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PREGUNTA: ¿Qué tiene que hacer exactamente Dorothy Gale para volver a Kansas?

RESPUESTA: Chocar tres veces los tacones a la vez que piensa: «Como en casa no se está en ninguna parte».

Cuando entro, mi madre todavía está en Woolworths, así que me preparo una gran taza de té, me dejo caer en el sofá, cojo un boli y señalo metódicamente mi programación televisiva navideña en la edición especial de Radio Times. Estoy agotado, pero la causa, por desgracia, anda más cerca de la cerveza casera de Josh y Marcus que de fervores académicos. Las últimas semanas del trimestre han sido una vorágine de fiestas poco concurridas en casa ajena y juegos alcohólicos en la cocina con los colegas de Josh y Marcus, tiarrones deportistas y chicas sanas de bronceado permanente del equipo de lacrosse, todas con el cuello de la blusa levantado, todas inscritas en clase de francés, todas de Kent, Essex, Surrey o algún otro condado de los alrededores de Londres y todas con el mismo pelo rubio a capas. Me he inventado un chiste bastante bueno sobre ese tipo de chicas: son todas como Barbie y Kent es Surrey.

Ahora bien, no sé qué otras cosas les enseñan en los colegios privados, pero beber está claro que saben. Me siento envenenado, macilento, desnutrido, feliz de estar de nuevo en casa, tumbado en el sofá, delante de la tele. Como esta tarde no echan nada bueno, solo una del oeste, se me va la vista hacia la foto del colegio que hay encima de la tele, la que me hicieron justo antes de la muerte de mi padre. ¿Habrá algo más siniestro y más infeliz que una foto vieja del colegio? Dicen que en las fotos pesas tres kilos más, pero en esta parece que se hayan concentrado en mi acné. Parezco salido de la Edad Media, como un apestado lleno de pústulas. Me gustaría saber qué saca mi madre de ver mis muecas siempre que se pone a ver la televisión.

La foto me deprime tanto, que tengo que apagar la tele e ir a la cocina para hervir agua y hacer más té. Mientras rompe el hervor, miro el patio, un recuadro sin sol del tamaño de una cama de matrimonio que mi madre hizo pavimentar después de la muerte de mi padre, para ahorrarse trabajo. Me preparo el té y subo la bolsa de viaje a mi dormitorio. Mamá ha apagado el radiador para ahorrar calefacción. Como hace un frío que pela, me meto vestido en la cama, y miro el techo. Por alguna razón, la cama parece más pequeña, como si fuera de niño; de hecho, todo el cuarto parece más pequeño. A saber por qué… Crecer no he crecido, pero aunque solo hayan pasado tres meses, ya empieza a parecer la habitación de otra persona. Solo quedan cosas de niño: las pilas de tebeos, los fósiles del alféizar, el manual Brodie de literatura, las maquetas de aviones colgadas del techo, con su capa de polvo, las camisas viejas del colegio en el armario… Por alguna razón, me empiezo a entristecer, así que pienso un poco en Alice y me quedo dormido.

Hace siglos que no hablo con ella de verdad. La última reunión del equipo de No hay más preguntas fue hace dos semanas, y desde entonces parece que se la haya tragado su grupete de tíos y tías guays y guapos, esos que he visto en el bar de estudiantes o yendo en coche por la ciudad: siete u ocho embutidos en el dos caballos amarillo chillón lleno de humo de Alice, riéndose, pasándose una botella de vino tinto y escuchando a Jimi Hendrix antes de irse todos al piso de época de uno de la pandilla para compartir drogas interesantes y montárselo entre ellos. De hecho, lo más cerca que he estado de Alice fue hace un par de noches, en el bar de estudiantes: me acerqué a decirle «hola», y todos respondieron «hola», sonrientes y dicharacheros, pero por desgracia no había bastantes sillas en la mesa para sumarme al grupo. Además, Alice tenía que forzar el cuello de manera incómoda para girarse a hablar conmigo, y cuando estás al borde de un grupo así, en poco tiempo empiezas a sentir la obligación de llevarte las botellas vacías. A mí este tipo de grupetes guays, con ínfulas y privilegios, solo me inspiran desprecio, claro, pero no tanto como para no tener ganas de formar parte, por desgracia.

De todos modos, conseguimos hablar lo suficiente como para que Alice me confirmase que lo del viaje a la casita seguía en pie. No hace falta que lleve nada, aparte de muchos libros y un jersey. De hecho, se rio cuando le pregunté si tenía que llevarme una toalla.

—Tenemos montones de toallas —dijo.

Pues claro, pensé yo.

—Ya me muero de ganas —dijo ella.

—Yo también —contesté, pero en serio, porque sé que en la universidad nunca me podrá dedicar mucho tiempo: hay demasiadas distracciones, demasiados chicos larguiruchos con fuerte estructura ósea, dinero y piso propio. En cambio, el día en que por fin estemos los dos solos será mi gran momento, la oportunidad de demostrarle lo absolutamente inevitable que es que acabemos juntos.

Es la mañana de Navidad, y lo primero que hago al levantarme es comer un buen cuenco de Frosties y encender la tele. Son alrededor de las diez. Como ya ha empezado El mago de Oz, la pongo de fondo, mientras mi madre y yo abrimos nuestros regalos. En cierto modo también está papá, como el fantasma de Jacob Marley, con la misma ropa que en una vieja polaroid que tengo de él, fatigado y sardónico, enfundado en una bata granate, el pelo negro hacia atrás, zapatillas nuevas, fumando el paquete de cigarrillos que le compré y le envolví con papel de regalo.

Este año mi madre me ha comprado unos chalecos nuevos y las Obras completas de e. e. cummings que le pedí específicamente, y que ella ha tenido que encargar especialmente. Al mirar el precio en la solapa, siento una punzada de culpa al ver lo caro que es (como mínimo un día de sueldo); aun así, le doy las gracias, un beso en la mejilla y mis regalos: una cestita de mimbre con chorraditas del Body Shop y una Casa desolada, en edición de Everyman, de segunda mano.

—¿Y esto qué es?

—Mi favorita de Dickens. Es genial.

—¿Casa desolada? Suena como esta.

Lo cual, todo sea dicho, marca el tono del día: dickensiano.

Viene a comer el tío Des. Hace un par de años lo abandonó su mujer por uno del trabajo, y desde entonces mamá siempre lo invita a comer por Navidad, porque él no es que tenga mucha familia. Aunque no sea tío mío de verdad, solo un vecino de la misma calle, se cree con derecho a alborotarme el pelo y hablarme como si tuviera doce años.

—¿Qué, cerebrín, cómo te va la vida? —dice con su voz de animador infantil.

—Bien, gracias, tío Des.

—¡Ya se ve que en la universidad no enseñan a peinarse! ¡Me cago en la mar! ¡Pero qué facha!

Y venga a tocarme el pelo… Se me ocurre que menudo es él para decirlo: un hombre de cuarenta y cinco años con permanente rubia de rizo pequeño y un bigote que parece recortado de una muestra de moqueta. Sin embargo, me callo porque a mi madre no le gusta que replique al tío Des, y, zafándome con timidez, me felicito de que al menos este año no me saque monedas de cincuenta centavos de detrás de la oreja.

Mi madre asoma la cabeza por la puerta.

—¡Hay coles de Bruselas! —dice.

Una ráfaga de aire caliente y clorofílico confirma su advertencia. Siento un pequeño ataque de náuseas, porque todavía noto el sabor de los Frosties metidos en las muelas. Mamá vuelve a la cocina, y el tío Des y yo nos sentamos a ver El mago de Oz con el volumen muy bajo.

—¿Otra vez esta chorrada? ¡Joder! —se queja—. Cada Navidad, El mago de Oz de las narices.

—Parece mentira que no encuentren nada más que poner, ¿verdad? —digo yo.

Luego el tío Des me pregunta por la universidad.

—¿Y qué haces todo el día?

Supongo que es una buena pregunta, que me he hecho yo mismo un par de veces.

—Muchas cosas: ir a clases, leer, escribir trabajos…, ese tipo de cosas.

—¿Nada más? Joder… Qué suerte tienen algunos…

Cambiemos de tema.

—¿Y tú, tío Des? ¿Cómo te va el trabajo?

—Bueno, Bri, tranquilillo, ahora mismo tranquilillo…

El tío Des se dedica a la construcción —invernaderos, porches y patios—, al menos antes del divorcio, y de la recesión. Ahora siempre tiene la furgoneta aparcada delante de su casa y se pasa el día desmontando el motor, montándolo otra vez, pero no del todo bien, y desmontándolo de nuevo.

—Se ve que ahora, con la crisis, la gente no quiere ampliar sus casas. La verdad es que los porches y los invernaderos son un lujo…

Se alisa el bigote con el índice y el pulgar, mirando tristemente El mago de Oz (los monos con alas en la espalda, siempre un poco inquietantes). Me arrepiento de haberle preguntado por el trabajo a sabiendas de que no le va bien. Después de un rato clavando una mirada ausente en los monos voladores, se arranca de la tele mediante un esfuerzo físico visible, se yergue todo lo que permite el sofá y da una palmada.

—Bueno, qué, ¿nos tomamos algo? ¡Que es Navidad! ¿Tú con qué te envenenas, Bri? —Y, en un aparte cómplice—: ¡Aparte de con coles de Bruselas!

Echo un vistazo al reloj de encima de la chimenea: son las 11.55.

—Para mí una cerveza, Des, por favor.

Se va a la cocina, como si viviera aquí.

Durante la comida —en la cocina, con Radio 2 de fondo— decido dar la gran noticia.

—Por cierto… Os tengo que explicar algo…

Mi madre deja de masticar.

—¿Qué?

—Algo que ha pasado este trimestre en la universidad.

—Brian, por Dios… —dice, con la mano delante de la boca.

—Tranquila, que no es nada malo.

Mira de reojo al tío Des.

—Sigue… —dice, nerviosa.

—¡Pues que voy a salir en No hay más preguntas!

—¿Qué? ¿Lo de la televisión? —dice el tío Des.

Mi madre se empieza a reír y a reír. Mira a Des, que también se ríe.

—Felicidades, Bri —dice él, soltando el tenedor para dejarse libre la mano despeinadora—. Muy buena noticia, de verdad…

—Y qué alivio, Dios mío… —dice mamá.

Se toma un buen trago de vino y se pone una mano en el pecho para calmarse el corazón.

—¿Por qué, qué pensabas que iba a decir?

—¡Pues mira, cielo, para serte sincera, creía que ibas a contarme que eres homosexual! —dice con otro ataque de risa, mientras mira al tío Des, que también se echa a reír, tan fuerte que temo que se le atraganten las coles de Bruselas.

Por la tarde, después de medirnos con el pavo, el tío Des se echa un whisky largo y se enciende un purito. Mi madre fuma un Rothman’s. A través de la bruma de color caramelo, vemos Top of the Pops. El tío Des suelta una especie de gruñido cada vez que la cámara localiza a una corista con poca ropa. Mamá se ríe indulgente y le da un golpe en la muñeca, mientras consume metódicamente toda una caja grande de bombones de licor tradicionales: primero descorcha de un mordisco las botellitas de chocolate, y luego deja que corran por su boca los distintos aguardientes, como un borrachín especialmente delicado. Yo no sé muy bien cómo hay que interpretar esta curiosa novedad en los hábitos alcohólicos de mi madre, pero no quiero quedarme rezagado, así que sigo enzarzado con mi pack de cuatro latas de cerveza. Como integrante de la nueva guardia, al día en música pop, ayudo a identificar las caras menos conocidas del vídeo de «Do they Know It’s Christmas?». Luego vemos el discurso de la reina y el tío Des se va a ver a su anciana madre, que vive calle arriba, aunque promete estar de vuelta a las seis, para las sobras y nuestra tradicional e infinitamente larga partida de Monopoly, cuyo ganador será inevitablemente él mismo, aunque solo porque se nombra banquero y se da al desfalco.

Antes de que oscurezca demasiado, mi madre y yo nos ponemos los abrigos y salimos. Cogidos del brazo, caminamos algo menos de un kilómetro para ir al cementerio y poner flores en la tumba de mi padre. El aire frío y húmedo la irrita un poco más. Tengo que agacharme para entender qué dice. Huele a salvia, cebolla y Tia Maria.

Como de costumbre, me quedo un rato al lado de mi madre y le digo que la tumba sigue muy bonita. Luego me aparto para que hable con papá. Siempre me incomoda un poco esperar sin poder leer un libro, así que trato de identificar los pájaros, pero solo hay grajos y urracas (de la familia Corvidae), estorninos (SturmusVulgaris) y gorriones (Passer Domesticus). ¿Por qué será, me pregunto, que los cementerios siempre atraen a pájaros tan tristes y morbosos? Transcurridos unos diez minutos, mamá, que ya ha dicho lo que tenía que decir, toca suavemente la lápida, se aleja inclinando la cabeza y me coge del brazo, sin decir nada hasta haber controlado un poco su respiración y poder hablar de nuevo con normalidad. Ya ha anochecido, pero hay un par de chicos del polígono que van entre las tumbas con las BMX nuevas que les han regalado para Navidad, dando frenazos y haciendo derrapes largos y bajos que levantan olas de grava. Mi madre, que sigue con los ojos empañados, y algo borracha por tantos bombones de licor, se enfada y empieza a gritarles.

—Esto en un cementerio no se hace. ¡Un poco de respeto!

Uno de los chicos le hace un gesto obsceno y pasa riendo en su bici, a la vez que grita:

—Vete a la mierda. Métete en tus cosas, tonta del culo.

Noto que mi madre vuelve a llorar, y siento el deseo irrefrenable de salir corriendo detrás del chaval, cogerle por la capucha de su parka, arrancarle de su nueva bici, clavarle la rodilla en la espalda y restregarle su cara de idiota por la gravilla, a ver cuánto tarda en dejar de reír; pero luego, igual de bruscamente, tengo ganas de estar lejos de aquí, muy lejos, acostado con alguien en una cama calentita, y quedarme dormido.