PREGUNTA: Las palabras «lanugo», «vello» y «terminal» designan las tres etapas de desarrollo de una parte del cuerpo humano. ¿De qué parte se trata?
RESPUESTA: El pelo.
Hoy es un día especial, no solo porque cumplo diecinueve años —mi último año de teenager—, principio de una nueva fase, emocionantemente adulta y madura, en la vida de Brian Jackson, sino porque es el día de mi cena romántica con Alice Harbinson; y, como regalo especial para mí, para Alice y para el mundo entero, he decidido cambiar totalmente de imagen.
Francamente, ya clamaba al cielo. Muchos grandes artistas, como David Bowie o Kate Bush, se mantienen en la cresta de la ola cambiando constantemente de actitud y aspecto, mientras que yo, estilísticamente hablando, justo es decir que llevo cierto tiempo estancado. No voy a hacer nada radical; no empezaré a llevar leotardos de punto, ni a chutarme heroína, ni a volverme bisexual, ni nada de eso, pero me haré un corte de pelo. No, un simple corte no: un estilismo.
Para ser sincero, lo del pelo siempre ha sido motivo de discordia. En el instituto de la calle Langley, cortarse el pelo siempre se ha visto como algo un poco afeminado, en la misma línea que lavarse la cara o llevar zapatillas sin cordones. Es la razón de que hasta el día de hoy haya tenido que cargar con esta especie de cosa anónima y amorfa que pende lacia ante mis ojos, se riza poco higiénicamente por encima del cuello y se encrespa sobre las orejas, haciendo que la silueta de mi cabeza se parezca un poco a una gran campana, o, como diría Tone, a la punta de una picha.
Pero hoy se va a acabar todo eso: tengo la vista puesta en Cutz, un «salón unisex», que no una barbería, cuyo aspecto me gusta. Es moderno, sin ser vanguardista, y masculino, y limpio, con The Face e id en vez del típico montón gastado y lleno de pelos de Razzle y Mayfair. He hablado con Sean, un hombre simpático con el pelo a lo marine, un pendiente y actitud juvenil, y me ha dado hora para las diez.
Es astronómicamente caro, por supuesto, pero tengo el billete de cinco que me ha enviado mamá esta mañana por correo (dentro de una postal de futbolistas: «¡No te lo gastes todo de golpe!») y otro de la abuela Jackson para la cena romántica de esta noche; por eso me siento tan forrado y tan pijo al entrar en Cutz, donde soy el primer cliente del día. Me acerco al grupito de empleados, que están todos en el mostrador de recepción, tomando café y fumando Silk Cut.
—Tenía hora a las diez… Con Sean… A nombre de Jackson…
Me miran, fijándose en mi ropa y en mi pelo. Luego vuelven a bajar la vista con cara de «yo no quiero saber nada», salvo la recepcionista, que se acerca a consultar el libro. A Sean, sin embargo, no lo veo. ¿Dónde estará mi nuevo amigo Sean?
—Hoy Sean no está —dice la recepcionista.
—Ah, ¿no…?
—Pero te puede coger Nicky, que es el aprendiz. ¿Te va bien?
Sigo su mirada hacia el rincón, donde un chico flaco barre los pelos de la noche anterior con desgana. ¿Será Nicky? Parece que tenga seis años.
—¿Un aprendiz? —susurro.
—Es igual que Sean, pero un poco más barato —dice alegremente la recepcionista.
Incluso ella, sin embargo, sabe que es jugársela. ¿Verdad que en las pelis del oeste, cuando toda la pandilla va a un burdel y el vaquero protagonista tiene que elegir a la prostituta que más le guste, siempre hay una sexy, con un lunar, que se ve enseguida que es mucho más guapa que las otras, todas gordas, o flacas, o viejas, o con una pata de palo, o con una verruga en el labio, o con un ojo de cristal? Y claro, el vaquero siempre elige a la sexy, ¿no? Pues yo no puedo evitarlo: me dan pena las otras prostitutas. Ya sé que la prostitución es mala, pero esa manera que tienen las prostitutas rechazadas de encogerse de hombros con resignación, decepcionadas, al volver a su diván o a lo que sea, como diciendo que aunque prefieran no acostarse por dinero con un vaquero desconocido no habría estado de más que se lo pidieran… Pues es como me mira Nicky, el aprendiz. Yo a Nicky no puedo rechazarlo, porque es la prostituta de la pata de palo.
—¡Seguro que Nicky lo hará muy bien! —digo alegremente.
Él se encoge de hombros, deja la escoba, coge las tijeras y se dispone a cortarme el pelo.
Me preparan un café para mí solo, en una especie de jarra con pistón, y me hacen lo que creo que se llama «una consulta». La verdad es que me cuesta, por falta de vocabulario. Se me había ocurrido traer una foto, como ayuda visual, como quien dice, pero si me presentase con una de David Bowie, o de Sting, o de Harrison Ford, se reirían de mí en la cara.
—Bueno, ¿cómo lo quieres? ¿Lo normal?
—No sé. ¿Qué es lo normal?
—Corto por detrás y por los lados.
No, no es lo que me conviene; suena demasiado antiguo.
—La verdad es que venía con la idea de dejarlo un poco largo por arriba, con algo de raya a la izquierda, y peinado hacia atrás, y corto por encima de las orejas y en la nuca.
—¿La nuca con máquina?
—Solo un poco.
—¿Como en Retorno a Brideshead?
—¡No! —me río, queriendo decir que sí.
—Pues entonces ¿cómo?
Sé enrollado.
—Mmmmm…
—… porque la descripción que acabas de hacer es lo que te había dicho.
—¿Ah, sí? Bueno, pues vale.
—¿Te lo lavo? —pregunta Nicky, cogiendo con asco un mechón entre el pulgar y el índice, como quien toca una tela sucia.
¿Será más caro?
—No, no, no, gracias, creo que ya está bien.
—¿Eres estudiante?
—¡Sí!
—Ya me lo parecía.
Empieza. De hecho el joven Nicky es bastante diestro con las tijeras, teniendo en cuenta que las últimas que usó eran de plástico y redondeadas. No tarda en aplicar cierto entusiasmo a la poda, mientras suena «Purple Rain» a todo volumen en el equipo de música. Yo leo The Face, como si lo entendiese, y finjo no temer por mi pelo, no, qué va, en absoluto, aunque Nicky sea el aprendiz. ¿Aprendiz de qué? ¿De fontanero? ¿De electricista? ¿De tornero? Fijo la vista en un artículo sobre skateboards, y como no acabo de entenderlo, me quedo mirando a las modelos de las fotos, todas flacas, andróginas, en topless, y lánguidamente poscoitales; ellas me miran con desprecio, como si se lo inspirase lo que hace Nicky con mi pelo. Ahora ha sacado la máquina eléctrica y me esquila el cogote. ¿Aprendiz de pastor? Levanto la vista de The Face, miro el espejo y… la verdad es que está bastante bien, limpio, fresco, estructurado pero natural. Me queda bien. De hecho, creo que podría ser el peinado que mejor me cuadra, el corte perfecto, el que llevaba toda la vida esperando. Nicky, cuánto siento haber dudado de ti…
Él, sin embargo, sigue cortando. Es como cuando haces un cuadro fantástico en primaria, y el profesor te dice: «Para, que lo estropearás». ¡Nicky lo está estropeando! Me afeita grandes tiras por encima de las orejas. Afeita tan alto por detrás, que el pelo largo de encima parece un tupé. ¿Aprendiz de cortacésped? ¿Aprendiz de carnicero? Me entran ganas de levantar las manos y arrancar el cable del enchufe de la pared, pero no puedo; me quedo aturdido, mirando The Face: algo sobre breakdance en los centros comerciales de Basingstoke, mientras espero que pare el zumbido.
Finalmente, Nicky para.
—¿Gel o cera? —pregunta.
¿Gel o cera? ¡Qué sé yo! ¿Podría ser «bolsa»? Como nunca me han puesto cera, digo cera. Él abre un pequeño recipiente de crema de zapatos, se pone en las manos algo que parece sebo, se las frota y restriega los dedos por los restos de mi pelo.
Está claro que Brideshead me queda a años luz. Parezco Winston Smith de 1984. Parezco un conejo afeitado. Se me ve flaco, con los ojos grandes, tísico y un poco loco. Nicky va a buscar un espejo y me enseña la nuca, donde la máquina ha destapado un paisaje marciano de cicatrices y forúnculos que yo, hasta ahora, ni siquiera sabía que existiese, y uno de los cuales sangra un poco.
—¿Qué te parece? —dice.
—¡Está perfecto! —contesto.
Ahora que me he destrozado el pelo, es el momento de elegir un restaurante para nuestra cena romántica. Eso tampoco te lo enseñan. Yo nunca he estado en uno de verdad en compañía de una sola persona; solo en bares, indios y chinos, sobre todo con Spencer y Tone, y la mayoría de las veces el final de las comidas no es un coñac y un buen puro, sino Tone gritando «¡simpa!». Por lo tanto, me baso más en la intuición que en la experiencia, aunque sigo unas cuantas reglas básicas.
En primer lugar, nada de hindús, por si se pusiera la cosa apasionada; y porque tampoco es que sea muy atractivo estar sentado con el objeto de tu devoción y agitar la mano ante la boca, diciendo «¡coño, cómo pica!». En segundo lugar, tratar de evitar los restaurantes situados en el interior de grandes almacenes o supermercados. Una vez invité a Janet Parks a una comilona en Basildon British Home Stores, y me parece que no salió muy bien, la verdad. En general, hay que evitar llevar tú mismo la comida a la mesa con una bandeja; no olvidemos que las camareras no son ningún lujo. En tercer lugar, no fardar demasiado. Yo, impulsivamente, le dije a Alice que la llevaría a Bradley’s Bistro, que es como muy de lujo, pero luego fui a ver la carta y se me escapa, así que tendremos que ir a algún sitio que combine la alta cocina con una buena relación calidad precio. Aunque contemos el billete de cinco de la abuela Jackson, siguen quedando solo doce libras para una cena para dos, incluido el vino, dos platos y un postre a dos cucharas.
Al ir por la ciudad mirando restaurantes, sorprendo en todos los escaparates mi nuevo corte de pelo, y mi expresión de angustia y miedo. Además, lo de la cera es un timo; te lo presentan como que así lo podrás controlar, pero solo sirve para que se me pegue el flequillo a la frente, como una gaviota manchada de petróleo. Tal vez quede mejor a la luz de las velas. Mientras no se incendie…
Tras pasearme por los restaurantes de la zona más cutre y bohemia de la ciudad, tomo una decisión: una trattoria italiana cuyo nombre es Luigi’s Pizza Plaza. También hacen hamburguesas y ribs, y morralla frita. Hay manteles de cuadros rojos, velas en botellas de vino bajo grandes Vesubios rojos de cera cuajada, palitos de pan gratis y un molinillo gigante de pimienta en cada mesa. Así que reservo para dos a las ocho y media, a nombre de Jackson, con un hombre de cara roja y uñas sucias que tal vez sea el Luigi epónimo, o no, y me vuelvo a casita.