PREGUNTA: Una sarga azul y duradera cuyo nombre procede de «serge de Nîmes»; la savia que exuda el árbol hevea brasiliensis, y los filamentos entretejidos del género Bombyx. Nombre los tres materiales.
RESPUESTA: Denim, caucho y seda.
Tengo que hacer un trabajo sobre «La imaginería de la naturaleza en los sonetos sacros de John Donne», pero llevo toda una semana buscándola y no la encuentro.
Tampoco es que me ayuden mucho mis apuntes a lápiz en los márgenes; he escrito cosas como «¡la Anunciación!», «¿ironía?», «cf. Freud» y «¡aquí da la vuelta a la tortilla!», pero no me acuerdo de por qué, así que cojo De la gramatología, de Derrida. Se me ocurre que existen seis edades de lectura. La primera son los libros ilustrados; luego vienen 2) los libros con más ilustraciones que texto, después 3) los libros con más texto que ilustraciones, a continuación 4) los libros sin ilustraciones, o a lo sumo un mapa, luego 5) los libros con párrafos largos y casi sin diálogo, y, por último, 6) los libros sin diálogo ni narración, solo párrafos muy largos, y notas al pie, y bibliografías, y apéndices, y letra muy, muy pequeña. De la gramatología, de Jacques Derrida, es con certeza un libro del sexto tipo, y yo, intelectualmente hablando, me he quedado atascado entre la cuarta y la quinta etapa. Leo la primera frase, hojeo el libro en infructuosa búsqueda de un mapa, foto o ilustración, y me quedo dormido.
Al despertarme, me doy cuenta de que son las cuatro y media, y de que solo me quedan tres horas para prepararme para la cena. Voy al cuarto de baño, pero Josh ha usado la bañera para remojar en detergente toda una carga de ropa vaquera sucia. Tengo que pescar las prendas de un guiso frío y azul, y amontonarlas en el lavabo antes de poder usar la bañera. Solo entonces me doy cuenta de que no he quitado todo el detergente, y de que me estoy sometiendo a todos los efectos a un programa no biológico algodón/poliéster a setenta grados. En suma, que el baño no es una experiencia tan relajante como esperaba, y menos cuando tengo que aclararme con agua fría con el teléfono de la ducha para evitar las quemaduras químicas más graves. Al mirarme en el espejo, observo que me he vuelto un poco azul.
Vuelvo a trasladar a la bañera las prendas vaqueras mojadas. Después, con justo afán de venganza, salgo al pasillo, me acerco a la puerta del cuarto de Josh y, tras comprobar que no está, entro y le robo su masaje facial Apri, que vienen a ser granos de huesos de melocotón molidos con jabón que te restriegas por la cara. Es lo que hago, obteniendo una espuma muy satisfactoria. Sin embargo, llegado el momento de quitármela, los resultados no son buenos. Parece que haya metido la cabeza por un cristal blindado; o eso, o que alguien me haya restregado huesos de melocotón molidos por la cara, con gran fuerza. Supongo que la experiencia me enseña algo, y es lo siguiente: que el acné no se marcha frotando.
Con la piel tirante, y miedo a sonreír por si empieza a sangrar toda la cara, vuelvo a mi habitación, donde he puesto el futón a secar contra la pared. Guardo la ropa sucia y elijo con cuidado los libros que dejaré tirados, por si Alice viene «a tomar café», o más probablemente a tomar café. Me decanto por el Manifiesto comunista, Suave es la noche, Baladas líricas, The Female Eunuch, algo de e. e. cummings y los Cantos y sonetos de John Donne, por si la cosa se pone tórrida y necesito disponer de poesía lírica. Sobre The Female Eunuch tengo mis dudas, porque, si bien me gustaría que Alice me atribuyera ideas progresistas y radicales sobre política sexual, la ilustración de la portada —un torso femenino desnudo y sin brazos— siempre me ha parecido un poco erótica, hasta el punto de que tenía que escondérsela a mi madre.
A continuación me pongo mis calzoncillos negros de estreno, mis mejores pantalones negros de vestir, una americana nueva de segunda mano comprada en la tienda de ropa vintage Olden Times, mi mejor camisa blanca, una pajarita y mis nuevos tirantes negros. Tras componerme en la cabeza la gaviota muerta, me echo por la cara el contenido del viejo frasco de porcelana blanca de Old Spice de mi padre, que me da un olor un poco viejo y especiado, y pica de narices, y compruebo que esté en la cartera el condón que siempre llevo encima, por si se produce algún milagro. Este, en concreto, es el número dos de lo que pretende ser una trilogía, cuyo primer integrante conoció su triste suerte en el contáiner de detrás de Littlewoods. El que llevo ahora se ha pegado al forro de la cartera, de tanto tiempo como lleva en ella, y el envoltorio de aluminio se ha empezado a oscurecer por el perfil del condón, como un frottage grotesco. Aun así, me gusta llevarlo encima, como a quien le gusta llevar una medalla de san Cristóbal, a pesar de que mis posibilidades de usarlo esta noche sean tan elevadas como las de cruzar un río con el niño Jesús a hombros.
De camino a Kenwood Manor me veo obligado a hacer paradas cada cien metros, porque los clips metálicos de los tirantes no quieren sujetar la cintura de mis pantalones negros de vestir, y se sueltan constantemente, chocando contra mis pezones.
Será la vigésima vez que los sujeto cuando oigo una voz a mis espaldas.
—¿Te han robado el osito de peluche, Sebastian?
—Hola, Rebecca, ¿qué tal?
—Yo bien; la pregunta es si estás bien tú.
—¿Por qué lo dices?
—¿Qué te has hecho en el pelo?
—¿No te gusta?
—Pareces Heinrich Himmler. ¿Y por qué vas tan elegante?
—Bueno, ya sabes lo que dicen: el hábito hace al monje…
—¿… incómodo?
—Si quieres que te lo diga, saco a alguien a cenar.
—¡Guaaaauuuu!
—Solo es platónico.
—¿Y quién es la afortunada? Espero que no sea la Alice Harbinson de las narices… —Miro inocentemente el cielo—. ¡Buf! Alucino. Los tíos sois taaaan previsibles… Puestos a jugar a muñecas, francamente, ¿por qué no os compráis una, que es más fácil?
—¿Qué?
—Nada. Oye, Jackson, a ver si haces algo, que si no perderás el barco.
—¿Qué quiere decir eso?
—Nada, solo que se nota que es una chica muy solicitada. Estamos en el mismo pasillo, y cada noche, delante de su puerta, hay una larga cola de jugadores de rugby que babean con botellas de Lambrusco tibio…
—¿De verdad?
—Ajá. También tiene la costumbre de ir al lavabo común por el pasillo en sostén y bragas negras. Lo que ya no te puedo decir es quién es el destinatario de la exhibición.
Expulso la imagen de mi cerebro.
—No parece que te caiga muy bien.
—Uy, si casi no la conozco; para ese tipo de gente no soy bastante guay. Además, dudo que Alice sea muy de tener amigas, no sé si me entiendes. Personalmente, no le veo la gracia a este tipo de chicas que aún dibujan una cara sonriente en medio de las oes, pero bueno, eso ya es cosa mía. ¿Y adónde llevas a la adorable Alice?
—No, nada, a un sitio del centro, Luigi’s.
—Estaría lleno el Kentucky, ¿no?
—¿Luigi’s te parece mala idea?
—En absoluto. ¡Se nota que eres una persona refinada y de buen gusto! Además, me han dicho que la hamburguesa de doscientos gramos con queso, chile y aros de cebolla está de muerte. A ver si me llevas algún día, Jackson.
Mientras se aleja, busco alguna réplica ingeniosa.
—Rebecca —la llamo. Ella se gira, con una sonrisa burlona—. ¿Por qué me llamas siempre Jackson?
—Te molesta.
—No, la verdad es que no, pero es que queda un poco como esa serie juvenil, Grange Hill.
—¡Uy, perdona! Está dicho con cariño. ¿Prefieres «Brian»? ¿O «Bri», que es más desenfadado e informal? A menos que te guste más «Herr Himmler»…
—Me parece que Brian.
—Vale, pues quedamos en Brian. Que te diviertas, Brian. No pierdas la cabeza, Brian. Vete con ojo, Brian. —Desaparece por el pasillo—. Nos vemos, Brian.
Aprieto el paso hacia la habitación de Alice. No me habría extrañado ver la famosa cola de chicos, pero al llegar me encuentro la puerta cerrada, y oigo voces dentro. No es que ponga la oreja en la madera, que no estaría bien, pero sí me acerco lo suficiente como para oír.
—¿Adónde te lleva a cenar? —dice una voz, afortunadamente femenina.
—Creo que a Bradley’s —dice Alice.
—Bradley’s. ¡Qué pijo!
—¿Qué pasa, que es rico o qué?
—No lo sé. Yo habría dicho que no —dice Alice.
—Bueno, joven, usted procure haber vuelto a las once, que si no enviaremos a la Policía en su busca…
Llamo a la puerta, porque no quiero oír más. Después de algunos susurros y risas, la abre Alice.
Lleva un vestido de noche, de raso gris, escote pronunciado y falda abullonada, y un recogido alto que, sumado a los tacones, la hace parecer medio metro más alta que de costumbre. También lleva más maquillaje de lo habitual, y los labios pintados por primera vez, aunque se le sigue viendo la pequeña cicatriz en relieve del labio inferior. Lo más llamativo, sin embargo, es el vestido de noche de escote bajo. Debe de llevar algún tipo de sujetador sin tiras, porque tiene los hombros desnudos, como si la parte superior de su cuerpo surgiera suavemente a presión del vestido. Por encima del corpiño de raso brota, ondula, rebosa, una curva fantástica de piel desnuda, de Alice desnuda. En una novela decimonónica dirían que tiene «un busto espléndido». De hecho, ahora también lo dirían. Tiene un busto espléndido. No te quedes mirando, Brian.
—Hola, Alice.
—Hola, Brian.
Tras ella me sonríen afectadamente Erin la Gata y otra de la pandilla. No abras la boca, Brian.
—Estás muy guapo, Bri —dice Erin, sin pensarlo.
—¡Gracias! ¿Qué, nos vamos?
—Por supuesto.
Alice me coge el brazo y nos vamos.