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PREGUNTA: ¿En qué película, dirigida en 1948 por Michael Powell y Emeric Pressburger y vagamente inspirada en un cuento de Hans Christian Andersen, muere bailando Moira Shearer, frente a una locomotora de vapor?

RESPUESTA: Las zapatillas rojas

El 16 de la calle Archer, como todas las casas de la calle, es una maisonette, diminutivo del sustantivo francés (femenino) maison, cuya traducción literal es «casita». Es donde vivo con mi madre, y quien quiera conocer el súmmum de la incomodidad que venga a ver cómo cohabitan en una maisonette un hombre de dieciocho años y una viuda de cuarenta y uno. Esta mañana es la demostración palmaria. Son las ocho y media; acostado bajo el edredón, escucho The Breakfast Show y veo colgar del techo mis maquetas de aviones. Ya, ya sé que debería haberlas descolgado, pero hace unos años pasaron de entrañablemente infantiles a divertidamente kitsch, así que las dejé.

Mi madre entra, y luego llama.

—Buenos días, dormilón. ¡Es el gran día!

—¿Tú nunca llamas, mamá?

—¡Sí que llamo!

—No, entras y luego llamas. Eso no es llamar.

—¿Y qué? No estabas haciendo nada, ¿no?

Pone cara de pilla.

—No, pero…

—No me digas que estás con una chica. —Estira el edredón por una esquina—. Venga, maja, no tengas vergüenza, que hablaremos. Sal, sal, como te llames…

Vuelvo a taparme la cabeza con el edredón.

—Bajo en un minuto.

—Cómo huele aquí dentro… En serio, huele. ¿Lo sabías?

—No te oigo, mamá.

—Huele a chico. Me gustaría saber qué hacen los chicos para que huela así.

—Pues qué suerte que me vaya, ¿no?

—¿A qué hora sale el tren?

—A las doce y cuarto.

—¿Y qué haces en la cama? Toma, un regalo de despedida…

Tira una bolsa de la compra sobre el edredón. La abro. Dentro hay un tubo de plástico transparente, como los de las pelotas de tenis, pero con tres calzoncillos de algodón muy apretados: uno rojo, uno blanco y uno negro, los colores de la bandera nazi.

—Mamá, no tenías que…

—Pero si solo es un…

—No, quiero decir que preferiría que no me los hubieras dado.

—No te hagas el listillo. Levántate, que tienes que hacer el equipaje. Y abre la ventana, por favor.

Al quedarme solo, sacudo el tubo para que se caigan los calzoncillos en el edredón, gozando de la gran solemnidad del momento: son realmente Los Últimos Calzoncillos Que Me Compre Mi Madre En Mi Vida. Los blancos están bien, y los negros los veo resistentes, pero… ¿rojos? ¿Qué pretenden, parecer un poco sexys, o qué? Para mí unos calzoncillos rojos dicen STOP y PELIGRO.

A pesar de los pesares, salgo de la cama y, con arrojo y espíritu aventurero, me pongo los calzoncillos rojos. ¿Y si son como «las zapatillas rojas» y ya no puedo quitármelos? Espero que no, porque al mirarme en el espejo para ver cómo quedan, parece que me hayan pegado un tiro en la entrepierna. Aun así, me pongo los pantalones de ayer y, con la boca algodonosa y el aliento agridulce, un poco desequilibrado por la Skol de anoche, bajo a desayunar. Después, un simple baño, hacer las maletas y a salir de casa. Me parece mentira estar a punto de irme. Me parece mentira que me dejen.

Claro que el gran reto de hoy es hacer el equipaje, salir de casa y subir al tren sin que mi madre diga las palabras: «Tu padre estaría orgulloso».

Martes por la noche, julio; fuera aún hay luz, y las cortinas están medio corridas para que podamos ver bien la tele. Yo, que he salido del baño, llevo puesto el pijama y la bata; huelo un poco a Dettol y me concentro intensamente en el bombardero Airfix a escala 1:72 que tengo delante, en una bandeja de té. Mi padre, que acaba de llegar del trabajo, bebe una lata de bíter. El humo de su cigarrillo parece suspendido al sol de la tarde.

«Primera pregunta: por diez puntos, ¿qué monarca británico fue el último en participar activamente en un combate?».

—JorgeV —dice mi padre.

«Jorge III», dice Wheeler, del Jesus College, Cambridge.

«Correcto. Su ronda extra empieza con una pregunta de geología».

—¿Tú sabes algo de geología, Bri?

—Un poco —me atrevo a decir.

«¿Cuál de las tres principales clases de roca, de aspecto cristalino o vítreo, se forma por el enfriamiento y solidificación de la materia terrestre derretida…?».

Lo sé. Estoy seguro de saberlo.

—¡La volcánica! —respondo.

«La ígnea», dice Armstrong, del Jesus, Cambridge.

«Correcto».

—Casi —dice mi padre.

«¿De qué textura se dice que son las rocas ígneas que contienen grandes cristales visibles llamados fenocristos?».

Por probar…

—Granulada —digo.

«¿Porfirítica?», dice Johnson (Jesus, Cambridge).

«Correcto».

—Casi —dice mi padre.

«¿Qué poeta victoriano escribió El amante de Porfiria, composición narrativa cuyo protagonista…?».

Espera, espera, que esta la sé.

«¿… estrangula a su amada con una trenza de su propio cabello?».

Robert Browning. Lo estudiamos la semana pasada en Lite. Es Browning, seguro.

—¡Robert Browning! —digo, esforzándome por no gritar.

«¿Robert Browning?», dice Armstrong (Jesus, Cambridge).

«¡Correcto!».

El público del plató aplaude a Armstrong (Jesus, Cambridge), pero ambos sabemos que a quien aplaude en realidad es a mí.

—Caramba, Bri, ¿cómo lo sabías? —me pregunta mi padre.

—Sabiéndolo —respondo yo.

Tengo ganas de girarme para ver su cara y saber si sonríe (no lo hace mucho, al menos después de trabajar), pero como no quiero parecer engreído, me callo y miro su reflejo en la tele, iluminado por el sol. Él da una calada y me pone suavemente en la cabeza la mano donde tiene el cigarrillo, como un cardenal; me alisa el pelo con sus largos dedos de puntas amarillas, y dice:

—Como no andes con cuidado, cualquier día acabas en la tele.

Yo me sonrío, sintiéndome listo, inteligente y, para variar, con razón sobre algo.

Luego, claro, me pongo gallito e intento contestar a todas las preguntas, y me equivoco en todas, pero da igual, porque por una vez he acertado en algo, y sé que algún día volveré a acertar.

Me parece justo decir que nunca he sido esclavo de las veleidades de la moda. No es que sea antimoda, es que en el fondo no ha acabado de cuadrarme ninguno de los principales movimientos juveniles por los que he pasado. En último término, la dura realidad es que si eres fan de Kate Bush, Charles Dickens, el Scrabble, David Attenborough y No hay más preguntas, poco hay para ti en lo que a movimientos juveniles respecta.

No se entienda como que no lo he intentado. Tuve una época en la que me quitaba el sueño la idea de ser gótico, pero creo que solo fue una etapa. Además, ser gótico y varón viene a ser lo mismo que vestirse de vampiro aristocrático, y si hay un papel en el que nunca estaré convincente es el de vampiro aristocrático. Simple cuestión de pómulos. Por otra parte, ser gótico implica tener que escuchar ese tipo de música, que es inefable.

Total, que fue prácticamente mi único escarceo con la cultura juvenil. Supongo que podría decirse que la mejor descripción de mi sentido personal del estilo es informal pero clásico. Prefiero el algodón y las pinzas a lo vaquero, y lo vaquero oscuro a lo claro. Los abrigos tienen que ser gruesos, largos y con el cuello levantado; las bufandas con un poco de borla, negras o granates, y son esenciales desde principios de septiembre hasta finales de mayo. Los zapatos tienen que ser de suela fina, y no muy puntiagudos, y (dato muy importante) con vaqueros solo se pueden llevar zapatos negros o marrones.

Por otro lado, no me da miedo experimentar, y menos ahora que tengo la oportunidad de reinventarme; así que ante la vieja maleta de mis padres, abierta encima de la cama, repaso algunas de las nuevas adquisiciones que tenía reservadas para este día tan especial. La primera es mi nueva chaqueta de obrero, un trasto negro y pesado, increíblemente tupido, que me gusta bastante, como me gustan sus implicaciones de mezcla de arte y trabajo manual duro («basta de Shelley, me voy a asfaltar algo»).

Luego están las cinco camisas de franela con cuello Mao, en tonos blanco y azul, que me compré en Carnaby Street con Tone y Spencer, a libra noventa y nueve cada una. Spencer las odia, pero a mí me parecen geniales, sobre todo en combinación con el chaleco negro de segunda mano que me compré por tres libras en Ayuda a la Tercera Edad. El chaleco se lo he tenido que esconder a mi madre; no porque ella tenga nada en contra de la tercera edad en sí, sino porque todo lo de segunda mano le parece vulgar, a un paso de coger comida del suelo. Lo que busco con esta combinación chaleco camisa cuello Mao-gafas redondas es un look de oficial joven traumatizado por la guerra, que tartamudea y tiene toda una libreta de poemas y que, a pesar de haber sido repatriado de las brutalidades del frente, cumple su deber patriótico trabajando en una granja de un remoto pueblo de Gloucestershire, donde las gentes del lugar lo tratan con recelo, a excepción de la hija guapa, lectora y feminista del vicario, además de pacifista, vegetariana y bisexual, que está secretamente enamorada de él. La verdad es que es un chaleco genial. Además, no es de segunda mano, es vintage.

Luego está la chaqueta de pana marrón de mi padre. La he alisado encima de la cama, doblando las mangas cuidadosamente sobre la pechera. Tiene restos de té de hace un par de años, cuando cometí el error de ponérmela para una fiesta del colegio en la disco. Me doy cuenta de que se podría considerar un poco morboso, pero me pareció un gesto bonito, una especie de homenaje. De todos modos, probablemente hubiera hecho mejor en consultar previamente a mi madre, porque al verme ante el espejo con la chaqueta de papá gritó y me tiró un tazón de té. Al final comprendió que era yo y se pasó media hora llorando en la cama, cosa que justo antes de una fiesta anima que ni te cuento. Luego, cuando se tranquilizó, y yo fui a la disco (porque fui), tuve la siguiente conversación con la mujer de mi vida de aquella semana, Janet Parks:

YO: ¿Bailamos un lento, Janet?

JANET PARKS: Qué chaqueta más bonita, Bri.

YO: ¡Gracias!

JANET PARKS: ¿De dónde sale?

YO: ¡Es de mi padre!

JANET PARKS: Pero tu padre no estaba… ¿muerto?

YO: ¡Pues sí!

JANET PARKS: ¿O sea, que llevas la chaqueta de tu padre muerto?

YO: Exacto. ¿Qué, bailamos o no?

… momento en que Janet se tapó la boca con la mano, se alejó y empezó a señalar y susurrar en un rincón con Michelle Thomas y Sam Dobson, antes de enrollarse con Spencer Lewis. No es que le guarde rencor, ¿eh? Además, en la universidad toda esa historia no tendrá importancia. Seré el único que lo sepa. En la universidad será una simple chaqueta de pana bonita. La doblo y la meto en la maleta.

Entra mi madre, y luego llama. Cierro rápidamente la maleta. Bastante llorosa está ya para que lo empeore la chaqueta de mi padre. A fin de cuentas, se ha tomado la mañana libre especialmente para poder llorar.

—¿Qué, te falta poco?

—Sí.

—¿Quieres llevarte un cazo de freír patatas?

—No, mamá, no me hará falta.

—Pero ¿qué comerás?

—Como algo más que patatas, ¿eh?

—Mentira.

—Bueno, pues igual empiezo ahora. Además, me quedan las de horno.

Al girarme, veo que casi sonríe.

—Mejor que vayas tirando, ¿no?

Faltan siglos para que salga el tren, pero para mi madre coger el tren se parece un poco a coger un vuelo internacional; se cree que hay que hacer el check-in cuatro horas antes de la hora de salida. No es que hayamos ido nunca en avión, pero parece mentira que no me haya obligado a vacunarme.

—Saldré dentro de media hora —digo yo.

Silencio. Mi madre dice algo, pero se le traba la lengua, señal de que probablemente tenga algo que ver con que papá estaría orgulloso. Al final decide guardárselo para más tarde, se gira y se va. Yo me siento sobre la maleta para cerrarla. Luego me acuesto en la cama y miro por última vez mi habitación: el tipo de momento en el que fumaría, si fumase.

No me acabo de creer lo que pasa. Esto es la independencia, ser adulto. Así es como te sientes. ¿No debería haber alguna especie de ritual? En ciertas tribus del África remota me someterían a ritos de paso increíbles, de esos que duran cuatro días, con tatuajes y potentes drogas alucinógenas, extraídas de ranas arborícolas, y los ancianos de la aldea me embadurnarían el cuerpo con sangre de mono; aquí, en cambio, los ritos de paso se reducen a tres calzoncillos nuevos y a embutir tu edredón en una bolsa de basura.

Al bajar, descubro que mi madre me ha hecho un paquete: dos cajas grandes de cartón que contienen casi todo el contenido de la casa. No falta, por supuesto, el cazo de freír patatas, sagazmente oculto bajo toda una vajilla, la tostadora que pillé en Ashworth Electricals, un hervidor de agua, un ejemplar de Cómo cocinar de maravilla con carne picada y una panera, con sus seis panecillos y su rebanada de Mighty White. Hasta hay un rallador de queso, cuando sabe muy bien que no me gusta el queso.

—Oye, mamá, que todo esto no me lo puedo llevar —digo.

Y así, los últimos momentos, simbólicos y emotivos, de mi vida en la casa de mi infancia los gasto en discutir con mi madre sobre si necesitaré o no un batidor de huevos; sí, sí que habrá un grill para hacer las tostadas; sí, sí que necesito el tocadiscos y los altavoces… Al final, concluidas las negociaciones, todo queda reducido a una maleta, una mochila con mi equipo de música y mis libros, dos bolsas de basura con el edredón y las almohadas y, por insistencia de mi madre, una gran cantidad de trapos de cocina.

Ahora sí que es la hora. Insisto mucho en que no me acompañe a la estación, porque así parece más intenso, y más simbólico. Espero en el umbral a que traiga su bolso. Me hace entrega solemne de un billete de diez muy doblado, que deposita en mi mano como un rubí.

—Mamá…

—Venga, cógelo.

—En serio, que no me hace falta…

—Venga. Y cuídate.

—Vale…

—Come de vez en cuando fruta fresca…

—Lo haré…

—Y… —Ya estamos. Traga saliva y dice—: Sabes que tu padre estaría orgulloso, ¿verdad?

Le doy un beso rápido en los labios, secos y fruncidos, y salgo corriendo lo mejor que puedo a la estación, a trompicones.

Durante el viaje en tren, me pongo los cascos y escucho mi recopilación especial de Kate Bush, la selección definitiva de sus mejores temas. Está bastante bien, pero la falta de un equipo como Dios manda en mi casa hace que durante «The Man With The Child In His Eyes» se oiga la voz de mi madre gritando en el piso de arriba que ya están hechas las costillas.

Abro solemnemente mi novísima edición de The Faerie Queene de Spenser, que estudiaremos en primero. Me considero bastante buen lector, abierto de miras y todo eso, pero la verdad es que me parece un galimatías, y al cabo de dieciocho versos dejo The Faerie Queene para concentrarme en Kate Bush, en la campiña inglesa que pasa a gran velocidad y en dar una imagen torturada, compleja e interesante. Tengo una ventana grande, cuatro asientos, una mesa, una lata de coca-cola y un Twix para mí solo. Ahora mismo, lo único que podría mejorar mi vida sería que viniese una mujer atractiva, se sentara enfrente y dijera algo como…

—Perdona, pero he visto sin querer que estás leyendo The Faerie Queene. ¿No irás a estudiar literatura en la universidad, por casualidad?

—¡Sí, la verdad es que sí! —diría yo.

—¡Qué bien! ¿Te importa que me siente? Por cierto, me llamo Emily. Una pregunta: ¿conoces los discos de Kate Bush…?

Y mi conversación es tan sofisticada, tan cortés e ingeniosa, la electricidad sexual es tan tangible entre nosotros, que al llegar a la estación Emily se apoya en la mesa y dice, mordiéndose coqueta el carnoso labio inferior:

—Oye, Brian, casi no te conozco de nada, y nunca se lo había dicho a ningún hombre, pero igual podríamos ir… no sé, a un hotel, o algo… Es que siento que ya no aguanto más.

Yo accedo con una sonrisa cansada, como diciendo: «¿Por qué me pasará siempre lo mismo en los trenes?». Le cojo la mano y me la llevo al hotel más cercano…

No, no, un momento. Para empezar, ¿qué hago con todo mi equipaje? No me puedo presentar en el hotel con dos bolsas negras de basura, ¿verdad? Y no hablemos del precio. Ya me he gastado todo el sueldo del trabajo de verano en el alojamiento, y el cheque de la beca no llegará hasta la semana que viene. Aunque nunca haya dormido en un hotel, sé que barato no será: unas cuarenta, o puede que cincuenta. Por otra parte, no nos engañemos: ¿cuánto durará, en total? ¿Diez minutos, con suerte, o a lo sumo un cuarto de hora? No quiero acercarme al momento crítico del éxtasis sexual a la vez que me preocupo por la relación calidad precio. Supongo que existe la posibilidad de que Emily proponga pagar la habitación a medias, pero si no me niego me tomará por un rácano; y aunque ella insista, y yo acepte, tendrá que darme dinero, cosa que inevitablemente, sea antes o después de haber hecho el amor, restará algo de melancolía y de nostalgia agridulce a nuestro encuentro. ¿Le pareceré raro si me quedo, para aprovechar al máximo las instalaciones del hotel? «Emily, querida, acostarnos ha sido al mismo tiempo bello y de un extraño patetismo. ¿Me podrías ayudar a meter las toallas en mi mochila?». Por otro lado, ¿es buena idea irme directo a la cama con una futura compañera de estudios? ¿Y si la tensión sexual entre los dos obstaculiza nuestro rendimiento académico? Bien mirado, tal vez no sea buena idea. Tal vez deba esperar a conocer algo mejor a Emily antes de involucrarme en una relación física.

Y así, al llegar el tren a la estación, la verdad es que me alivia que Emily sea fruto exclusivo de mi imaginación.

Salgo de la estación —está en una colina, con vistas a la ciudad— arrastrando las bolsas de basura y la maleta. Es la segunda vez que vengo desde la entrevista. No es Oxford ni Cambridge, vale, pero no les va muy a la zaga. Lo importante es que hay campanarios. De los que hacen soñar.