22

PREGUNTA: ¿Qué forma poética japonesa, con origen en las treinta y una sílabas del tanka, consiste en diecisiete sílabas dispuestas en versos de cinco, siete y cinco?

RESPUESTA: El haikú.

La reacción de Rebecca Epstein es reírse. Ríe y ríe sin parar en mi futón de la casa de estudiantes de Richmond Hill, dando patadas de sádico alborozo con sus Doc Martens.

—Tanta gracia no tiene, Rebecca.

—Te digo yo que sí.

Desisto, y voy a cambiar el disco.

—Perdona, Jackson, pero es que la idea de que se escondieran en la leñera hasta que te hubieras ido…

Le da otro ataque, así que decido ir al cuarto de Josh a por más cerveza casera.

Me quedo dieciocho horas con mi madre antes de decidirme a volver a la facultad. Le digo otra vez que es porque necesito libros especializados de la biblioteca; ella se encoge de hombros, aunque solo se lo crea a medias, y a las diez estoy de nuevo en el umbral, rechazando la misma comida.

En el tren de vuelta me empiezo a animar un poco. ¿Qué más da si paso el Año Nuevo a solas, en una casa de estudiantes? Así podré adelantar trabajo, leer, dar largos paseos y poner música al volumen que quiera; y mañana, en Nochevieja, me resistiré a esa tradición absurda que dice que hay que salir, emborracharse y divertirse: lo que haré será quedarme en casa, y no divertirme. Sí que me emborracharé, pero leeré y me quedaré dormido a las 11.58 de la noche. Para que se enteren, me convenzo (sin saber muy bien quiénes).

En cuanto llego a la casa de estudiantes, comprendo mi terrible error. Nada más abrir la puerta, me golpean gases calientes, con olor a levadura, de la bíter de Yorkshire casera de Joshua, y es como si toda la casa hubiera eructado en mi cara. Al entrar en la habitación de Joshua, me encuentro con que el barril de plástico silba y borbotea junto al radiador, puesto a toda potencia. Abro la ventana, para que salga un poco del gas intestinal.

Se nota que aún no ha vuelto nadie; era mi esperanza, pero no estaba preparado para encontrarme la casa tan vacía, así que decido ir al minisuper de la esquina. Son las seis menos cuarto, la mejor hora para comprar comida a precio reducido.

La adquisición de comida a precio reducido no es algo que haya que emprender a la ligera. En general, las latas melladas no presentan peligro, pero los productos «frescos» ya son un campo de minas, reconozcámoslo. Por regla general, el grado de reducción del precio es proporcional al riesgo que comporta comerlo, y el truco, en consecuencia, es optar por algo que, siendo una ganga, no te dé retortijones. No vale mucho la pena ahorrarse diez míseros peniques de una libra de bistec gris azulado; en cuanto a todo un pollo a veinticinco peniques, eso ya es jugársela. El cerdo añejo no tiene gracia alguna. Con el buey añejo, en cambio, al menos te puedes hacer la ilusión de que está «madurado», no pasado. Lo mismo vale para los alimentos de sabores fuertes: son «especiados», no «pasados». Por eso el curry, en muchos aspectos, es el gran clásico de los artículos a precio reducido.

Ya en el minisuper, intercambio miradas de recelo por encima de la nevera con una vieja de mostacho a lo Zapata. Al haber pasado tan pocos días desde Navidad, hay muchos pavos letales, también una pierna de cordero que parece a punto de salir de la nevera y volver a la granja por su cuenta. La incursión es más bien decepcionante, así que me decido por el curry deshidratado Vesta, rebajado setenta y cinco peniques, y como lujo especial, un bote de Nesquik sabor a plátano y medio litro de leche.

La euforia, sin embargo, dura poco. En el tiempo que tardo en volver, tomarme un Nesquik, poner agua a hervir, disolver el curry en polvo, amarillo brillante, en un cazo y comérmelo, me siento como Robinson Crusoe. La casa está vacía, fuera llueve, la tele portátil de Josh está guardada en su armario bajo llave, y rápidamente va quedando claro que la supuesta mejor época de mi vida nunca existirá.

Cambia el chip. Pon remedio.

Robo calderilla del bote de cobre de la habitación de Josh y amontono las monedas sobre el teléfono de pago del pasillo.

Pero ¿a quién llamo? Sopeso telefonear a un tal Vince, a quien conocí en una fiesta, pero no me apetece sentarme en un pub con la única compañía de otro hombre; además, tampoco tengo su número, ni me acuerdo de su apellido, ni de dónde vive, ni sé gran cosa de él. Lucy Chang ha vuelto a Minneapolis; además, me tiene por un racista. Colin Pagett sigue con hepatitis. Estoy a punto de llamar a Patrick, hasta que me acuerdo de que ni siquiera me cae bien. Finalmente decido llamar a Rebecca Epstein, porque es estudiante de derecho, y como buena estudiante de derecho es muy probable que esté estudiando.

Vive en Kenwood Manor, y tengo su número porque su pasillo es el mismo que el de Alice. Después de unas veinte señales, responde una voz de Glasgow.

—¿Hola? ¿Eres Rebecca?

—¿… digaaa?

—Soy Brian.

Una pausa.

—Brian Jackson —aclaro.

—Ya sé qué Brian eres. ¿Cómo es que has vuelto?

—Bueno, es que me aburría.

—Caray, pues yo también. —Otra pausa—. ¿Y…?

—Nada, que quería saber qué hacías esta noche.

—Esperar tu llamada, obviamente. ¿Es una cita? —dice, como si preguntase: «¿Es un zurullo?».

—¡No, qué va! Solo he pensado que igual te apetecía ir al cine, o algo. En el Arts pasan El evangelio según san Mateo, de Pasolini…

—Otra opción sería ir a ver algo entretenido…

¿St. Elmo’s, punto de encuentro, en el ABC?

—¿Qué St. Elmo’s, la de Pasolini?

—En el Odeon ponen Regreso al futuro

—¿Cuántos años tienes, exactamente?

—En el ABC, Cocoon

—Válgame Dios…

—Tú eres muy dogmática, ¿no?

—Ya lo sé. ¿A que da miedo? ¿Seguro que estás a la altura, Brian?

—Creo que sí. Bueno, ¿qué quieres hacer?

—¿Tienes para privar?

—Cincuenta litros, pero todo hecho en casa.

—No, si yo no tengo manías. ¿Estás en Richmond House?

—Sí.

—Vale, pues dame un cuarto de hora.

Cuelga, y de repente tengo miedo.

Cuarenta minutos después está sentada en mi cama, bebiendo cerveza casera y riéndose de mí. Como siempre, se ha puesto su uniforme, que parece realmente un uniforme: Doc Martens negras, leotardos negros gruesos bajo una minifalda vaquera de color negro azulado y un jersey de pico negro bajo la casaca de vinilo negro con cinturón, de estilo militar, que aún no la he visto quitarse ni una vez. Su pelo, corto y brillante de pomada Blackand-White, está un poco levantado por delante, formando un pequeño y grasiento tupé que sobresale de su gorra de plato obrera. De hecho, todo lo que lleva parece pensado para indicar una larga tradición de duro trabajo manual, cosa bastante rara, la verdad, porque si mal no recuerdo su madre es ceramista y su padre pediatra con consulta privada. De hecho, la única concesión de Rebecca a las ideas convencionales sobre la feminidad es una gruesa capa de rímel que le da un aspecto a la vez amedrentador y sofisticado, como la rama de Hollywood de la Baader-Meinhof. Hasta fuma como una artista de cine, a lo Bette Davis, aunque ella sería su propia directora. Esta noche, si acaso, se la ve algo más atractiva de lo acostumbrado. Empiezo a temer que se haya esforzado.

—Bueno —digo finalmente, cuando para de reír—, me alegro de que te haga tanta gracia mi vida sexual, Rebecca.

—Vida sexual solo es si hay sexo, ¿no?

—Tampoco es imposible que dijera la verdad.

—Claro, Brian, yo estoy segurísima de que te dijo la verdad. Ya te avisé de que era una bruja. Y no pongas esa cara, que sabes que es divertido; si no, no me lo habrías contado. —Da una calada al cigarrillo que se ha liado y tira la ceniza junto al futón—. En todo caso, te lo tienes merecido.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes. Por alucinar en plan burgués. Tú vas de socialista, pero al final eres como todos los trepas de esta universidad, que a la primera de cambio se echan panza arriba para que les rasquen la barriga las llamadas clases superiores…

—¡No es verdad!

—Sí que es verdad. ¡Sal del armario, tory!

—¡Estalinista!

—¡Traidor de clase!

—¡Esnob!

—¡Esnob acomplejado!

—¡Protoyuppy!

—¡Haz el favor de bajar tus Doc Martens de mi edredón!

—¿Tienes miedo de que te estropee esta tela de tanta calidad?

Aun así, mueve los pies. Luego se desliza hasta quedar sentada a mi lado, y choca su vaso de cerveza con el mío a guisa de reconciliación.

—¿Por qué tienes el somier detrás del armario? —pregunta.

—Bueno, es que se me ocurrió convertir la cama en un futón.

—Un futón, ¿eh? Te voy a decir una cosa, Brian: un colchón sobre el suelo no es un futón.

—Casi te ha salido un haikú —digo.

—¿Cuántas sílabas tiene un haikú?

Esta la sé.

—Diecisiete, distribuidas en cinco-siete-cinco. Rebecca reflexiona un segundo, antes de decir:

Un colchón sobre

el suelo no es un futón.

Saldrán olores.

Luego sigue bebiendo, pero se para a estirar una hebra de Golden Virginia que se le ha quedado prendida en el pintalabios, un gesto tan extravagantemente estiloso, tan lánguido, que no tengo más remedio que mirar sus labios de reojo, por si lo repite. Me pilla.

—¿Qué, qué tal la Navidad? —digo, por decir algo.

—Nosotros no la celebramos. Somos judíos. Te recuerdo que matamos a Cristo.

—Bueno, pues ¿qué tal…? ¿Cómo se llama…, la Pascua judía?

—Janucá. Tampoco la celebramos. Me sorprende tu ignorancia en alguien que representa a nuestra gloriosa institución en No hay más preguntas, Brian Jackson. ¿Cuántas veces tendré que decirte que somos judíos socialistas, no ortodoxos y antisionistas de Glasgow?

—No suena muy divertido.

—Ni lo es, te lo aseguro. ¿Por qué te crees que estoy aquí, contigo?

—Bueno, da igual: ¡brindemos por la tierra prometida!

—¿¿Qué??

—Nada.

Me escruta un momento y sonríe a medias.

—Antisemita.

Yo también le sonrío. De pronto siento un enorme cariño por Rebecca Epstein, y tengo ganas de probar un gesto de amistad. Se me ocurre una idea.

—¡Por cierto, te he traído esto! ¡Feliz Janucá!

Es el disco que no quiso Alice. He perdido el ticket. Rebecca me mira, interrogante.

—¿Para mí?

—Sí.

—¿Estás seguro? —pregunta, como un vigilante fronterizo de la Europa del Este con sospechas de que llevo un pasaporte falso.

—Completamente.

Lo coge entre el índice y el pulgar y retira una esquina del envoltorio.

—Joni Mitchell.

—Sí. ¿La conoces?

—Sé lo que hace.

—¿O sea, que ya lo tienes?

—No. No, me avergüenza decir que no.

—Pues deja que te lo ponga…

Se lo cojo de las manos, voy al tocadiscos, quito Tears For Fears y pongo Blue, cara B, pista 4: «A Case Of You», con seguridad una de las canciones de amor más bonitas que se han impreso en vinilo. Tras escuchar en silencio toda la primera estrofa, y el estribillo, pregunto:

—¿Qué, qué te parece?

—Me parece que me ha hecho bajar la regla.

—¿No te gusta?

—Mira, Brian, si quieres que te sea del todo franca, no es mi rollo.

—Ya le irás pillando el gusto.

—Mmmm —dice ella, dudosa—. Y tú eres muy fan de Joni, ¿no?

—Más o menos. Para ser sincero, soy más de Kate Bush.

—Mmmm… No me extraña.

—¿Por qué?

—Pues porque el hombre del niño en los ojos eres tú, Brian —dice, y se ríe en su cerveza.

—¿Y tú ahora qué escuchas?

—De todo: Durutti Column, Marvin Gaye, los Cocteau Twins, algo de blues primitivo, Muddy Waters, los Cramps, Bessie Smith, Joy Division, los New York Dolls, Sly and the Family Stone, un poco de dub… Ya te grabaré una recopilación, a ver si puedo sacarte de esta música de memos. Hay que tener cuidado con los cantautores, Brian; oídos con moderación están bien, pero si te pasas, te acabarán creciendo tetas.

—Bueno, si no quieres el regalo, dilo… —respondo al levantarme para cambiar de disco.

—¡No! No, ya me lo quedo. Seguro que al final me encanta. Muchas gracias, Brian. Has estado muy cristiano.

Me siento de nuevo a su lado y nos quedamos en silencio. Luego ella me coge la mano y me la aprieta con bastante fuerza.

—En serio —dice—, gracias.

Diez minutos después estamos en la cama, y no sé cómo, pero parece que la misma mano ha encontrado el camino del sujetador de Rebecca.

Dicen que lo personal es político, y puede afirmarse sin la menor duda que, al igual que su política, los besos de Rebecca Epstein son radicales, directos e intransigentes. Yo estoy de espaldas, y ella me hunde la cabeza en la almohada, limando mis dientes de delante con los suyos; sin embargo, resuelto como estoy a que sea un toma y daca, yo también limo, así que tarde o temprano nos quedaremos los dos sin esmalte. La mezcla de alcohol y efluvios de la estufa de butano me está mareando, y hasta me produce cierto pánico, pero también es divertido, como cuando se te echan todos encima en el colegio. La gruesa emulsión del pintalabios crea una cámara estanca en torno a nuestras bocas, de modo que cuando Rebecca aparta finalmente la boca, no me habría extrañado oír un ruido de ventosa, como en los dibujos animados, cuando a alguien le arrancan de la cara un desatascador.

—¿Hacemos bien? —pregunta ella.

Se le ha corrido todo el pintalabios, como si hubiera comido frambuesas.

—Muy bien —digo yo.

Ya la tengo nuevamente encima. Sabe a levadura de cerveza y a Golden Virginia, y al aroma graso del pintalabios. Por mi parte, albergo un temor inevitable por el curry Vesta de antes. ¿Simulo tener que ir al baño y así me lavo los dientes? No, que entonces sabrá que me los he cepillado por ella, y no quiero parecer convencional. ¿Tiene algo de anticonvencional el mal aliento? Probablemente no; de todos modos, si me lavo los dientes, podría pensarse que quiero que también se los cepille ella, y la verdad es que no; de hecho, me gusta bastante el sabor a tabaco, y la sensación de fumar por delegación. Será mejor seguir así. Pero ¿cuál es el siguiente paso? Como un ventrílocuo, intento deslizar la mano por su espalda, pero aún lleva puesta la casaca, así que al pasar del cinturón descubro que tiene el jersey bastante metido, y pruebo una ruta alternativa por el cuello. Para eso tengo que contorsionar el brazo y retorcer la mano en ángulos rectos, como el carterista más inepto del mundo, pero al final llego. El sujetador de Rebecca es negro y de encaje, con un poco de relleno, cosa que me sorprende. Dedico un momento a pensar en la política de este sujetador. ¿Por qué tiene relleno? ¿No es algo impropio de Rebecca? ¿Cómo es posible que ella, precisamente ella, sienta la necesidad de responder a las ideas convencionales, definidas por el hombre, de la feminidad? ¿Por qué iba a sentirse obligada a adoptar la imagen corporal convencionalmente sexy que ninguna mujer, todo sea dicho, es capaz de alcanzar en la vida real, con la posible excepción de Alice Harbinson?

Justo entonces interrumpe el beso, y ya me espero la pregunta: ¿qué narices me he creído? En vez de eso, lo que hace es susurrar:

—Brian…

—¿Qué?

—Te tengo que decir una cosa. Lo de antes no lo he dicho en broma. Lo de que tengo mis días.

—No pasa nada; yo también.

Me mira con cara de sorpresa.

—Lo dudo bastante, Bri.

—No, en serio, aunque no lo parezca.

Ahora pone mala cara.

—¿Tienes la regla?

—¿Qué? Ah, ya te entiendo. No, perdona, es que pensaba que decías que tenías días buenos y días malos…

Pero ahora mi mano ya no está en su sostén, ni volverá a estarlo. Rebecca se ha sentado al borde de la cama. Se arregla los leotardos, mirando si le he roto el jersey. La he cagado.

—No sé si es muy buena idea.

—A mí no me importa, de verdad.

—¿Qué quiere decir eso, si se puede saber?

—Que no me pasa nada porque tengas la regla.

—Ah, pues me alegro de que no te pase nada, Jackson; mejor, porque la cosa no tiene puto remedio.

—Perdona, es que no sé qué más decir.

—Me apuesto lo que quieras a que Alice Harbinson ni siquiera tiene la regla…

—¿Qué?

—Seguro que paga a otra persona para que la tenga…

—Espera, espera, ¿qué tiene que ver Alice Harbinson?

—¡Nada!

Se gira, y parece a punto de soltarme otra de las suyas, pero al final sonríe, o lo hace a medias.

—Más vale que te limpies la cara de pintalabios, que pareces un payaso…

Me paso una esquina del edredón por la boca.

—Si es lo que eres, un payaso, coño —la oigo murmurar.

—¿Ahora qué he hecho?

—Ya lo sabes.

—¡Oye, que has empezado tú!

—¿Que he empezado qué?

—A hablar de… de Alice, vaya.

—Pero bueno, Jackson…

—Yo solo la he nombrado porque la has nombrado tú…

—Pero estás pensando en ella, ¿no?

—¡Pues claro que no! —digo, aunque lo esté.

Rebecca sostiene mi mirada el tiempo necesario para cerciorarse. Después la aparta.

—Esto es una tontería —dice en voz baja, apretándose los ojos con la base de las manos—. Estoy un poco borracha. Creo que será mejor que me vaya.

Puede que antes no estuviera seguro, pero ahora tengo claro que no quiero que se vaya, así que me coloco frente a ella e intento volver a besarla. Ella gira la cabeza.

—¿Por qué te tienes que ir?

—No… no sé; por lo que acaba de pasar. ¿Podemos hacer como si no hubiera pasado?

—Ah… Bueno, vale. De acuerdo. Yo preferiría que no te fueses, pero si es lo que quieres…

—Me parece que sí. Me parece que me quiero ir.

Ya está de pie, abrochándose la casaca; ya se va hacia la puerta, dejándome con la pregunta de qué habré hecho esta vez; vaya, aparte de lo de siempre, de mi redomada inepcia. La sigo abajo, al pasillo, donde esquiva el amasijo de bicis que le cierra el paso.

—Ahora me he hecho una carrera en los leotardos. Joder…

—Al menos déjame que te acompañe.

—No, gracias.

—A mí no me molesta…

—Estoy bien.

—No deberías irte sola…

—No me va a pasar nada.

—De verdad, insisto…

Se gira de golpe y me señala con el dedo.

—¡Y yo insisto en que no! —me espeta—. ¿Te queda claro?

La dureza del tono nos sorprende a los dos. En mi caso, hasta es posible que dé un paso hacia atrás. Nos miramos, sin saber muy bien qué pasa.

—Además —dice ella al final—, tendrías que acostarte. Te recuerdo que tienes tus días. —Abre la puerta—. Que no salga nunca más el tema, ¿eh? Y no se lo cuentes a nadie, ¿vale? Y menos a la puñetera Alice Harbinson. ¿Me lo prometes?

—Pues claro. ¿Por qué se lo iba a explicar a Alice…?

Pero ya va por la mitad de la escalera. Se aleja en la noche sin mirar atrás.