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PREGUNTA: ¿Qué término socioeconómico empezó describiendo a los artesanos de las ciudades amuralladas de la Francia del siglo XI, cuya posición estaba entre la de los campesinos y la de los terratenientes?

RESPUESTA: Burguesía.

Al salir en tren de Southend, miro por la ventanilla y veo calles mojadas y vacías, con pocas tiendas abiertas, en plan lo tomas o lo dejas. Los días más largos y asquerosos del año tienen que ser estos cuatro, entre San Esteban y Nochevieja, una especie de domingo inflado y bastardo, aunque el peor de todos es el puente del 15 de agosto. Yo ya me veo muerto cualquier puente de agosto por la tarde, hacia las dos y media, de tedio terminal.

Cambio en Shenfield, donde mi almuerzo se compone de una lata de Lucozade, un paquete de Hula Hoops y un Twix comprado en un quiosco expuesto al viento. Después, me queda el tiempo justo para ver si se me cura bien la cara en el espejo del lavabo de la estación, y subirme al tren.

Al abandonar la periferia y poner rumbo a Suffolk, la lluvia se convierte en nieve. En Southend casi nunca nieva así; la combinación de farolas, aire del estuario y calefacción central a mansalva tiende a convertirla en una especie de caspa fría y húmeda. En cambio aquí, cruzando campos bajo el sol poniente, se le ve un grosor y una limpieza fabulosos. Leo cinco veces la primera página de los Cantos de Ezra Pound, sin entender ni jota. Luego me rindo y miro el paisaje con melancolía. Diez minutos antes de llegar, me pongo el abrigo y la bufanda y observo mi reflejo en la ventanilla. ¿El cuello levantado o bajado? Persigo un look a lo Graham Greene, de El tercer hombre, pero me sale un vídeo de Ultravox.

Cuando faltan cinco minutos, practico lo que diré al ver a Alice. No he estado tan nervioso desde mi Jesucristo en Godspell, cuando tenía que quedarme desnudo de cintura para arriba para que me crucificasen. Ni siquiera puedo sonreír con normalidad; si cierro la boca, me sale una mueca asimétrica, como de víctima de embolia, pero al abrirla mis dientes son un mosaico de amarillos y negros, como una bolsa de piezas del Scrabble. Gracias a haber comido fruta fresca y verdura toda su vida, Alice Harbinson tiene una dentadura perfecta. Me imagino a su dentista mirándole la boca y llorando al ver tan puro y níveo esplendor.

Cuando entra el tren en la estación, veo a Alice esperando al final del andén, protegida de la nieve por un abrigo largo, negro y con pinta de caro, que casi toca el suelo, y una bufanda de lana gris que envuelve su cabeza. Me pregunto dónde guardará la balalaika. Al verme no es que se eche a correr, pero al menos camina un poco más deprisa. Cuando se le perfila la cara, veo que sonríe, y luego se ríe; tiene la piel más blanca y los labios más rojos que en la facultad; toda ella irradia más dulzura y calidez, como si no estuviera de guardia. Me echa los brazos al cuello, y dice que me ha echado de menos, y qué bien que haya venido, y cuánto nos vamos a divertir. Por un momento parece la felicidad perfecta estar aquí con Alice, en una estación rural nevada, hasta que veo por encima de su hombro a un hombre moreno, guapo y taciturno, que supongo que será su padre. Heathcliff con chaqueta de cazador.

Si tuviera hinojos, me hincaría de ellos. En vez de eso, le tiendo la mano. Últimamente experimento con los apretones, porque es lo que imagino que hacen los hombres hechos y derechos, pero el señor Harbinson se limita a mirarme como si estuviera haciendo algo increíblemente poco enrollado, dieciochesco, como una reverencia o algo así. Al final me coge la mano, la aprieta lo justo para demostrarme que si quisiera me podría fracturar el cráneo, da media vuelta y empieza a caminar.

Vamos hacia un Land Rover verde aparcado en la estación, yo arrastrando el equipaje, y Alice delante, con los brazos al cuello de su padre, como si fueran novios. Si yo a mi madre la cogiera así del cuello, llamaría a los servicios sociales. En cambio, el señor Harbinson parece que se lo toma bien, porque pasa el brazo por la cintura de Alice y se arrima a ella. Aprieto el paso hasta ponerme a su lado.

—Brian es el arma secreta del equipo. Es el niño prodigio que te dije —dice Alice.

—Bueno, prodigio no sé si será un poco exagerado —digo yo.

—Sí, seguro —dice el señor Harbinson.

Circulamos por carreteras rurales, yo en el asiento trasero, entre katiuskas y botas de montaña embarradas, y mapas mojados del Ordnance Survey, mientras Alice recita un monólogo sobre todas las fiestas a las que ha ido y todas las viejas amistades a las que ha vuelto a ver, y yo analizo hasta la última palabra en busca de Intrusos Amorosos, algún actor joven y sexy, o un escultor de cuerpo fibrado que se llame Max, o Jack, o Serge. De momento, parece que no hay moros en la costa. Es posible que se censure porque está su padre, aunque lo dudo. Yo creo que Alice es de esa gente tan rara que actúa exactamente igual en presencia de sus padres que de sus amigos.

El señor Harbinson escucha y conduce en silencio, emanando un aura de sutil hostilidad. Es enorme, gigantesco; intento imaginarme la razón de que alguien que hace documentales de arte para la BBC2 tenga un cuerpo de albañil. ¡Y qué peludo! De esos que se afeitan dos veces al día las mejillas; pero, al mismo tiempo, se nota que es de una inteligencia pavorosa. Parece criado entre lobos, pero lobos conscientes del valor de una educación universitaria como Dios manda. También parece de una juventud, apostura y estilo inverosímiles en un padre, como si lo de tener familia lo hubiera encajado entre conciertos de Hendrix y dosis de LSD.

Al fin llegamos a Blackbird Cottage. Bueno, lo de «cottage» engaña, porque es enorme, y muy bonita, de esas casas con varias partes: una serie de establos y granjas —casi todo un pueblo— reformados y comunicados para albergar la residencia de campo de la familia Harbinson. Todo el lujo de una suntuosa mansión, pero sin connotaciones aristocráticas políticamente inconvenientes. La nieve le da aires de postal navideña en movimiento. Hasta sale humo por la chimenea; todo muy rural, decimonónico, salvo el coche deportivo, el dos caballos de Alice y una piscina cubierta de lona, en el antiguo emplazamiento del establo de las vacas. En realidad hace tiempo que se prescindió de cualquier consideración práctica sobre tareas agrícolas, y hasta los perros parecen de clase media: dos labradores que llegan dando brincos, como si dijesen: «¡Qué alegría! Cuéntanos, cuéntanos de ti». No me sorprendería descubrir que tienen cuatro años de piano.

—¡Te presento a Mingus y Coltrane! —dice Alice.

—Hola, Mingus y Coltrane.

Mientras cruzamos el patio de la granja, el protocolo canino sufre un ligero lapsus cuando empiezan a husmear los fiambres de mi maleta. La cargo en brazos.

—¿Qué te parece?

—Precioso. Más grande de lo que me esperaba.

—Mamá y papá la compraron en los sesenta por unas cinco guineas, o algo así. Ven, que te presento a Rose.

Tardo un segundo en comprender que Rose es su madre.

Hay un viejo tópico machista que dice que tu mujer se acaba convirtiendo en su madre, pero en el caso de Alice no me molestaría. Bueno, no es que vaya a casarme con Alice, ni nada, pero la señora Harbinson es guapísima. Al entrar en la cocina —un establo abovedado, de cobre y roble—, nos la encontramos escuchando The Archers junto al fregadero, y durante un segundo pienso que es Julie Christie quien lava las zanahorias. Es menuda, con pequeñas arrugas en torno a sus ojos azules y una permanente rubia y esponjosa. Avanzo por las baldosas con el brazo tendido, como un soldadito de plomo, resuelto a perseverar con lo de los apretones.

—Conque este es el Brian de quien tanto he oído hablar —dice ella, sonriendo, y agita la punta de mi dedo con sus manos manchadas de tierra.

Frente a su sonrisa, se me aparece fugazmente una profesora de quien estuve enamorado a los nueve años.

—Encantado de conocerla, señora Harbinson.

Es como sueno, a niño de nueve años.

—No, por favor, no me llames señora Harbinson, que me hace vieja. Llámame Rose.

En el momento en que se inclina para darme un beso en la mejilla, hago el acto reflejo de mojarme los labios, y de resultas de ello el besito que doy yo en la suya es un poco demasiado húmedo, con un ruido exagerado de succión que parece reverberar en el suelo de piedra. Incluso veo un brillo de saliva justo debajo de su ojo. Ella se la limpia discretamente con el dorso de la mano, antes de que pueda evaporarse, y finge arreglarse el pelo. Luego el señor Harbinson se cierne sobre nosotros y le besa la otra mejilla, la seca, como reivindicando sus derechos.

—¿Y a usted cómo le llamo, señor Harbinson? —pregunto alegremente.

—Llámame señor Harbinson.

—¡Michael! No seas malo —dice Rose.

—… o «señor». Puedes llamarme «señor».

—No le hagas caso —dice Alice.

—He traído un poco de vino —digo, sacando la botella de la bolsa.

Tal como la mira el señor Harbinson, podría ser un frasco de mi propia orina.

—¡Ah, pues muchas gracias, Brian! ¡Puedes venir cuando quieras! —dice Rose.

El señor Harbinson parece menos convencido.

—Ven, que te enseño tu habitación —dice Alice, cogiéndome del brazo.

La sigo por una escalera, mientras los señores Harbinson se quedan susurrando a mis espaldas.

En la maisonette de la calle Archer hay un punto de la escalera, más o menos hacia la mitad, en que forzando un poco el cuello se ven todas las habitaciones de la casa, todas. Nada que ver con Blackbird Cottage, que es enorme. Mi habitación, antiguamente la de Alice, queda arriba del todo, en el ala este, o algo por el estilo. Hay toda una pared cubierta de fotos ampliadas de Alice, de cuando era niña: haciendo scones con pichi de flores, cogiendo moras con tejanos, haciendo de Olivia en un montaje escolar de Noche de Reyes, supongo que en La buena persona de Sezuan (con un bigote dibujado), y de roquera punky bastante poco convincente en una fiesta de disfraces, metida en una bolsa negra de basura y enseñando pudorosamente el dedo a la cámara. También hay una polaroid de sus padres con menos de treinta años, orgullosos propietarios de uno de los primeros sofás de bolas; con sus chalecos bordados a juego y lo que fuman —cigarrillos, o no—, parecen miembros de Fleetwood Mac. Las estanterías de libros infantiles indican sin lugar a dudas que Alice estuvo muy metida en el club Puffin de lectura: Tove Jansson, Ingrid Lindgren, Eric Kastner, Hergé, Goscinny, Uderzo, Saint-Exupéry… Literaturas del mundo para niños pequeños, y como toque de incongruencia, una edición de bolsillo muy usada de Secretos, de Shirley Conran. Un montaje de bachillerato con vírgenes de los Uffizi, y un cómic de Snoopy recortado. Los títulos enmarcados proclaman que Alice Harbinson es capaz de nadar mil metros y tocar el oboe hasta sexto curso y piano hasta octavo, no sé si simultáneamente. Mi dormitorio es el Museo Nacional de Alice Harbinson. No sé cómo espera que concilie el sueño.

—¿Te parece que estarás bien aquí? —dice ella.

—Bueno, creo que me las apañaré.

Al verme mirar las fotos, no simula vergüenza ni falsa modestia. Mira, un resumen de mi vida: ¿a que está bien? A los cuatro años era todo lo que se le puede pedir a una niña de cuatro años, y a los catorce no estaba nada mal, gracias.

—Mi diario no hace falta que lo busques, porque lo he escondido. Si tienes frío, que seguro que lo tendrás, hay una manta en el armario. Deja que te ayude a deshacer el equipaje. Bueno, ¿qué quieres que hagamos esta noche?

—Ah, pues no sé, estar por aquí… En la tele ponen Con faldas y a lo loco.

—Lo siento, pero aquí no hay tele.

—¿En serio?

—A papá no le gusta.

—¡Pero si es productor de televisión!

—En Londres sí tenemos, pero en el campo le parece mal. ¿Por qué me miras así?

—No, es que pensaba… Tres casas y una tele. A la mayoría de la gente le pasa al revés.

—No hace falta que te pongas en plan Socialist Worker, Brian, que no te oye nadie. Boxers, ¿eh? —Tiene mis calzoncillos en la mano. El aire entre nosotros palpita de suave erotismo. Siento una profunda gratitud hacia mi madre, por haberlos planchado—. Te tenía por hombre de tangas.

Justo cuando intento saber si es bueno o malo, Alice grita.

—¡Dios mío! ¿Qué es esto…?

Ha encontrado en la maleta el paquete de papel de aluminio con fiambres. Intento arrebatárselo.

—No, nada, lo que me ha puesto mi madre…

—Déjame verlo…

—No, si no es nada.

—¡Contrabando! —Abre el paquete—. ¿Carne? ¡Has metido carne de contrabando!

—Mi madre tiene miedo de que no coma suficientes proteínas.

—Pues déjame probarlo, que me muero de ganas. —Coge una loncha blanquecina de beicon hervido y se deja caer en la cama—. Mmmmmm. Un poco seco.

—Es la receta especial de mi madre. Lo hierve por la noche, lo corta en lonchas, lo deja secándose en el radiador y le da un toque final de secador.

—Pues que no te pille Rose con esto, que le mortificaría. Blackbird Cottage es zona estrictamente libre de carne.

—¿Y qué comen Mingus y Coltrane?

—Lo mismo que nosotros: verdura, muesli, arroz, pasta… —Les dan pasta a sus perros…—. ¿Esto qué es?

—Tu regalo de Navidad. —Levanto el elepé envuelto en papel de regalo—. Es una raqueta de tenis.

Echa un vistazo a la postal pegada al disco con celo, un Chagall provocativamente romántico. He dedicado mucho tiempo a pensar en el mensaje, y a redactar borradores hasta acabar con algo elocuente y emotivo: «Para Alice, mi más nueva y más mejor (¡¿?!), amiga, con cariño, siempre, Brian». Estoy especialmente satisfecho de cómo el «(¡¿?!)» comenta irónicamente lo de «más mejor amiga/cariño siempre» sin socavar necesariamente la sinceridad del sentimiento. Alice, sin embargo, no se molesta en leerla antes de empezar a desgarrar el envoltorio.

—¡Joni Mitchell! ¡Blue!

—¡Oh, no! Ya lo tienes, ¿verdad?

—Solo unas seis copias, pero has acertado de lleno. Me encanta. De hecho, perdí la virginidad escuchando a Joni Mitchell.

—Espero que no fuera con «Big Yellow Taxi».

—No, con «Court and Spark»… —Me lo podía imaginar—. ¿Y tú?

—¿Mi virginidad? No me acuerdo. O con la Marcha fúnebre de Chopin, o con un disco de marchas militares de la orquesta de Geoff Love; creo que The Dambusters March. Seguido por un silencio sepulcral.

Ella se ríe y me lo devuelve.

—Lo siento. ¿Has guardado el ticket?

—Creo que sí. ¿Quieres que te lo cambie por algo en concreto?

—Sorpréndeme, pero nada de Kate Bush, por favor. Te dejo que acabes de deshacer el equipaje.

—¿Cuándo se cena?

—La cena es dentro de media hora. —Al salir me da otro abrazo—. Me alegro tanto de que estés aquí… Nos vamos a divertir muchísimo, te lo prometo.

Una vez solo, pongo en colgadores de madera las camisas recién planchadas de mi abuelo, disfrutando de la sensación de residencia y permanencia. Si juego bien mis cartas, es posible que siga aquí para Año Nuevo; y puede que hasta el 2, o el 3…

Abro el armario. No me extrañaría encontrarme Narnia.

Al final, de lo último que debo preocuparme es de las proteínas. Para cenar hay nut roast. Yo lo conocía de oídas, aunque en el fondo siempre había pensado que era broma, pero aquí está: una masa tibia de pastel con trocitos, y queso vegetariano derretido por encima; mi primera experiencia con los frutos secos que no sea en un bar, de picoteo. Parece que tenga una masa de lombrices en mi plato. ¿Qué comerán los perros, me pregunto?

—¿Qué tal el nut roast, Brian?

—Delicioso, Rose, gracias. —No sé de dónde he sacado la idea de que es de buena educación llamar mucho a la gente por su nombre («sí, Rose, no, Rose, perfecto, Rose»), pero creo que empiezo a parecer Uriah Heep, el humilde y obsequioso personaje de David Copperfield. Será mejor añadirle un toque de humor—. ¡Es mi primera experiencia con frutos secos fuera de un bar, de picoteo!

—Tú a callar, cara de memo, y a la guapa de mi hija ni tocarla con tus sucias manos de plebeyo, hipocritilla de tres al cuarto —dice el señor Harbinson; bueno, decirlo no lo dice, pero lo aparenta.

Rose se limita a tocarse la permanente y sonreír.

—¿Están bien los calabacines? —pregunta.

—¡Perfectos!

La verdad es que es la primera vez que los pruebo, pero subrayo mi entusiasmo llenando el tenedor de discos aguados, metiéndomelos en la boca y sonriendo como un tonto. Como toda la verdura, sabe a lo que es, celulosa hervida, pero tengo tantas ganas de caer bien a Rose que solo a costa de un esfuerzo no me froto la barriga y digo: «Mmmmm…». Me quito el gusto a algas con un trago de vino. Mi botella no se ve en ninguna parte. Supongo que se la habrán llevado fuera, y le habrán pegado un tiro. A menos que se lo estén tomando los perros con su pasta, y un poco de pan de ajo… Este vino, en cualquier caso, es tan meloso, y está tan caliente, que es como si hubiera que tomarlo con una cucharilla de cinco mililitros.

—¿Es la primera vez que vienes a Suffolk, Brian?

—No, ya había estado una vez de vacaciones. ¡Para hacer montañismo!

—¿En serio? Pero ¿no es muy plano? —dice Rose.

—¡Me informaron mal!

El señor Harbinson expulsa un fuerte chorro de aire por la nariz.

—No lo entiendo. ¿Quién te dijo…? —pregunta Rose.

—Brian lo dice en broma, mamá —dice Alice.

—¡Ah, claro, ahora lo entiendo!

Tendré que intentar no hacer más chistes, está claro, pero aún no se me ocurre ninguna alternativa. Dándose cuenta de que necesito ayuda, Alice se gira y me pone una mano en el brazo.

—Si hubieras venido ayer, sí que habrías visto algo gracioso, Brian.

—¿Por qué, qué pasó?

Rose se ha puesto roja.

—Alice, cariño, ¿me harías el favor de no contarlo?

—Que se lo cuente —gruñe el señor Harbinson.

—¡Pero es que da tanta vergüenza…!

—¡Cuéntamelo! —digo yo, sumándome a la diversión.

—Es que me siento tan ridícula… —dice Rose.

—Bueno, pues… —dice Alice—. Habían venido unos amigos, como cada San Esteban, y estábamos jugando a adivinar películas. Al tocarme a mí, intenté que mamá adivinase El año pasado en Marienbad, ¡y ella se puso tan nerviosa, se alteró tanto y gritó tan fuerte, que se le saltó la funda de un diente y aterrizó en la copa de vino de nuestro vecino de al lado! ¡Chilló tanto que casi se le sale el diafragma disparado!

Se ríen todos, incluido el señor Harbinson. El ambiente es tan gracioso, adulto, divertido e irreverente, que yo digo:

—Pero ¿cómo, no llevaba ropa interior?

Todos se callan.

—¿Perdón? —pregunta Rose.

—No, lo del diafragma. ¿Cómo habría podido atravesar… las bragas?

El señor Harbinson deja el cuchillo y el tenedor, se traga lo que tiene en la boca y se gira hacia mí.

—Bueno, Brian, es que creo que Alice se estaba refiriendo al diafragma como parte del cuerpo.

No tardamos mucho en irnos todos a dormir.

Estoy en el lavabo, echándome agua fría en la cara, cuando Alice llama a la puerta.

—Dos segundos —digo yo, sin saber muy bien por qué: estoy vestido, y en dos segundos no puedo hacer gran cosa por mi aspecto, salvo envolverme la cabeza con una toalla.

Abro la puerta. Alice entra, cierra con cuidado y dice despacio, muy seria:

—¿Te importa que te diga algo… personal?

—¡No, qué va!

Hago un cálculo mental y llego a la conclusión de que las probabilidades de que me pida que hagamos el amor esta noche son de una sobre tres.

—Pues mira… es que es un grave error restregarte toallitas por la cara. Solo sirve para que te sangre, y se extienda la infección…

—Ah…

—Y encima te quedarán cicatrices.

—Ya…

—¿Tú las toallitas las hierves?

—Pues no…

—Porque probablemente sean parte del problema…

—Claro, claro…

—Yo de ti nunca usaría toallitas, que están llenas de microbios; solo agua y un jabón normal no perfumado… —¿Cómo puedo cortar esta conversación?—. Y no necesariamente un jabón de farmacia, porque suelen ser demasiado astringentes… —Ni siquiera es una conversación, solo la espera de que deje de hablar—. Cremas astringentes tampoco deberías usar, porque aunque a corto plazo sean eficaces, a largo plazo solo hacen más activas las glándulas sebáceas… —Ya estoy mirando la ventana del lavabo y sopesando la posibilidad de saltar. Alice debe de haberse dado cuenta, porque dice—: Perdona, ¿te molesta que te lo diga?

—No, para nada. Por cierto, te veo muy informada. ¡Si sale «cuidados de la piel» en No hay más preguntas, será la bomba!

—Ay, te he disgustado, ¿verdad?

—No, pero es que no veo que pueda hacer gran cosa para remediarlo. ¡Para mí que es el principio de la pubertad! Con tantas hormonas… ¡Cualquier día de estos empezarán a interesarme las chicas!

Alice sonríe indulgentemente. Luego me da un beso fraternal de buenas noches y hay un momento en que recorre mi cara con sus ojos en busca de un lugar seguro de aterrizaje.

Más tarde, mientras tirito de espaldas en la cama, esperando a que se me seque la cara para no manchar la almohada de sangre, evalúo cuidadosamente mi estrategia para mañana, y tras hondas reflexiones decido que consistirá en ser menos gilipollas. No será fácil, pero es de todo punto necesario que Alice me vea como soy de verdad. La pega es que empiezo a sospechar que la idea de que se pasee por ahí un «yo de verdad» sensato, inteligente, divertido, amable y valiente tiene bastante de falaz. Es como el Yeti: si nadie lo ha visto, ¿qué sentido tiene pensar que existe?