PREGUNTA: Lee J. Cobb, Fredric March y Dustin Hoffman han interpretado el personaje de Willy Loman en una obra de teatro de 1949 de Arthur Miller. ¿De qué obra se trata?
RESPUESTA: Muerte de un viajante.
—Mi padre era vendedor de dobles cristales; tiene su gracia, porque es de esos trabajos de los que parece que está bien burlarse, como guardia de tráfico, inspector de Hacienda o peón en alcantarilla. Supongo que es porque en el fondo a nadie le gustan los dobles cristales. A mi padre está claro que no, al menos después de diez años vendiéndolos. Antes de eso estuvo en el Ejército, que fue donde conoció a mi madre, y me tuvo a mí. Fue de los últimos que hicieron la mili, y como no le disgustaba, ni sabía a qué otra cosa dedicarse, se quedó. Me acuerdo de cómo me preocupaba cada vez que en las noticias salía alguna guerra, tensiones con Rusia, o que se caldeaban las cosas en Irlanda del Norte; tenía miedo de que llamasen a mi padre para ponerle el uniforme y un fusil en la mano, pero no creo que fuera de ese tipo de militar, la verdad; para mí que era algo de tipo más administrativo. Bueno, el caso es que al tenerme a mí, mi madre se plantó y le dijo que tenía que irse del Ejército, porque ella estaba harta de cambiar siempre de casa, y como odiaba la Alemania del Oeste, que fue donde nací, mi padre volvió a Southend, encontró el trabajo de los dobles cristales y para de contar.
—¿Le gustaba?
—¡No, qué va! Bueno, supongo que al principio sí, pero creo que al final le cogió mucho odio. Es que son muchas horas, porque tienes que encontrar a la gente en su casa, y para eso hay que ir por la mañana, al final de la tarde y por la noche; por eso casi siempre volvía de noche, hasta en verano. Yo creo que una parte del trabajo era ir de puerta en puerta, en plan: «Perdone, señora, ¿se da usted cuenta de cuánto podría ahorrarse en calefacción con dobles cristales?». Sé que lo que cobraba eran sobre todo comisiones, o sea, que siempre había que estar pensando en el dinero. Yo no sé en qué acabaré trabajando, pero no quiero que me paguen nunca el sueldo en comisiones. Ya sé que lo plantean como un incentivo, pero lo único que incentiva es que te jodan la vida, como si trabajases a punta de pistola. En fin, perdona. Vaya rollo.
»Bueno, el caso es que lo odiaba. A mí no me lo dijo nunca, claro. ¿Qué sentido tendría, a un niño pequeño? Pero seguro que lo odiaba, porque al volver a casa siempre estaba de mal humor; no es que gritase, ni que diera golpes, ni nada de eso, pero por cualquier cosa se ponía rojo de rabia, callado, apretando los puños: juguetes por el suelo, comida sin terminar… Querríamos que todos los recuerdos de los padres fueran de picnics, o de ir encima de sus hombros, o de tirar palos al río, qué sé yo, pero no hay infancia perfecta, y yo de lo que me acuerdo, más que nada, es de cuando mi padre discutía con mi madre en la cocina por dinero, trabajo o lo que fuese, muy rojo, abriendo y cerrando los puños.
—Qué horror.
—¿Tú crees? Bueno, probablemente lo exagere un poco. De lo que más me acuerdo es de ver la tele juntos, cuando me dejaban quedarme despierto hasta que volviera a casa: sentado en el suelo, entre sus piernas. Concursos. Le encantaban los concursos y los documentales de naturaleza, David Attenborough, cosas instructivas; se pasaba el día hablando de la importancia de la educación, supongo que porque le parecía la clave de una buena vida, de no pasarlo mal, de un trabajo que no odiases…
—¿Y cómo…? Ya me entiendes.
—Bueno, exactamente no lo sé. No quiero preguntárselo a mi madre, porque se disgusta, pero parece que estaba trabajando en una casa, intentando convencer a unos desconocidos de lo beneficiosos que eran los dobles cristales, o lo que fuese, y de repente… se cayó. Ahí mismo, en el salón. Yo había vuelto del colegio y estaba viendo la tele, mientras mi madre hacía el té. Llamaron a la puerta, y se oyeron voces en el pasillo. Yo salí a ver qué pasaba y me encontré con dos mujeres policías y a mi madre encogida en la moqueta. Al principio pensé que habían detenido a mi padre, o algo así, pero una de las policías dijo que papá estaba mal, y se llevaron a mi madre al hospital; a mí me dejaron con los vecinos de al lado. Murió poco después de llegar mi madre. Anda, mira, se ha acabado el vino. ¿Te apetece un poco más? ¿Otra botella? Me quedé a dormir en casa de los vecinos, que a la mañana siguiente me dieron la noticia. Otra botella de Lambrusco, por favor; no, aún no tenemos decididos los postres. ¿Puede esperar cinco minutos?
»En fin, que ahora que lo pienso no me sorprende, aunque solo tuviera cuarenta y un años, porque siempre estaba así, como… un nudo. Y encima bebía; mucho, vaya: a la hora de comer y a la salida del trabajo, en el pub. Siempre olía a cerveza. Y fumaba unos sesenta al día. ¡Coño, si yo para Navidad le regalaba cigarrillos! Dudo que tenga algún recuerdo de mi padre en que no esté chupando uno. Hasta hay una foto de mis padres conmigo en la maternidad, y sale con un cigarrillo encendido: en un hospital, con el cenicero y una botella de cerveza encima de mi cuna. Qué desgraciado.
—¿Y tú cómo reaccionaste?
—¿Cuando se murió? Pues… no lo sé muy bien. Creo que de manera rara. Vaya, que lloré y todo eso, pero cuando quisieron sacarme del colegio me molestó la idea de perderme clases, para que te hagas una idea de lo bicho raro que era, empollón y sin sentimientos. Si quieres que te sea sincero, me disgusté más por mi madre, porque ella lo quería de verdad: treinta y tres años y nunca se había acostado con otro; ni antes ni después, que yo sepa. La verdad es que se lo tomó fatal, fatal. Bueno, acompañada estaba bien, y las primeras dos semanas la casa, como te supondrás, estuvo a rebosar —vicarios, amigos de mi padre, vecinos, mi abuela, tías, tíos…—, así que la verdad es que mamá no tenía tiempo de llorar, porque siempre estaba haciendo bocadillos y té, e improvisando camas para aquellos primos tan raros irlandeses, que no conocíamos de nada ni hemos vuelto a ver; pero luego, pasadas unas semanas, se empezaron a ir todos, y nos quedamos solos ella y yo. Fue el peor momento, cuando se calmó el panorama y nos dejaron solos. Una combinación bastante rara, la de un adolescente con su madre… Vaya, que eres muy consciente de que… falta alguien.
»Ahora que lo pienso, supongo que podría haberme portado mejor con ella, y haberme sentado a su lado y todas esas cosas, pero me daba mucha rabia estar cada noche en el salón, mientras ella veía Dallas, o lo que fuera, y que de golpe se pusiera a llorar. A esas edades, una cosa así, un dolor así, pues… te violenta. ¿Qué vas a hacer tú? ¿Abrazarla? ¿Decirle algo? ¿Y qué le va a decir un niño de doce años? Total, que me empezó a pasar una cosa muy rara y muy horrible, y es que estaba resentido con ella. La evitaba. Me pasaba todo el día del colegio a la biblioteca y de la biblioteca a mi cuarto, para hacer los deberes. Para mí nunca había bastantes deberes. Jo, pero qué tío más raro…
—¿En el colegio cómo se portaron?
—Bueno, bien. Los chavales de doce años no destacan por compasivos, al menos los de mi colegio. ¿Y por qué iba a ser de otra manera? Algunos se esforzaron, pero se notaba que era teatro. Además, aunque me dé mucha vergüenza decirlo, entonces no pensaba yo tanto en la persona que se había… muerto, vaya, mi padre muerto de golpe a los cuarenta y un años; ni siquiera en mi madre. Solo pensaba en lo que significaría para mí. ¿Cómo se dice? Solipsismo, o solecismo, o algo así, ¿no? Solecismo.
»Aunque supongo que hizo que se fijaran en mí, en el mal sentido: ese respaldo tremendo y sensiblero al niño sin padre. Sabes, ¿no? De repente vienen chicas que nunca te habían dirigido la palabra y te ofrecen un trozo de Kit-Kat, y te hacen friegas en la espalda. También se metieron un poco conmigo, claro, y un par de niños se burlaban llamándome hospiciano y cosas así (que no tiene ni gracia, porque yo no es que fuera huérfano de madre), pero un amigo mío, Spencer, decidió cuidarme por alguna razón, y me fue bien. Los demás tenían miedo de Spencer; normal, porque es un tío duro, el muy cabrón…
—¿Tienes alguna foto?
—¿De Spencer? Ah, de mi padre. No, aquí en la cartera no. ¿Por qué? ¿Tú crees que debería llevar una?
—En absoluto.
—En casa sí que tengo. Si te vienes… No necesariamente esta noche, pero bueno, cuando sea…
—¿Y piensas en él?
—Uy, sí, claro que sí, constantemente, pero es difícil, porque en el fondo no nos conocíamos; al menos como adultos.
—Seguro que te habría querido.
—¿Tú crees?
—Pues claro. ¿Tú no?
—No estoy seguro. Creo que le habría parecido un poco raro, si quieres que te diga la verdad.
—Habría estado orgulloso.
—¿Por qué?
—Por muchas razones: la universidad, ser la estrella del equipo del concurso, salir por la tele y todo eso…
—Puede que sí. Lo único que sigo pensando, no sé por qué (porque no es racional y, técnicamente, ni siquiera es culpa de ellos), es que me encantaría tener delante a los que le dieron el trabajo, los que ganaban dinero haciéndole trabajar así, porque me parecen unos hijos de puta. Perdona, no es la mejor palabra. La verdad es que no sé cómo se llaman, ni dónde están; seguro que en alguna mansión del Algarve, o algo por el estilo. De hecho, aunque los tuviera delante, no sé qué les diría, porque ellos no hacían nada malo, solo tenían una empresa; solo sacaban beneficios, y si tanto lo odiaba mi padre, siempre podría haberse ido, haber buscado en otra parte; además, probablemente… vaya, que probablemente se hubiera muerto joven trabajase en lo que trabajase, de florista, o de maestro de primaria, o lo que fuera; tampoco es que fuese ninguna negligencia criminal, ni un accidente en una mina, o un pesquero. Era un simple viajante, pero no está bien que alguien odie tanto su trabajo, y yo creo que los que le hacían trabajar así…, pues que sí, que son unos hijos de puta y los odio cada día, sean quienes sean, por haberme quitado… Bueno. Bueno, perdóname un momento, es que tengo que ir al lavabo.