PREGUNTA: Si una quemadura que solo afecta a la epidermis se define como de primer grado, ¿cuál es la definición de una quemadura que llega hasta el tejido subcutáneo?
RESPUESTA: Quemadura de tercer grado.
Por muy previsible, banal y apático que pueda ser el resto de mi vida, tengamos por seguro que a mi piel siempre le pasará algo interesante.
De niños, la piel es una simple capa, rosada y uniforme: sin pelos, sin poros, sin olores y eficaz; pero un día ves aquella sección microscópica en los libros de texto de biología de secundaria, con los folículos, las glándulas sebáceas, la grasa subcutánea, y te das cuenta de que hay muchas cosas que pueden ir mal. Y así han ido, mal. A partir de los trece, todo ha sido un imparable, y medicado, culebrón de manchas, cicatrices y pelos que crecen hacia dentro, propagándose de zona en zona y adoptando formas distintas, desde los poros discretamente taponados de detrás de las orejas a los forúnculos iluminados en el interior de la punta de la nariz, el centro geométrico de mi cara. Yo he contraatacado experimentando con técnicas de camuflaje, pero todas las cremas color piel que he probado son de tipo rosa albino, y a lo que tienden, en realidad, es a llamar la atención hacia los granos con la misma eficacia que un círculo hecho con rotulador.
En la adolescencia, la verdad es que no me importaba mucho; bueno, claro que me importaba, pero lo aceptaba como algo vinculado al crecimiento, desagradable, pero inevitable. Ahora, en cambio, tengo diecinueve años, soy adulto, según la mayoría de las definiciones, y empiezo a sentirme perseguido. Esta mañana, al colocarme con mi bata bajo los cien crudos vatios de la bombilla, el panorama se ve especialmente negro. Tengo la sensación de supurar ginebra, cerveza y aceite de cacahuete por mi zona T, y me ha salido algo nuevo debajo de la piel, algo duro, del tamaño de un cacahuete, que se mueve al tocarlo. Decido recurrir a la artillería pesada: los Astringentes. Uno de ellos lleva escrito al dorso: «Atención, puede desteñir las telas». Por un momento, temo que algo capaz de dejar un agujero en un sofá no sea muy beneficioso para la cara, pero lo aplico de todos modos. A continuación me someto a un último lavado con Dettol, por si hay suerte. Dejo el lavabo con olor a hospital, pero al menos me noto la cara tersa y limpia, como si acabara de pasar por un túnel de lavado, atado con correas al capó de un coche.
Llaman a la puerta. Es mi madre, con la mejor camisa blanca de mi abuelo, recién planchada, y algo envuelto en papel de aluminio.
—Es jamón y pavo, para tu amiga.
—Me parece que ya tienen prevista la comida. Además, son todos vegetarianos.
—Es carne blanca…
—Creo que no se trata del color, mamá.
—Pero ¿tú qué comerás?
—¡Lo que coman ellos!
—¿Qué? ¿Verdura?
—Sí.
—¡Pero si hace quince años que no comes verdura! Me extraña que no tengas raquitismo.
—El raquitismo es por la vitamina D2, mamá; por no comer fruta fresca se tiene escorbuto, que es falta de vitamina C.
—Pues ¿quieres llevarte algo de fruta?
—No, mamá, tranquila, de verdad, que no necesito ni fruta ni carne.
—Llévatelo igualmente, para el viaje en tren. Si lo dejas, se echará a perder.
Para mi madre, el auténtico significado de la Navidad siempre han sido los fiambres, así que cedo y cojo el paquete de papel de aluminio. Tiene el peso aproximado de una cabeza humana. Ella me sigue al dormitorio, para comprobar que lo guardo en la maleta, como una especie de oficial de aduanas maternal. Tengo suerte de que no me encasquete las coles de Bruselas.
Se ha sentado en mi cama y empieza a doblar con pulcritud la camisa de mi abuelo.
—No sé por qué te pones estos trapos viejos, con lo horribles que son…
—¿Será porque me gustan?
—Ni que tuvieras cincuenta años…
—Yo no critico lo que te pones tú.
—¡Boxers! ¿Desde cuándo llevas boxers?
—Desde que me compro yo mismo la ropa interior.
—¿Qué pasa, que ya no están de moda los slips de toda la vida?
—No tengo la menor idea, mamá…
—Creía que preferías los de algodón…
—Los mezclo. Depende.
—¿De qué depende?
—¡Mamá…!
—Bueno, y ¿cuánto tiempo te quedarás con tu novia?
—No lo sé; tres o cuatro días. Y no es mi novia.
—¿Y luego volverás?
—No, creo que me iré directamente a la facultad, mamá.
No sé por qué me ha dado por llamarlo «facultad»; quizá porque «universidad» aún me suena pijo.
—¿O sea, que no estarás para Año Nuevo?
—No creo.
—¿Estarás con ella?
—Me parece que sí.
Lo espero.
—Oh. Qué lástima… —Pone su voz de mártir. El truco es no mirarla a los ojos. Me concentro en hacer la maleta—. ¿Y luego volverás?
—La verdad es que no puedo. Tengo trabajo.
—Podrías trabajar aquí…
—No, de verdad, no puedo…
—No te molestaré…
—Necesito libros especiales, mamá…
—¿O sea, que seguro que no estarás aquí para Año Nuevo?
—No, mamá, no creo.
El suspiro que se oye a mis espaldas es tan triste que no me extrañaría girarme y encontrarla muerta en el suelo del dormitorio.
—De todos modos —digo, irritado—, tú saldrás a emborracharte con el tío Des; tampoco nos veríamos…
—Ya lo sé, pero es que será la primera vez que no estés. Lo que pasa es que no me gusta estar sola, rondando por la casa…
—Bueno, mamá, algún día tenía que pasar. —Los dos, sin embargo, pensamos lo mismo: tenía que pasar, pero no así. Todavía no. Hay un momento de silencio—. Bueno, voy a vestirme, así que si no te importa…
Ella suspira y se levanta de la cama.
—No es nada que no haya visto antes.
Y recientemente. En Nochevieja de 1984 llegué tan borracho a casa que llegué a vomitar en mi propia cama. Tengo el recuerdo —vago, por suerte— de que al amanecer mi madre me ayudó a ir al baño y me lavó con el cabezal de la ducha para quitar los restos de Pernod, cerveza y pollo con patatas medio digerido. Solo han pasado doce meses. Desde entonces no ha hecho ningún comentario, y yo opto por pensar que me lo imaginé, aunque estoy bastante seguro de que no.
A veces pienso que no hay bastantes psiquiatras en todo el mundo…
Para cuando me despido de ella con un beso en la puerta, se ha animado un poco, aunque sigue intentando cargarme de víveres. Rechazo una rebanada de pan de molde Mighty White, un litro de sidra Dry Blackthorn, un paquete de tartaletas de fruta, un bote de 250 mililitros de nata líquida UHT, una bolsa de dos kilos de patatas, un paquete de galletas con mermelada de naranja, una botella de Iced Magic con sabor a menta y una de dos litros de aceite de girasol. Cada «no, gracias» es un cuchillo entre los omoplatos de mi madre. Cumplidos los destrozos, arrastro la maleta por la calle, sin girarme, por si se ha puesto a llorar. De camino a la estación, me paro a sacar uno de cinco del cajero, y luego a comprar vino en el quiosco, para los Harbinson. Quiero algo bueno, así que al final me gasto tres libras en el único embotellado.