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PREGUNTA: ¿De qué tipo de tejido son el estriado, el cardíaco y el liso?

RESPUESTA: Del muscular.

Algunas resoluciones de Año Nuevo

Estas líneas fueron escritas en Nochevieja, hacia las once menos cuarto. Estaba bastante borracho, y por eso es tan mala la letra. A los veinte minutos ya dormía, en abierto desacato del tópico convencional según el cual estamos obligados a pasar una Nochevieja de loca diversión, sustituido en mi caso por una noche anticonvencional e increíblemente mierdosa.

Los festejos empezaron a las 8.35, al encontrar un destornillador en el cajón de la cocina y desenroscar las puertas del armario de Josh para poder coger su televisor portátil. Luego me senté a ver la película de James Bond por la ITV, incorporándome a las nutridas huestes de ancianas viudas, enfermos mentales y todos los que se quedan en casa en Nochevieja; pero cuanto más bebía, más me acordaba de mi padre, y de Alice, y se me mezclaban los dos de forma extraña en la cabeza, por lo cual, cuando el agente 007 frustró los malvados planes de dominación mundial de Scaramanga, mi estado físico y emocional era tan lamentable que me convertí en la única persona de la historia del mundo que ha llorado al ver El hombre de la pistola de oro, con la posible excepción de Britt Ekland. Acto seguido me rehíce y escribí las resoluciones.

Dos semanas después, siguen vigentes. Es verdad que aún no me he puesto con la poesía, pero pronto lo haré, en cuanto tenga tiempo. Apenas me he tocado la cara, y con Alice he estado muy distante, en gran medida porque no la he visto, ni he sabido nada de ella, ni tengo la menor idea de dónde está. De hecho, socialmente ha estado todo muy tranquilo desde que empezaron otra vez las clases. En Retorno a Brideshead, el primo de Charles le advierte de que el segundo trimestre de la universidad suele estar dedicado a evitar a todos los indeseables conocidos durante el primero, y yo empiezo a sospechar que en resumidas cuentas pertenezco a ese grupo.

Pero volvamos a las resoluciones. La última precisa de alguna aclaración. He decidido que no me perjudicaría tener un par de músculos, y no, no es porque me trague ninguna idea superficial y discriminatoria sobre lo que pretenden definir los medios publicitarios como «masculino» o atractivo, ni porque me hayan empezado a echar arena a la cara, al menos de forma literal, sino por la simple razón de que me parece que ya he llevado el look tuberculoso a su conclusión natural. Además, desde el colegio he partido siempre de la premisa de que o se es inteligente o se está cachas, y de que ambas cosas se excluyen entre sí, pero lo cierto es que nada impide aunarlas. Patrick Watts, por ejemplo, es inteligente y cachas, aunque tenga problemas de personalidad. Quizá sea mejor ejemplo Dustin Hoffman en Marathon Man: es atlético e inteligente y, por si fuera poco, un hombre íntegro, de esos que corren diez kilómetros cargados con libros de la biblioteca. O en el mundo real, Alice Harbinson. Parece mentira lo lozana, saludable e inteligente que es Alice Harbinson. Al menos lo era la última vez que la vi, hace dos semanas y tres días. Siglos.

Tranquilos, que toda esa energía la voy a sublimar en una campaña de ejercicio físico. Estoy totalmente resuelto a seguir un estricto régimen diario a lo fuerzas aéreas canadienses, que consista en meter los pies debajo del armario, no sin antes cerciorarme de que no se me caiga encima, y hacer abdominales en número de ocho y flexiones en número de cuatro. Bien, muy bien, pero la verdad es que no tengo la sensación de haber hecho una tabla de verdad, de las de todo el cuerpo. Creo que necesitaré algo más. Pesas: eso creo que necesitaré. Decido gastarme el dinero de Navidad en un equipo de levantamiento de pesas.

Ingiero un desayuno sano y nutritivo, comprado en el quiosco: una barra de cereales recubierta de chocolate y un litro de zumo de piña Just Juice, hecho lo cual emprendo una marcha scout —treinta pasos corriendo, treinta caminando— hacia el centro, que de pronto parece increíblemente lejos, sobre todo si haces jogging en chaqueta de obrero y tejanos. Aun así continúo, por calles residenciales sembradas de esqueletos de todos los árboles de Navidad que no están dispuestos a llevarse los basureros, entre algún que otro eructo de zumo de piña. El hecho de que no tarde en darme flato parece señal de que debo trabajar mi salud cardiovascular, pero cada cosa a su debido tiempo: mi prioridad número uno es aumentar mi masa corporal y mejorar mi definición muscular. No quiero ponerme cuadrado como un boxeador, o un levantador de pesas; aspiro más bien a un cuerpo de gimnasta, como los que hacen paralelas. En el momento en que mi desarrollo parezca en vías de ser exagerado, pararé.

Llego a Sport! poco después de que abran, sudando con bastante profusión. Debe de ser la segunda vez en mi vida que entro en una tienda de deporte, porque hasta ahora todos los accesorios deportivos me los compraba mi madre. Me pone nervioso la idea de entrar, como si fuera un sex shop, o algo así. Una vez dentro, reconozco claramente un tufillo a vestuario de chicos, que no hace sino acentuar el encargado, un chico que tendrá mi edad. Fornido y macizo, se acerca como si fuera a pegarme con una toalla húmeda.

—¿Te ayudo, tío?

—¡Gracias, solo miraba! —digo, con una voz ligeramente más grave que de costumbre.

Echo un vistazo por la tienda, evaluando como todo un experto las raquetas de bádminton. Luego me acerco como si tal cosa a las mancuernas. Ahí están: dos de hierro macizo, con pesas ajustables, que me permitirán ir aumentando la carga para convertirme en un Adonis, pero sin ir más allá. La verdad es que las pesas se explican bastante por sí solas; por eso, una vez comprobado que pesan mucho, en efecto, y que son de hierro —no de poliestireno pintado de gris—, y que me las puedo permitir —por los pelos: doce libras con noventa y nueve—, acarreo con ellas hasta el dependiente. Solo después de haber hecho entrega del dinero, y de que él las haya puesto en una bolsa de plástico muy resistente, y de que yo haya salido de la tienda, me doy cuenta de haber cometido un error logístico de lo más básico. Es el siguiente: no puedo llevármelas a casa.

Durante los primeros veinticinco metros me convenzo de que es posible, siempre que camine bastante deprisa y cambie de manos cuando ya no pueda resistir el dolor de los cortes de la bolsa de plástico al clavarse en la carne, pero a la altura de Woolworths pasa lo que tenía que pasar: la bolsa se desfonda, y las pesas se estampan en la acera con un impacto industrial que hace que los compradores —más que nada madres jóvenes que empujan cochecitos de bebé— me miren primero a mí, y luego a las pesas. Yo correspondo con una mirada que dice: «¡Pero quién me ha puesto pesas en mi bolsa!». Parece que no se ha roto la losa. Sin embargo, una de las pesas rueda estrepitosamente hacia la farmacia Boots, como un pequeño tanque, y debo lanzarme a detenerla con el pie, lo cual despierta cierto alborozo entre las madres jóvenes, que me señalan a sus hijos: «¡Mira qué hombre subdesarrollado más gracioso!». Cojo una pesa en cada mano y me alejo deprisa.

Veinte metros más allá, a la altura de Dorothy Perkins, tengo que hacer otra parada para recuperar el aliento. Al ver las pesas, y a mí apoyado en el escaparate, unas adolescentes me sonríen, burlonas. Decido que la clave es el impulso. Se trata de moverse sin parar. Si no me paro, lo conseguiré. A fin de cuentas, solo deben de faltarme unos dos kilómetros.

Pasadas las tiendas del centro, y cruzada la circunvalación, las calles residenciales me facilitan un poco el ir parando sin ser objeto de miradas insistentes. Espero a que se estabilice mi respiración, y entonces, con los brazos colgando cual babuino, recojo las pesas y hago carreritas por la calle, encorvado, como si esquivase ráfagas de ametralladora, hasta donde me lo permita el corazón. Me siento como si acabara de resucitar. Estoy sudado, con la cara roja; me siento los hombros doloridos y descoyuntados, y los brazos estirados como en los dibujos animados. El dibujo de rombos de la barra de las pesas se ha impreso indeleblemente en las palmas de mis manos, que ahora, en carne viva, parecen de reptil. Esta tarde tengo una tutoría personal, y aún me falta mucho para llegar a casa, así que vuelvo a recoger las pesas, me encorvo y corro.

Finalmente llego a la cara sur de Richmond Hill, que se yergue vertical ante mis ojos, con la cima envuelta en nubes bajas. Logro cubrir unos veinticinco metros hasta desmadejarme contra una pared. Es como si me hubieran pisoteado los pulmones, reventándolos como bolsas de patatas fritas hinchadas. Toso incontrolablemente. La fricción del aire en la garganta reseca me da arcadas, sin que llegue a vomitar. Tengo en la boca un regusto entre dulzón y bilioso, por haber regurgitado un poco de zumo de piña Just Juice. El sudor corre por mi cara y, goteando desde mi nariz, cae a la calle. De repente noto una mano en la espalda, y oigo una voz.

—¿Está bien? ¿Se encuentra bien?

Abro los ojos, miro hacia arriba, y es Alice…

—¿Quiere que avise a… Brian?

—¡Alice! —Respirar, jadear—. Ah… Hola… Alice. —Erguirse, respirar, jadear—. ¿Qué tal? —me entrecorto, distante.

—Yo muy bien; el que me preocupa eres tú. Creía que eras un viejo con un ataque al corazón, o algo así…

—No, no, soy yo. Estoy bien, de verdad…

Ve las pesas, retenidas por mi pie, para que no se vayan rodando cuesta abajo y maten a un niño.

—¿Qué es eso?

—Son pesas…

—Ya sé qué son; pero ¿para qué las llevas?

—Es una larga historia.

—¿Necesitas ayuda?

—Si pudieras…

Levanta una pesa como si levantase un perrito y empieza a dar zancadas por la cuesta.