PREGUNTA: ¿Cómo se llama la clase de compuestos orgánicos cuya fórmula general es R-OH, R por un grupo de alcanos compuesto de carbono e hidrógeno y OH por uno o más grupos hidroxilos?
RESPUESTA: Alcohol.
El Black Prince es un pub dirigido específicamente a una clientela menor de edad. En el colegio lo llamábamos La Guardería. La lógica del encargado era que cualquier persona lo suficientemente astuta como para esconderse la corbata del colegio en el bolsillo era mayor para beber. Los viernes por la tarde parecía el plató de Grange Hill, y casi no podías moverte.
Fuera del calendario lectivo, cuesta imaginar un punto de encuentro más desolado para tomar algo: marrón, escabroso y húmedo, parece que te sientes encima de un riñón, pero en algún momento de los últimos cinco años se instauró la tradición de quedar en él cada noche de San Esteban, y las tradiciones son sagradas; por eso estamos aquí, Tone, Spencer y yo, sentados en bancos de vinilo de color coágulo de sangre, en lo que es nuestro primer reencuentro desde septiembre. Yo venía con cierta prevención, pero la alegría de Spencer por verme parece sincera; también la de Tone, a su manera, consistente más que nada en frotarme con fuerza la cabeza con los nudillos.
—¿Qué coño le pasa a tu pelo?
—¿Por qué lo dices?
—Un poco cardado, ¿no? —Me coge la cabeza por las orejas y me la olisquea como si fuera un melón—. ¿Te pones espuma?
—No, no me pongo espuma.
La verdad es que sí, que llevo algo de espuma.
—¿Y cómo se llama este peinado?
—Se llama un Brideshead —dice Spencer.
—Se llama corto por detrás y por los lados. ¿Y el tuyo, Tone? ¿Cómo se llama, a ver?
—No tiene nombre. Solo es. Bueno, ¿y ahora qué bebes, oporto con limón? ¿Jerez semi? ¿Vino blanco dulce?
Ya estamos. Y eso que aún no me he quitado la chaqueta.
—Una pinta de cerveza, Tone, por favor.
—¿Especial?
—Bueno, vale, especial.
La «cerveza especial» lleva un chorro de ginebra. Una de las labores educativas del encargado es fomentar la experimentación y la innovación: por muy asquerosa que sea la combinación que pidas, él no pestañea. Además, según los cánones del Black Prince una cerveza con ginebra es algo bastante adulto. Aquí, todo lo que no sepa a coco, menta o anís se considera refinado.
No había estado tanto tiempo sin ver a Spencer desde que teníamos doce años, y me preocupa mucho evitar los silencios incómodos, pero ahí va uno: un silencio. Spencer trata de llenarlo tirando y recogiendo el posavasos, mientras yo cojo la caja de cerillas, por si hay algo que leer al dorso.
—Bueno, ¿no habías dicho que vendrías los fines de semana?
—Pensaba venir, pero he tenido mucho trabajo.
—Mucho trabajo. Ya.
—¿Las navidades bien?
—Lo de siempre. Igual que el año pasado, y que el que viene. ¿Tú?
—Ya ves tú; lo de siempre. —Ha vuelto Tone, con tres cervezas especiales—. Bueno, ¿alguna novedad? —pregunto.
—¿«Novedad»? —dice Spencer.
—Quiero decir en el trabajo…
—¿Qué trabajo? —pregunta él con un guiño.
Que yo sepa, sigue apuntado al paro y cobrando turnos de noche en negro.
—Sí, en la gasolinera…
—Bueno, ahora mismo tenemos una oferta muy interesante de copas de vino gratis que hace furor, y el otro día subió el precio de la cuatro estrellas, que fue una cosa trepidante; vaya, que no me emocionaba tanto desde que me comí aquel Kit-Kat solo de chocolate. Ah, y la semana pasada se fue un grupo de estudiantes sin pagar…
—Espero que los persiguieras —farfulla Tone.
—Pues no, Tone, porque iban en coche, y yo a pie. Además, solo cobro una libra ochenta por hora. Para que echara a correr deberían pagarme mucho más.
—¿Cómo sabes que eran estudiantes? —pregunto, mordiendo el anzuelo.
—Pues para empezar porque iban muy mal vestidos: bufandas largas, gafitas redondas, pelo mal cortado… —Le dedica a Tone una sonrisa cómplice antes de volver a dirigirse a mí—. ¿Cómo andas de vista, Bri?
Es un viejo chiste entre Tone y Spencer: se creen que le dije mentiras al oculista solo para llevar gafas.
Hay un momento, yendo hacia la barra, en el que me planteo cruzar la puerta y salir a la calle. Quiero mucho a Spencer y Tone, sobre todo a Spencer, y creo que es mutuo —aunque la palabra que empieza con q no la usemos ni en broma, al menos sobrios—, pero el día en que cumplí los dieciocho me ataron desnudo al final del muelle de Southend y me obligaron a tomar laxantes, o sea, que es un amor que se expresa de formas poco convencionales.
Al volver, me los encuentro hablando de la vida sexual de Tone, señal de que no habrá peligro durante más o menos una hora. A los encantos nórdicos de Tone parece que no hay camarera, peluquera, maestra, hermana de amigo del cole o incluso madre que se les resista; la lista es infinita, y los detalles explícitos. Al cabo de un rato, empiezo a tener la sensación de que me urge bañarme, pero está claro que algo tiene Tone, algo que no es sensibilidad, ternura ni consideración. Resulta mucho más imaginable que después de haber hecho el amor frote con fuerza la cabeza de su pareja con los nudillos. Me pregunto, pero no en voz alta, si estará practicando sexo seguro, aunque sospecho que eso del sexo seguro a él le parece de cagados, como los cinturones de seguridad y los cascos. Si le tirasen de un avión, seguiría pensando que los paracaídas son de cagados.
—¿Y tú qué, Brian? ¿Ha habido movimiento?
—La verdad es que no. —Suena tan pobre que añado con displicencia—: Hay una chica que se llama Alice, que me ha invitado a quedarme mañana a dormir en su casita, y…
—¿«Casita»? —dice Spencer—. ¿Qué es, lechera?
—No, hombre, una casa de campo, de sus padres…
—¿Y qué, te la follas o no? —pregunta Tone.
—Es platónico.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunta Spencer, aunque lo sepa.
—Quiere decir que la pava no se dejará follar —dice Tone.
—No me la voy a «follar» porque no me la quiero «follar», al menos de momento. Si quisiera lo haría.
—Aunque los últimos datos parezcan desmentirlo —dice Spencer.
En vista de que a Tone le ha hecho una gracia increíble la respuesta, decido batirme de nuevo en retirada e ir a por más cervezas con ginebra. Al salir del reservado, pierdo un poco el equilibrio, señal de que empiezan a hacer efecto. Parece mentira lo poco que cunde últimamente la paga. Otra cosa que tiene el Black Prince es que es increíblemente barato, y que tres jóvenes pueden ponerse incoherentes, agresivos, sentimentales y violentos sin fundirse un billete de diez libras.
Cuando vuelvo a sentarme, Spencer me hace una pregunta.
—Bueno, y ¿qué haces todo el día?
—Hablar. Leer. Ir a clases. Discutir.
—Pero trabajo, lo que se dice trabajo, no es, ¿verdad?
—No, trabajo no; es una experiencia.
—Ya, ya, pues a mí me va muy bien en la Universidad de la Vida, gracias —dice Tone.
—Yo en la Universidad de la Vida pedí plaza, pero no me alcanzaban las notas —dice Spencer.
—¿A que no es la primera vez que lo dices? —pregunto.
—Obviamente, no. ¿Y la política?
La pregunta me sienta como un pinchazo.
—¿La política qué?
—¿Has ido a alguna buena manifestación?
—A un par.
—¿Sobre qué? —pregunta Tone.
Lo sensato sería cambiar de tema, pero como no me parece que deba renunciar a mis ideas políticas por comodidad, se lo digo.
—Sobre el apartheid.
—¿A favor o en contra? —pregunta Spencer.
—… la sanidad pública, los derechos de los gays…
Tone se anima.
—¿Se puede saber qué cabrón ha intentado quitarte los derechos?
—No, los míos no. Hay maniobras tories para intentar que los colegios no presenten la homosexualidad de una manera positiva. Es la homofobia hecha ley…
—Ah, pero ¿lo hacen? —pregunta Spencer.
—¿Quiénes?
—Los colegios. Es que no recuerdo que en el nuestro lo enseñase nadie.
—Bueno, no, pero…
—Entonces ¿por qué es tan importante?
—Eso. Tú bien que has salido gay sin que te lo enseñaran… —dice Tone.
—Claro, claro, Tone, es verdad; muy bien dicho…
—Pues a mí me parece un escándalo —dice Spencer, fingiéndose indignado—. Yo creo que deberían enseñarlo. Los jueves por la tarde. Dos horas de gayismo.
—Perdone, seño, es que me he olvidado la pluma…
—¡Sobresaliente en griego!
A ninguno de los tres se nos ocurren más chistes, así que Spencer dice:
—Oye, nada, que me parece genial que te pronuncies sobre temas importantes, de verdad. Algo que nos afecta a todos. Como cuando te apuntaste a la CND. ¿Desde entonces ha habido un holocausto nuclear? No.
Tone se levanta, tropezando.
—Bueno, ¿otra de lo mismo?
—Pero la mía esta vez sin ginebra, Tone, por favor —digo, sabiendo que se la echará igualmente.
Al quedarnos solos, Spencer y yo empezamos a doblar en pequeños triángulos las bolsas vacías de patatas, conscientes de que aún no se ha acabado del todo el tema. La ginebra me ha puesto de mal humor. ¿Qué sentido tiene salir con tus amigos, si solo es para que se burlen de ti?
—Bueno, Spencer —digo finalmente—, ¿y tú contra qué te manifestarías?
—No sé. ¿Contra tu peinado?
—En serio.
—Te aseguro que va en serio…
—No, de verdad; seguro que por algo estarías dispuesto a luchar.
—No sé, por muchas cosas, aunque por los derechos de los gays no sé…
—No son solo los derechos de los gays; hay otras cosas que también te afectan, como los recortes en el gasto social, que los parados cobren menos, el desempleo…
—Vale, Brian, gracias, tío, me alegro de que te pronuncies por mí, y ya tengo ganas de recibir el dinero de más.
No hay respuesta posible. Pruebo con un tono más conciliador, en plan colegas.
—¡Oye, que a ver si el año que viene me haces una visita!
—¿En plan jornada de orientación profesional, o qué?
—No, bueno, para reírnos un rato. —Sería el momento de cambiar de tema y hablar de sexo, de cine, de la tele o de cualquier otra cosa, pero en vez de eso añado—: Por cierto, ¿tú por qué no te sacas el bachillerato?
—Mmmmm… ¿Porque no me da la gana?
—Pero es que es una pena…
—¿Una pena? ¡Y una mierda! Lo que es una pena es leer poesía y pasarte tres años matándote a pajas.
—Pero no haría falta que hicieras literatura; podrías hacer otra cosa, algo de formación profesional…
—¿Podemos cambiar de tema, Brian?
—Vale…
—… porque para consejos profesionales ya me dan bastantes los de la puta oficina de empleo, y no es que me apetezcan necesariamente en San Esteban, en el puto pub…
—Bueno, vale, pues cambiemos de tema. ¿La máquina de preguntas? —sugiero para zanjar el tema.
—Eso, perfecto, la máquina de preguntas.
El Black Prince ha invertido en una de esas nuevas máquinas de preguntas computerizadas. Nos acercamos y dejamos encima nuestras nuevas pintas.
—¿Quién hace de Cagney en la serie de la tele Cagney y…?
—La C: Sharon Gless —digo.
Correcto.
—¿La batalla de Trafalgar fue en…?
—La B: mil ochocientos cinco —digo.
—¿A los del Norwich City FC los llaman…?
—La A: canarios —dice Tone.
Correcto.
Tal vez sea un buen momento para comentar lo del No hay más…
—¿Qué creó Davros?
—La A: a los Daleks —digo yo.
Correcto.
—¿Quién se apellidaba originalmente Schicklgruber?
—La B: Hitler —digo.
Correcto.
Podría soltarlo como si tal cosa: «Por cierto, chicos, ¿ya os lo había contado? ¡Voy a participar en No hay más preguntas!».
—¿Qué americano tiene el récord de medallas ol…?
—La D: Mark Spitz —dice Tone.
Correcto.
«Sabéis, ¿no? No hay más preguntas, eso que dan por la tele…». Quizá no se burlasen. Quizá les pareciera gracioso (felicidades, Bri), que por algo somos viejos amigos…
—¡Una pregunta más y ganamos dos libras!
—Vale, pues concentraos…
Decidido: les voy a contar lo del No hay más…
—¿A cuántos Oscar estuvo nominada La guerra de las galaxias?
—La B: cuatro —digo yo.
—La D: ninguno —dice Tone.
—Yo estoy casi seguro de que son cuatro —digo.
—Qué va. Es una pregunta con truco. No ganó ninguno.
—No, ganar no, nominaciones…
—Tampoco la nominaron, Spencer, hazme caso…
—Son cuatro, Spencer, te lo juro. La B: cuatro…
Los dos miramos a Spencer, miradas suplicantes de «elígeme a mí, por favor, no a él, a mí, que tengo razón, te lo juro, elígeme, que nos jugamos dos libras». Y me elige a mí, en efecto; se fía y pulsa la B.
Incorrecto. La respuesta correcta es la D: diez.
—¿Lo ves? —grita Tone.
—¡Que tú también te has equivocado! —grito yo.
—Gilipollas —dice Tone.
—Gilipollas serás tú —digo yo.
—¡Sois los dos gilipollas! —dice Spencer.
—El gilipollas eres tú, gilipollas —dice Tone.
—Qué va, tío, tú eres el gilipollas —dice Spencer.
Ya no estoy tan seguro de querer contarles lo del programa.
La cuarta pinta de cerveza con ginebra nos pone sentimentales y nostálgicos por cosas ocurridas seis meses atrás. Sentados, recordamos con cariño a personas que en el fondo nos caían mal, y diversiones que en el fondo no lo fueron. ¿La señorita Clarke, la profe de educación física, era lesbiana de verdad? ¿Cómo estaba de gordo exactamente Barry Pringle? Y por fin, por fin, suena la campana: última ronda.
Fuera del Black Prince ha empezado a llover. Spencer propone ir al club Manhattan, pero tan borrachos no estamos. Tone ha mangado un vídeo nuevo para Navidad, y quiere ver Viernes 13 por octogésima novena vez, pero yo, que estoy demasiado triste y borracho, decido irme en la otra dirección, a mi casa.
—¿Estarás en Año Nuevo? —pregunta Tone.
—No creo. Me parece que me quedaré con Alice.
—Vale, tío, pues ya nos veremos.
Me da un golpe en la espalda y se va, dando tumbos.
En cambio, Spencer se acerca y me da un abrazo, con aliento de cerveza con ginebra.
—Oye, Brian, colega —me susurra al oído, húmedamente—, tú eres mi colega de verdad, el mejor, y me alegro mucho de que estés donde estás, conociendo a tanta gente diferente y teniendo tantas nuevas experiencias y nuevas ideas, y pasando la noche en «casitas», y todo eso, pero ¿me prometes algo? —Se acerca mucho—. Prométeme que no te vas a convertir en un capullo de remate.