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PREGUNTA: ¿Cómo se traduce la expresión latina habeas corpus, referida a un escrito legal que requiere la comparecencia de una de las partes ante un tribunal o un juez?

RESPUESTA: De cuerpo presente.

A la mañana siguiente me despierto tan frío que llego a pensar que el señor Harbinson me ha sacado de casa durante la noche. ¿Por qué será que cuanto más pija es la gente, más frío hace en sus casas? Encima el problema no es solo de frío, sino de suciedad: pelos de perro, polvo de libros, barro de botas, neveras que apestan a leche agria, queso en putrefacción y verduras del huerto pasadas. Juro que la nevera de los Harbinson tiene tierra de cultivo. En verano probablemente tengan que pasarle el cortacésped. Aunque quizá sea lo que define el verdadero estatus de clase media alta: saber tener frío y estar sucio con todo el aplomo del mundo. Eso y un pequeño lavabo en cada dormitorio. Me echo un poco de agua helada por la cara, dejo Secretos en la estantería y bajo.

Suena Radio 4 a todo volumen, por unos altavoces escondidos. Alice, tendida en el sofá, lee bajo una manta de estampado infantil, con perritos.

—¡Buenos días! —digo yo.

—Hola —murmura ella, absorta en la lectura.

Encuentro sitio al lado de un perro.

—¿Qué lees? —digo con voz divertida. Ella me enseña la tapa—. Cien años de soledad. ¡Como mi vida sexual!

—¿Has dormido bien? —dice ella al comprender que no me iré.

—Fabulosamente, gracias.

—¿Frío?

—Bueno, un poquito.

—Eso es que estás acostumbrado a la calefacción central. Es muy mala para la salud. Embota los sentidos…

Justo entonces, como para subrayarlo, entra tranquilamente en la sala de estar el señor Harbinson. Va desnudo.

—¡Buenos días! —dice desnudamente.

—¡Buenos días!

Aunque fije la vista en lo alto de la chimenea, me queda claro que o bien es un hombre muy peludo, o lleva un mono negro de mohair.

—¿Hay té hecho, Alice? —dice desvestidamente.

—Sírvetelo tú mismo.

Se agacha junto a ella (¡por la cintura!), y se sirve una taza. Luego sube al piso de arriba, de tres en tres escalones. Espero a poder mirar sin peligro para preguntar:

—¿Y… esto… es… lo… normal?

—¿El qué?

—Lo de tu padre desnudo.

—Normalísimo.

—Ah.

—¿No estarás escandalizado? —dice ella, entornando los ojos.

—Bueno, no sé…

—Seguro que has visto a tu padre desnudo.

—Bueno, desde que está muerto no.

—No, claro, perdona, se me había olvidado; pero antes de que se muriera, debiste de verlo desnudo.

—Pues es posible, pero no es como prefiero recordarle.

—¿Y a tu madre?

—¡No, por Dios! ¿Qué pasa, que tú te paseas desnuda delante de tu padre?

—Solo cuando nos enrollamos —dice Alice. Hace un chasquido con la lengua y pone los ojos en blanco—. Pues claro, yo y todos. Para algo somos una familia. Caray, qué susto te has pegado, ¿no? La verdad, Brian, para alguien supuestamente tan legal es increíble lo cuadrado que eres. —Vislumbro fugazmente en ella a la delegada de clase, maliciosa y superior. ¿Y no me acaba de llamar «cuadrado»?—. Pero no te preocupes, Brian, que cuando hay invitados me quedo con la ropa puesta.

—No, por favor, por mí no transijas… —Alice sonríe, a sabiendas de que me la estoy jugando—. Quiero decir que creo que reaccionaría bien.

—Mmm. No sé si creérmelo del todo.

Se humedece la punta del dedo y pasa de página.

El desayuno son tostadas de pan casero, con el color, el peso, la textura y el sabor de una tierra grasa de cultivo. También en la cocina suena Radio 4. De hecho, parece que esté en todas las habitaciones, y que sea imposible apagarla, como las pantallas de 1984. Masticamos escuchando la radio, y masticamos sin que Alice interrumpa su lectura. Ya tengo el ánimo por los suelos. Una de las razones es que soy el primero a quien llaman «cuadrado» desde 1971, pero más que nada me entristece la referencia a mi padre. ¿Cómo se le puede haber «olvidado»? Por otra parte, me parece despreciable estar hablando de él delante de otros. Seguro que se habría puesto loco de contento al saber su destino: que su hijo le usara de materia prima para un montón de chistecitos de mierda, o para monólogos de borracho que se compadece de sí mismo. La búsqueda de mi «yo de verdad» no está saliendo bien. Encima, ni siquiera me he lavado los dientes.

Salimos a dar un largo paseo por la nieve. El paisaje de East Anglia no merece el calificativo de espectacular; sí el de interesante, supongo, en plan posnuclear. Por mucho que avances, tiende a verse siempre lo mismo, con lo que en el fondo ya no tiene sentido pasear. Al menos es coherente. Por otra parte, refresca estar en algún sitio donde no se oiga Radio 4. Alice me coge del brazo, y casi me olvido de que la nieve me está estropeando mis botas nuevas de ante.

Desde que voy a la universidad, me he fijado en que la gente siempre quiere hablar de cinco grandes temas: 1) «Mis notas de bachillerato»; 2) «Mi crisis nerviosa/trastorno alimentario»; 3) «Mi beca completa»; 4) «Por qué en el fondo me alivia no haber podido entrar en Oxford o Cambridge», y 5) «Mis libros favoritos». La opción por la que nos decantamos es la última.

—Para mí, lo máximo siempre había sido el Diario de Ana Frank. De adolescente estaba empeñada en ser Ana Frank. El final no, evidentemente, pero sí la idea de vivir espartanamente en un desván, leyendo libros, escribiendo un diario y enamorándome del chico judío pálido y sensible del desván de al lado. Debe de sonar un poco perverso, ¿no?

—Un poco.

—Creo que solo es una fase por la que pasamos todas las chicas a una determinada edad, como hacerse cortes, vomitar y ser lesbiana.

—¿Tú has probado el lesbianismo? —pregunto con naturalidad, casi con voz de falsete.

—Bueno, en el internado casi no tenías más remedio. Era obligatorio: lesbianismo, francés y netball.

—¿Y… qué hiciste?

—Ya te gustaría saberlo. —Pues sí, obviamente—. La verdad es que no mucho. Solo tanteé un poco el terreno.

—¡Pues igual tendrías que haberle entrado más a fondo! —Me sonríe cansadamente—. Perdona. Bueno, y ¿qué pasó?

—Pues supongo que no me acabó de convencer. Siempre me ha gustado demasiado el sexo con hombres. Echaría de menos la penetración. —Caminamos algo más—. ¿Y tú?

—¿Yo? Ah, pues también echaría de menos la penetración.

—Intento hablar en serio, Brian —dice, dándome un puñetazo en el brazo con su mitón—. ¿Lo has hecho o no?

—¿Que si he hecho el qué?

—Bueno, doy por supuesto que te habrás acostado con otros hombres.

—¡No!

—¿En serio?

—Totalmente. ¿Por qué lo dices?

—No, por nada, lo daba por supuesto.

—¿Te parezco afeminado? —pregunto.

Otra vez el falsete.

—No, afeminado no. Además, el afeminamiento no indica homosexualidad.

—No, claro, pero es que hablas como mis compañeros del colegio.

—Bueno, bueno, el que se pica, ajos come…

Cambio de tema. Tengo muchas ganas de redirigir la conversación hacia el lesbianismo, pero de pronto recuerdo vagamente haber oído algo sobre hacerse cortes. Seguro que habría sido mejor ir por ese camino.

—¿Y lo de… las autolesiones?

—¿Qué autolesiones?

—¿No has dicho que te hacías cortes?

—Ah, bueno, muy de vez en cuando. Creo que lo llaman «llamada de socorro»; o más exactamente de atención. Es que en el colegio estaba un poco deprimida y solitaria, pero bueno, nada.

—Me sorprende —digo.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué te sorprende tanto?

—No, por nada; supongo que me resulta inconcebible que puedas estar deprimida por algo.

—Oye, Brian, a ver si te quitas de la cabeza la idea de que soy una especie de ser perfecto. Nada que ver con la verdad, te lo aseguro.

Esta tarde, sin embargo, Alice es bastante perfecta.

De vuelta del paseo, cerca ya de la casa, retozamos un poco en el césped delantero, tirándonos bolas de nieve. La diferencia con todas mis guerras de nieve anteriores es que nadie ha metido una caca de perro o trozos de cristal en las bolas. Ni siquiera es una guerra propiamente dicha, sino una pelea levemente afrodisíaca, de esos jugueteos afectados que dan la impresión de que los filma alguien, a poder ser con una cámara de cine en blanco y negro. Luego entramos y nos secamos delante de la chimenea, en el sofá, mientras Alice pone sus discos favoritos: mucho Rickie Lee Jones, y Led Zeppelin, y Donovan, y Bob Dylan. Aunque en 1982 tuviera dieciséis años, la verdad es que es muy 1971. La veo dar brincos por la sala mientras suena «Crosstown Traffic», de Jimi Hendrix. Luego, cuando se cansa de saltar y cambiar de disco cada tres minutos, pone un elepé viejo y gastado de Ella Fitzgerald y nos recostamos a leer en el sofá, mirándonos de vez en cuando de reojo, como la escena de Michael York y Liza Minnelli en Cabaret. Solo hablamos cuando nos apetece. Milagrosamente, paso casi toda una tarde sin decir nada fatuo, pretencioso, mojigato, sin gracia o autocompasivo, ni rompo ni derramo nada, ni echo pestes de nadie, ni me quejo, ni protesto, ni me echo el pelo hacia atrás, ni me toco la cara al hablar. De hecho, soy prácticamente lo mejor que puedo ser, una persona que, si no adorable, al menos es agradable. Hacia las cuatro, Alice se tumba, apoya la cabeza en mi regazo y se queda dormida. Entonces, al menos durante ese rato, parece verdad: es la perfección encarnada. Estamos escuchando la cara B, quinta canción de Blue. Joni canta: «La última vez que vi a Richard fue en Detroit, en el 68 / y me dijo que todos los románticos acaban igual, / cínicos, borrachos, aburriendo a alguien en algún oscuro bar…». Cuando se acaba el disco, y en la sala no se oye nada más que el fuego, me quedo extremadamente quieto, viéndola dormir. Tiene los labios ligeramente entreabiertos. Siento el calor de su respiración en el muslo y contemplo la pequeña cicatriz en relieve de su labio inferior, blanca sobre fondo rojo; y siento el deseo irrefrenable de tocarla con el pulgar, pero como no quiero despertarla, me limito a mirarla, a mirarla, a mirarla. De todos modos, al final la tengo que despertar, porque temo que el peso y el calor de su cabeza en mi regazo me estimulen demasiado, no sé si me explico, y a nadie le gusta que lo despierten así, seamos francos; con eso en la oreja, no.

Por increíble que parezca, lo que viene luego aún es mejor. Sus padres han salido a cenar; están comiendo más verdura en Southwold, en el molino reformado donde vive no sé quién, así que en la casa solo quedamos Alice y yo. De pie, los dos en la cocina, bebiendo grandes tazas de gin tonic, me avergüenza decir que alimento la fantasía de que vivimos juntos allí. Apagamos todas las luces de la casa y jugamos al Scrabble a la luz de las velas, escrutando las letras. Gano yo, la verdad es que con diferencia, pero también con modestia, y elegancia. «Perplejo» y «azorado» en puntuación triple, por cierto.

De cena hay arroz integral salteado, que sabe un poco como si hubiéramos freído los restos de la sartén, pero si le echas bastante salsa de soja es comestible. Además, para cuando empezamos a comerlo estamos alucinantemente borrachos, hablando por los codos, riendo, bailando canciones viejas de Nina Simone en el salón y compitiendo luego a cuál de los dos resbala más lejos con los calcetines por el suelo de madera barnizada. Hechos un ovillo de risas en el suelo, de golpe Alice me coge las manos y dice, con sonrisa pícara:

—¿Quieres subir?

Se me sale el corazón por la boca.

—Bueno, depende. ¿Qué es subir? —digo, perplejo y azorado.

—Ven y lo averiguarás. —Alice sube a cuatro patas por la escalera, gritando—: ¡Dentro de dos minutos en tu dormitorio! ¡Trae el vino!

Concéntrate. Tú concéntrate.

Voy al fregadero de la cocina, aparto el wok lleno de agua, abro el grifo del agua fría y me mojo la cara, para serenarme, y para comprobar que no estoy soñando. Después, con la botella de vino y las copas medio llenas en precario equilibrio sobre las puntas de los dedos, sigo a Alice al piso de arriba.

Como aún no está en mi habitación, me lavo muy deprisa los dientes en la pila, atento a sus pasos, para que no me pille y se crea que presupongo cosas. Oyendo que se acerca por el pasillo, me enjuago la boca, escupo, apago la luz del techo y espero en la cama, en una pose toda naturalidad.

—¡Tacháaaan!

Está en la puerta, tendiendo los brazos como si le hubieran dado un Oscar, pero yo no sé qué tengo que mirar. ¿Tal vez sus pechos? Contra toda esperanza, me pregunto si se habrá puesto lencería especial. Luego le veo los Rizlas en una mano y la bolsita de papel de celofán en la otra.

—¿Qué es?

—Hachís, tío; un hachís de la leche. Abajo no podemos, porque Michael es como un sabueso. Lo de padre bohemio tiene un límite.

Coge de la estantería It’s a Busy, Busy World, de Richard Scarry, y lo usa para liar el porro.

—¿Y tu madre?

—Bueno, mamá es la que me lo consigue, de un tío raro del pueblo. ¡Qué te voy a decir! La ruina del ama de casa; pero bueno, de alguna manera tiene que distraerse, supongo. Es un hachís increíble. ¡Increíiiible! —Válgame Dios, que pone acento antillano, entre Jamaica y Aldeburgh. Es la primera vez que siento vergüenza ajena por ella—. Qué hierba más fueeerte, tíooo… Buenísima…

Para ya, Alice, por favor. Ya lo ha encendido, y lo chupa a fondo. Retiene el humo en los pulmones, con los ojos en blanco. Luego hace morritos y lo arroja hacia la pantalla de papel de la lámpara. Yo me pregunto si la marihuana es afrodisíaca.

Alice me mira con un ojo, bajo el párpado caído, y me ofrece el porro como si fuera un desafío. Que lo es.

—Te toca, Bri.

—La verdad es que no puedo, Alice.

—¿Por qué? ¿Por qué no quieres fliparte, Bri?

Su respuesta me hace muchísima gracia.

—No, si me encantaría —digo, mientras su cabeza choca con el cabezal—, pero es que nunca he aprendido a fumar, ni siquiera tabaco. Soy un desastre; no sé aguantar el humo, al menos sin que me dé un ataque de tos.

En realidad era una de las cosas que esperaba hacer en la universidad, fumar, como leer el Quijote, dejarme barba y aprender a tocar el saxo alto, pero todavía no he puesto manos a la obra.

—Mira que eres raro, Brian Jackson —dice ella, poniéndose muy seria de golpe—. ¿Cómo es posible que no fumes? A mí es lo que se me da mejor; bueno, lo segundo… —dice, guiñando el otro ojo. Tiene que ser afrodisíaca, sí, la marihuana—. Vale, pues vamos a probar con algo un poco más provocativo. ¡Pero primero un poco de música!

Da tumbos hasta la grabadora de su infancia, un armatoste con «Alice» escrito con Tippex. Busca una cinta en el cajón de su antiguo escritorio, la mete y pulsa el play. Creo que es Brian Cant cantando «A Froggy Went A Courtin».

—¡Toma subidón proustiano! —dice—. Esta canción es mi infancia. ¡Joder, cómo me gusta esta canción! ¡Me encanta! ¿A ti no? Bueno, joven, venga aquí; siéntese bien derecho…

Nos arrodillamos encima de la cama, frente a frente. Alice pone su cara a pocos centímetros de la mía.

—Vale, ahora ponte aquí las manos… —Me coge las muñecas y me las coloca en la espalda—. Y aprieta así los labios.

Su boca está a pocos centímetros. Su aliento es dulce, con olor a salsa de soja y jengibre. Levanta la mano y me aprieta los mofletes, haciéndome sacar los labios exageradamente.

«Froggy went a courtin’, he did ride, uh-hum…»

—Bueno, señor Jackson, lo que estoy a punto de hacerle no es lo que se cree, o sea, que no sea descarado. Le voy a soplar el humo dentro de la boca, y usted va a inhalar profundamente, manteniendo el humo en los pulmones sin toser, ¿me entiende? ¡Se lo prohíbo! Lo que hará será aguantar la respiración todo el tiempo que le sea físicamente posible, y hasta entonces no exhalará. ¿Le queda claro?

—Perfectamente.

—Bueno, pues… ¡vamos allá!

Se pone el porro entre los labios y lo chupa a fondo. Luego sonríe, arqueando las cejas como si dijera: «¿Listo?». Yo asiento: listo, sí. Ella acerca sus labios a los míos, hasta que solo los separan centímetros, milímetros, o seguro que ni eso; seguro que se rozan. Después sopla, y yo aspiro, lo cual, dadas las circunstancias, es muy comprensible. No quiero que se acabe nunca este momento.

«Froggy went a courtin’, he did ride

A sword and pistol by his side

A Froggy went a courtin’ he did ride, uh-hum…»

Finalmente, cuando tengo los pulmones a punto de explotar, suelto la respiración. Ella se aparta.

—¿Qué te ha parecido? —pregunta.

—¡Bien! —digo yo, una vez que descubro cómo mover la boca.

—¿Notas algo?

—Nada espectacular.

—¿Quieres hacerlo otra vez?

—¿Que si quiero, Alice? ¡Dios mío! Más que nada en el mundo… —Vale, sí.

—¿Estás seguro? Es muy fuerte.

—De verdad, Alice. Hazme caso, que no me pasará nada.

Cuando vuelvo en mí, Alice se ha ido. Estoy debajo de la colcha, y Froggy sigue dale que te pego. El casete está en autoreverse. Como no tengo ni idea de cuánto tiempo he estado fuera de combate, aprieto el botón de stop y busco mi alarma de viaje. La una y media de la noche. De repente me muero de sed. Por suerte, al lado de mi cama queda media botella de refrescante vino tinto, así que me incorporo y casi me la acabo. Al mirar si Alice me ha quitado los pantalones antes de acostarme, veo que no, pero estoy demasiado colocado para saber si es una satisfacción o una decepción.

Además, estoy demasiado ocupado en pensar en la comida. No había tenido tanta hambre en toda mi vida. Hasta los calabacines me parecen apetitosos. ¡Aleluya! De pronto me acuerdo de que obran en mi propiedad unos fiambres. Gracias, mamá. Saco de la maleta el paquete de papel de aluminio, arranco una tira de grasa de una loncha de beicon hervido y me meto lo magro en la boca. Está bueno, pero falta algo. Pan. Necesito un bocadillo. Tengo que comer pan.

No me acordaba de que fuera tan difícil caminar. Bajar por la escalera se me antoja casi imposible. No quiero encender ninguna luz, pero la verdad es que no se ve ni jota, así que pongo una mano en cada pared y bajo a la cocina. El tiempo se estira. Parece que el trayecto dure varios días, aunque acabo llegando, y emprendo una tarea de tal dureza física como es la de cortar dos rebanadas del pan integral casero. El bocadillo resultante tiene el tamaño, el peso y la textura de un ladrillo doméstico, pero ya no me importa, porque contiene fiambres. Me siento a la mesa, y ante todo me sirvo algo de leche, para intentar que el pan no sea tan arenoso, pero se ha agriado y cortado. Justo cuando voy a escupirla al fregadero, se oye el clic de la luz del rellano y oigo un crujido al final de la escalera.

¡Puede que sea Alice! Puede que podamos retomarlo en el punto en que lo dejamos. Pero no, es la señora Harbinson. Rose. Desnuda. Rose. Me trago la leche cortada.

Debería decir algo enseguida, claro, un simple y asexuado «¡Hola, Rose!», pero el porro y el vino me han nublado el cerebro, y como no quiero que me grite una mujer desnuda a las dos de la mañana, me quedo sentado y muy quieto, con la esperanza de que se marche. Rose abre la puerta de la nevera y se agacha. La luz blanca de la nevera, y el gesto de agacharse, hacen que se la vea desnuda de verdad. Un examen más detenido revela que en realidad lleva unos gruesos calcetines grises, que prestan a su desnudez un aire saludable, como de muesli, o de dibujo de La alegría del sexo. En mi estado embotado por la droga, se me ocurre pensar si existe la palabra «pubicidad». ¿Qué estará buscando? ¿Y por qué tarda tanto? Supongo que «se conserva bien», pero la verdad es que nunca he visto desnuda a una mujer entera, así, en la realidad, de golpe; solo a partes, y ninguna de ellas superaba los diecinueve años, así que no se puede decir que sea una autoridad sobre el tema. Aun así, supongo que la situación no carece de una especie de erotismo gastado, levemente atemperado, todo hay que decirlo, por el paquete de jamón a temperatura corporal que tengo en mi regazo. Temiendo, de pronto, que el olor a carne llegue hasta Rose, intento doblar el papel de aluminio sin hacer ruido. El consiguiente crujido reverbera en la cocina como si fuera una tormenta eléctrica.

—¡Dios mío! ¡Brian!

—¡Hola, señora Harbinson! —digo alegremente.

Pensaba que se cubriría con los brazos, pero no parece demasiado preocupada por su desnudez. Lo único que hace es coger tranquilamente un trapo de cocina del National Trust, atárselo en la cintura y apoyárselo en la cadera como un sarong. Leo «Sissinghurst Gardens» por su muslo.

—¡Válgame Dios! Espero no haberte escandalizado —dice.

—No, bueno…

—Aunque seguro que habrás visto desnudas a cientos de mujeres.

—Se sorprendería, señora Harbinson.

—Ya te dije que me llamaras Rose. ¡Con «señora Harbinson» parezco vieja!

Se hace un silencio pasajero. Busco algo que decir que elimine todo lo que pueda tener la situación de incómodo o violento, y se me ocurre la solución perfecta.

—¿Me está intentando seducir, señora Harbinson? —digo con acento americano.

Pero ¿qué acabo de decir…?

—¿Perdón?

No lo repitas…

—¿Me está intentando seducir? —digo.

Explícaselo, deprisa, deprisa…

—Sí, como la señora Robinson —explico.

Rose me mira inexpresivamente.

—¿Quién es la señora Robinson?

—Es una cita. De El graduado.

—Pues te aseguro que a ti no tengo ninguna intención de seducirte, Brian.

—Ya, ya lo sé; ni yo quiero que me seduzca.

—Ah, bueno, pues ya estamos de acuerdo.

—Lo cual no significa que no la encuentre atractiva…

—¿Perdón?

—¿Qué coño pasa aquí abajo? —dice una voz.

Ahora hay otra figura que baja a grandes pasos por la escalera: las piernas musculosas y fornido pecho del… las piernas musculosas y fornido pecho desnudos del señor Harbinson. Parece que sujete entre las piernas un paraguas cerrado, pero un examen más atento revela que se trata de un pene. Ahora sí que ya no sé adónde mirar: si no lo hago a los genitales de Rose, es como si mi línea de visión cayese directamente en los del señor Harbinson. De pronto se me hace difícil encontrar algún punto sin genitales de la cocina, así que al final elijo uno del techo, justo encima de los fogones, y me concentro, me concentro, me concentro…

—No pasa nada, Michael. Es que he bajado a beber algo y me he encontrado a Brian, pero ya está…

¿Por qué suena tan culpable? ¿Qué quiere, que me mate?

—¿Y de qué estabais hablando?

¡Madre mía, que me ha oído! Ya estoy muerto.

—¡De nada! Brian me ha dado un susto, pero ya está.

Ni el señor Harbinson ni su pene parecen convencidos; caigo en la cuenta de que no es que se lo tape con la mano, sino que lo sujeta, y por un momento tengo el miedo irracional de que lo use para pegarme.

—Pues no habléis tan alto, ¿vale? ¡Y tú sube a la cama, Rose!

Sube otra vez, pisando fuerte, con el paraguas cerrado en una mano. Rose, cuya incomodidad es más que manifiesta, descuelga un delantal de vinilo con estampado de flores que hay junto a los fogones y se lo pone de mala gana, mientras yo quito de la mesa la carnosa prueba del delito envuelta en papel de aluminio y la meto en el cajón de los cubiertos.

Finalmente, Rose se acerca a la mesa.

—Creo que lo mejor es que ninguno de los dos vuelva a sacar el tema —sisea—, ¿no, Brian?

—Vale, pero solo quiero decirle que es verdad que era una cita…

—Nos olvidamos, ¿vale? Como si no hubiera pasado. —Me mira fijamente a la cara—. ¿Te encuentras bien, Brian?

—¡Sí, sí, muy bien!

—Te veo un poco pálido.

—¡No, si es mi color normal, Rose!

Mira el vaso que tengo delante.

—¿Es la leche?

—Ajá.

—¿O sea, que la tenías tú?

—Eso me temo, Rose.

—Es lo que buscaba, Brian.

—Perdón. —Hace el gesto de cogerla—. ¡Aunque yo de usted no la bebería!

—¿Se puede saber por qué?

—Es que se ha cortado; está agria, asquerosa…

Rose coge el vaso de leche cortada, lo huele, bebe un poco y me mira con el más absoluto desprecio.

—Es leche de soja, Brian —dice.

En algún lugar de Blackbird Cottage se oye una risa histérica, un cacareo horrible, de loco, la risa de algún niño lastimoso y depravado. Tardo un poco en comprender que de quien sale la risa es de mí.

A la mañana siguiente, al despertarme, transcurren los tres segundos habituales entre la conciencia de que debería sentir mucha vergüenza y el recuerdo de por qué. Gimo, gimo en voz alta, como si alguien hubiera saltado encima de mi pecho. Después miro la alarma. Son las once y media. Tengo la sensación de salir de un coma.

Me quedo así un momento, buscando la mejor manera de enfrentarme con la situación. Bueno, la mejor sería suicidarme, pero la segunda requerirá grandes dosis de humillación, súplicas y burlas de mí mismo, así que empiezo a vestirme para acabar de una vez, cuando de pronto llaman a la puerta.

Es Alice, cariacontecida, como es lógico. ¿Sabe que su madre desnuda cree que he intentado seducirla?

—Hola, bello durmiente… —susurra.

—Alice, siento tanto, tanto lo de anoche…

—¡Pero qué dices! Si no pasa nada. Ni lo pienses. —Obviamente, no sabe nada—. Oye, Brian, que ha pasado algo y tengo que irme a Bournemouth…

Se ha sentado al borde de la cama, como si estuviera a punto de llorar.

—¿Por qué, qué pasa?

—Mi abuela paterna, que se ha caído por la escalera en plena noche, y está en el hospital con la cadera rota. Tengo que ir a verla.

—Caramba, Alice…

—Mamá y papá ya se han ido, pero tengo que ir con ellos, así que creo que lo de Año Nuevo no podrá ser. Lo siento.

—No pasa nada; preguntaré los horarios de…

—Ya lo he hecho yo. Dentro de tres cuartos de hora sale un tren para Londres. Te llevo yo en coche a la estación. ¿Te va bien?

Así que me pongo a hacer el equipaje, metiendo libros y ropa en la bolsa como si fuera una evacuación de emergencia. Diez minutos después, estamos en el Land Rover. A Alice, que conduce, se la ve diminuta ante el volante, como una muñeca Sindy conduciendo un jeep de los Action Man. Por la noche, la nieve se ha convertido en una pasta sucia y gris. La impresión de que vamos demasiado deprisa agrava el ambiente general de tensión y nerviosismo.

—¡Hoy me duele la cabeza una barbaridad! —declaro.

—A mí también —contesta ella.

Pasan doscientos metros de carretera rural.

—Esta noche me he encontrado a tus padres en la cocina —digo como si tal cosa.

—¿Ah, sí?

Doscientos metros más.

—¿No te han contado nada?

—No, la verdad es que no. ¿Por qué me lo iban a contar?

—No, por nada.

Parece que no corro peligro. Evidentemente, no es que me alegre de que su abuela se haya caído por la escalera, pero al menos les ha distraído.

Llegamos a la estación cuando aún falta un cuarto de hora. Alice me ayuda a llevar el equipaje hasta el andén vacío.

—Siento tanto que no puedas quedarte para Año Nuevo…

—Tranquila. Dale recuerdos a tu abuela. —¿Por qué? ¡Pero si no la conozco de nada!—. Y perdona que ayer por la noche me diera una sobredosis de ti.

—No pasa nada, de verdad. Oye, ¿te importa si no espero a que te subas al tren? Es que me tengo que ir…

Nos abrazamos, pero sin besarnos. Después se va.

Llego a casa sobre la hora de la cena y entro sin llamar. Mi madre, con chándal, está estirada en el sofá de la sala de estar, viendo Blockbusters a todo volumen, con un cenicero en equilibrio sobre su barriga y un cubo de Quality Street y una botella de Tia Maria delante, en la mesita. Al oírme entrar, se incorpora y esconde la botella debajo de un cojín. Luego se da cuenta de que se ha dejado fuera la copa de jerez con Tia Maria y trata de esconderla rodeándola con las dos manos, como si fuera una tacita de cacao, o algo así.

—¡Has vuelto antes!

—Sí, mamá, ya lo sé…

«Elijo la F, Bob».

—¿Qué ha pasado?

—Que la abuela de Alice se ha roto la cadera.

—¿Cómo ha sido?

—La he empujado yo por la escalera.

—No, en serio.

—No tengo ni idea, mamá.

«¿Qué F es el principal componente químico de la fabricación de cerillas?».

—Pobre… ¿Se curará?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Ni que fuera yo el médico! Fósforo.

«Correcto».

—¿Qué? —dice mi madre.

—¡La tele! —replico yo.

«Elijo la H, Bob, por favor…»

—¿Te pasa algo, Bri?

—¡No, no me pasa nada!

«¿Qué H dio nombre a…?».

—¿Te has peleado con tu no…?

—¡Que no es mi novia!

—¡Vale, vale, no hace falta que me grites!

—Un poco temprano para cócteles, ¿no, madre?

Me giro y subo corriendo por la escalera, con una sensación de sordidez y de crueldad. ¿De dónde he sacado ese «madre» tan feo y desagradable? Yo nunca la he llamado «madre». Entro en mi habitación, doy un portazo, me tumbo en la cama y me pongo los auriculares para escuchar mi casete copiado de Lionheart, el segundo disco de Kate Bush, de una belleza impresionante: «Symphony in Blue», primera canción de la cara A. Casi enseguida, sin embargo, me doy cuenta de que falta algo.

Los fiambres.

La noche pasada me dejé el paquete de fiambres en el cajón de la cocina. Como no tengo el número de teléfono de los Harbinson en Bournemouth, decido llamar a la casa y dejar un mensaje para cuando vuelva Alice. Después de cuatro señales, salta el contestador, y justo cuando estoy pensando qué decir, inesperadamente se pone alguien.

—¿Diga?

—Ah… Hola. ¿Es… es Rose?

—¿Con quién hablo?

—Con Brian, el amigo de Alice.

—Ah, hola, Brian. Espera un momento, por favor.

Se oye el roce de una mano al tapar el auricular. Después unos murmullos, y la voz de Alice.

—¿Hola? ¿Brian?

—¡Hola! ¡Todavía estás allá!

—Sí, sí, aquí estamos.

—Creía que estabais en Bournemouth…

—Sí, pero es que… al final la abuela estaba mucho mejor y hemos vuelto. De hecho acabamos de entrar.

—Ya. ¿Se encuentra bien, entonces?

—¡Está perfectamente!

—¿No tiene la cadera rota?

—No, solo un golpe muy fuerte, y… mmm… una conmoción.

—Qué bien. Me alegro. Bueno, no de que esté conmocionada, claro; quiero decir que me alegro de que no peligre su vida…

Silencio.

—¿Y…?

—No, nada, solo quería decir que me he dejado los… esto… los fiambres, sabes, ¿no?

—Ah, ya. ¿Y dónde está, la… carne esa?

—En el cajón de la mesa de la cocina.

—Ah. Vale, pues ahora voy a buscarla.

—No sé si no es mejor que esperes a que no esté tu madre cerca…

—No, claro.

—Bueno, pues nos vemos el año que viene en la universidad, ¿no?

—Exacto. ¡Hasta el año que viene!

Ha colgado. Me quedo en el pasillo con el teléfono en la mano y la mirada perdida.

Oigo la tele en la sala de estar.

«¿Qué K formuló tres leyes que describen con exactitud el movimiento de los planetas alrededor del sol?».

—Johannes Kepler —digo, sin hablar con nadie.

«¡Correcto!».

Ahora no tengo ni idea de qué hacer.