es un privilegio, ¿no?

—¿Qué pasa, que para ti se debería enterrar a la gente con su dinero, como en el antiguo Egipto? Yo pensaba que dejar dinero y usarlo para ayudar a tu familia y comprarles seguridad y libertad era la única manera digna de usarlo…

—Claro que sí, pero yo solo digo que es un privilegio.

—Por supuesto que es un privilegio, y es como se lo toman; pagan la leche de impuestos, y hacen todo lo que pueden por devolver una parte; ahora, que si quieres que te diga lo que pienso, para mí el peor esnob es el esnob acomplejado, y si no es una idea que se ajuste a no sé qué sistema convencional de pensamiento socialista aprobado por los estudiantes, pues lo siento mucho, pero es lo que pienso. ¡Coño, es que me aburre tanto que la gente quiera disfrazar como algún tipo de virtud lo que es envidia pura y dura! —Se calla de golpe, muy roja, y coge su taza de café—. No me refiero necesariamente a ti, claro.

—No, claro.

Yo también bebo un poco de café, que sabe amargo, a pasta de dientes. Durante una pausa, escuchamos los Conciertos de Brandeburgo.

—¿No es la música de aquel programa de antigüedades de la tele?

—Sí, pero no es lo que pone en la funda del disco.

Alice sonríe y se deja caer otra vez en el futón.

—Perdona que me haya desfogado.

—No, si no pasa nada. En el fondo estoy de acuerdo. En algunas cosas —digo, aunque lo único en que pienso es en Mingus y Coltrane comiendo cuencos de pasta.

—Porque somos amigos, ¿no? Brian… Mírame. ¿Somos amigos, sí o no?

—Pues claro que somos amigos.

—¿Aunque evidentemente yo sea la reina de Saba, y tú un deshollinador con la nariz llena de mocos?

—Totalmente.

—Entonces ¿qué? ¿Lo olvidamos? ¿Seguimos como si no hubiera pasado nada?

—¿Qué hay que olvidar?

—Lo que acabamos de… ah, ya te entiendo. ¿O sea, que olvidado?

—Olvidado.

—Qué bien —dice ella—. Qué bien.

—Bueno, ¿quieres que vayamos esta tarde al cine, o algo?

—No puedo, esta tarde tengo una prueba.

—Ah… ¿Para qué?

—Para la Hedda Gabler de Henrik Ibsen.

—¿Qué personaje?

—La Hedda epónima.

—Serías una Hedda estupenda.

—Gracias, eso espero, aunque dudo que me lo den. Lo tienen todo copado los de tercero. Tendré suerte si me dan el papel… —dice adoptando un acento barriobajero—… de Berte, la criada.

—Pero ¿vendrás esta noche a la reunión del equipo?

—¿Es esta noche?

—¡La primera del nuevo trimestre!

—¡Madre mía! ¿Tengo que ir?

—Patrick se ha puesto muy estricto. Me pidió específicamente que me asegurase de que vengas esta noche; dice que si no, te quedas fuera del equipo.

Por supuesto que no dijo nada de eso, pero bueno…

—Vale, pues nos vemos entonces, y luego salimos a tomar algo. —Alice cruza la habitación, me abraza, dejándome oler el perfume que lleva en el cuello, y me susurra al oído—: Y tan amigos, ¿vale?

—Pues claro, tan amigos.

A pesar de todo, sigo obcecado en la conversación con Alice cuando el profesor Morrison dice:

—Oye, Brian, ¿tú por qué estás aquí, exactamente?

La pregunta me toma por sorpresa. Dejo de mirar por la ventana y me giro hacia el profesor, que está apoyado en el respaldo de su silla, con los dedos enlazados sobre su barriguita.

—Mmm… ¿Para una tutoría personal? ¿La de las dos?

—No, quiero decir en la universidad, estudiando literatura. ¿Por qué estás aquí?

—Para… ¿aprender?

—¿Por qué?

—¿Porque es… valioso?

—¿Económicamente?

—No, eso no…

—¿Instructivo?

—Sí, supongo, instructivo. Y lo disfruto, claro. Me gusta la educación, aprender, el conocimiento…

—¿Te «gusta»?

—Me encanta. Me encantan los libros.

—¿El contenido de los libros, o el simple hecho de tener muchos libros?

—El contenido, obviamente…

—O sea, ¿que te tomas en serio tus estudios?

—Querría pensar que sí.

No dice nada. Se queda apoyado en la silla, estirando los brazos con las manos juntas, y bosteza.

—¿A usted no se lo parece?

—No estoy seguro, Bri. Espero que sí, pero te lo pregunto porque el último trabajo, «Los conceptos de “orgullo” y “prejuicio” en Otelo», es… malísimo, oye; todo malo, malo, malísimo, empezando por el título.

—Bueno, la verdad es que lo he escrito con un poco de prisa…

—No, si eso ya lo sé; se nota. Pero es tan pésimo, insulso y fatuo que no estaba seguro ni de que lo hubieras escrito tú.

—Ah. ¿Y qué es lo que no le ha gustado?

Suspira, se inclina hacia delante y se pasa los dedos por el pelo, como si estuviera a punto de decirme que se quiere divorciar.

—Vamos a ver. Para empezar, hablas de Otelo como si fuera un conocido tuyo que te preocupase un poco.

—Pero eso es bueno, ¿no? Tratarle como a una persona de verdad. ¿No es un homenaje a la fuerza imaginativa de Shakespeare?

—O a tu falta de perspicacia. Otelo es un personaje de ficción, Brian, un constructo, una creación; es una creación especialmente rica y compleja, dentro de una obra de arte muy notable, pero lo único que sabes decir de él es que es una lástima que lo pase mal solo por ser negro. Lo único que he aprendido yo de tu trabajo es que la intolerancia te parece «mala». ¿Por qué me lo explicas? ¿Te creías que podía pensar que la intolerancia era buena? ¿Tu próximo trabajo cómo se llamará, Brian? «¿A qué vienen esas caras, Hamlet?» O «¿Por qué no pueden llevarse bien los Montescos y los Capuletos?».

—Pues no, porque yo el racismo es un tema que siento muy adentro.

—No lo dudo, pero ¿qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Llamar por teléfono a la madre de Yago y pedirle que le convenza de no seguir con su plan? Lo irónico es que de hecho, como discurso sobre la raza, tu retrato de Otelo como buen salvaje inocente e influenciable casi se podría considerar racista en sí mismo…

—¿Le parece racista el trabajo?

—No, pero sí que me parece ignorante, y son dos cosas que están relacionadas.

Estoy a punto de decir algo, pero no se me ocurre qué contestar, y al final me quedo callado. Me siento acalorado, rojo, violento, como si tuviera seis años y acabara de hacerme pipí encima. Tengo ganas de que se acabe lo antes posible, así que empiezo a levantarme y tiendo el brazo hacia la mesa para coger el trabajo.

—Pues nada, será cuestión de repetirlo…

Sin embargo, el profesor no ha terminado. Se acerca de nuevo las hojas.

—Para mí, esto no lo ha hecho nadie a quien «le encante el conocimiento», sino una persona a quien le gusta bastante la idea de aparentar amor al conocimiento. No hay ni un solo atisbo de penetración, pensamiento original o esfuerzo mental; es superficial, santurrón, desinformado e intelectualmente inmaduro, repleto de ideas recibidas, chismes y tópicos. —Se inclina y coge mi trabajo con las puntas de los dedos, como si fuera una gaviota muerta—. Pero sobre todo es decepcionante. Me decepciona que lo hayas escrito tú, y aún me decepciona más que hayas considerado que merecía que le dedicase tiempo y energía.

Hace una pausa, pero a mí no se me ocurre nada que decir, así que me limito a mirar por la ventana, esperando que amaine. Sin embargo, el silencio es casi igual de insoportable, y al final, cuando me giro, me encuentro con una mirada que me parece que debo interpretar como paternal.

—Brian, esta mañana he tenido una tutoría privada sobre W. B. Yeats con una alumna, una chica muy simpática, con futuro asegurado, que sale de uno de los colegios privados de niñas más exclusivos; y en un momento de la tutoría he tenido que ir a buscar el atlas de carreteras del RAC que llevo en el coche para explicarle dónde queda Irlanda del Norte. —Quiero decir algo, pero él levanta la mano—. Brian, hace un año, cuando te entrevisté en este despacho, me pareciste un joven de un entusiasmo y una pasión fuera de lo común; tal vez algo desenfocado, un poco torpe, si me permites la palabra (que no sé si es justa), pero al menos no dabas por supuesta tu educación. Muchos alumnos, sobre todo en una universidad como esta, tienden a ver su educación como una especie de fiesta de tres años subvencionada por el Estado, con piso, coche y buen trabajo al final, pero yo estaba convencido de que no era tu caso…

—No lo es…

—Pues entonces, ¿cuál es el problema? ¿Hay algo que te distraiga? ¿Estás triste, deprimido…?

Caramba, pues no lo sé. ¿Lo estaré? ¿Se siente uno así? Es posible. Quizá tuviera que contarle lo de Alice. ¿El simple enamoramiento es buena excusa para una conducta irracional? En el caso de Otelo lo fue, evidentemente, pero ¿y en el mío?

—Bueno, ¿me quieres contar algo?

Estoy enamorado de una mujer guapísima, más enamorado de lo que creía posible, hasta el punto de que me impide pensar en otra cosa, pero ella es del todo inalcanzable: en el mejor de los casos, le parezco divertido, y en el peor, repulsivo. Creo, por consiguiente, que quizá me esté volviendo un poco loco…

—No, me parece que no.

—Pues entonces no sé cuál es el problema, porque a juzgar por las notas que has sacado este año —74 por ciento, 64 por ciento, 58 por ciento, y ahora 53 por ciento— parece que te estés volviendo menos inteligente. Lo cual, por extraño que parezca, no es para lo que sirve la educación…