PREGUNTA: ¿Qué palabra de origen alemán define el placer que se obtiene del infortunio ajeno?
RESPUESTA: Schadenfreude.
Hoy por fin llega mi primer golpe de suerte. El grandullón de Colin Pagett tiene hepatitis.
Me entero en plena clase sobre las Baladas líricas de Coleridge y Wordsworth. El doctor Oliver lleva un buen rato hablando y la verdad es que he intentado concentrarme, pero lo que entiendo por balada lírica vendría a ser Kate Bush cantando «The Man With The Child In His Eyes». Es mi principal problema con los románticos: que no son bastante «románticos». Te esperas mucha poesía de amor, de la que se puede plagiar en las felicitaciones de San Valentín, pero en términos generales todo son lagos, urnas y recolectores de sanguijuelas.
Por lo que entiendo que dice el doctor Oliver, las principales inquietudes de la psicología romántica eran: 1) la Naturaleza; 2) la relación del Hombre con la Naturaleza; 3) la Verdad, y 4) la Belleza. Mientras que la poesía a la que tiendo a ser más receptivo es la que profundiza en los temas de a) pero qué maja eres, por Dios; b) me gustas; sal conmigo, por favor; c) salir contigo es genial, de verdad, y d) ¿por qué ya no quieres salir conmigo?
Si la poesía de Shakespeare y Donne es la más emocionante y lírica de todo el canon inglés, es por la sensibilidad y la profundidad con que aborda estos temas. Me estoy planteando titular el siguiente de mis reveladores estudios «Hacia una definición de “romance”. Estudio comparado de lo “lírico” en Coleridge y Donne», o algo en esa línea. Justo entonces veo aparecer la cara de Alice Harbinson en la puerta del aula.
Todos levantan la cabeza. Lógico. Parece, sin embargo, que es a mí a quien señala Alice, mientras articula unas palabras. Me señalo a mí mismo. Ella asiente con urgencia, se agacha, escribe algo en un cuaderno A4 y lo aplica al cristal.
«Brian, te necesito. Urgentemente», pone.
Me pregunto si será para sexo; probablemente no, pero ante la falta evidente de alternativas, recojo mis libros y papeles lo más discretamente que puedo, me agacho y voy hacia la puerta. El doctor Oliver me mira; no solo él, sino toda el aula.
—Perdón. Hora en el médico —digo, llevándome una mano al pecho como si quisiera subrayar que puedo caerme muerto en cualquier momento.
De todos modos, al doctor Oliver no parece que le importe mucho. Mientras sigue explicando las Baladas líricas, salgo al pasillo y me encuentro a Alice sofocada, sudorosa, sin aliento y guapísima.
—Perdona, perdona, perdona, perdona, perdona… —balbucea.
—No pasa nada. ¿Qué querías?
—¡Te necesitamos! Para la ronda de clasificación de esta tarde.
—¿En serio? Pero si Patrick me dijo que no me molestase…
—Colin no puede venir. Tiene hepatitis.
—¡No puede ser!
Obviamente, no levanto el puño ni nada por el estilo, porque Colin me cae bastante bien, y me preocupa, de verdad que me preocupa. Pongo cara de inquietud.
—¿Está bien?
—Sí, tranquilo, no es la grave; es la hepatitis A, o algo así. Parece que se ha puesto amarillo fosforito, pero que se curará del todo. ¡Lo que pasa es que ahora estás tú en el equipo! ¡Ya!
Hacemos un bailecito de victoria (nada indecente, ni nada) y nos vamos corriendo al sindicato de estudiantes.
Hay momentos en los que parece que los logros de la humanidad dilataran nuestro concepto de lo humanamente posible: las esculturas de Bernini o Miguel Ángel, por ejemplo, o las tragedias de Shakespeare, o los cuartetos de cuerda de Beethoven. Esta tarde, en el bar vacío de la facultad, por alguna razón que se resiste a ser explicada de modo racional —el destino, o la suerte, o la mano invisible de Dios, o un estado de gracia—, parece que yo lo sepa todo.
—Si la adenina se empareja con la timina, la citosina se empareja con…
La sé.
—La guanina.
—¿Cuál es el nombre completo de la organización que concede los Oscar?
La sé.
—Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas.
—Correcto. La curruca, el reyezuelo, la fulveta y la yerbera son variedades de la familia Sylviidae. ¿Cómo se les llama vulgarmente?
La sé.
—¿Perlitas?
—Correcto. ¿Qué cantante folk canadiense se llama en realidad Roberta Joan Anderson?
La sé.
—Joni Mitchell.
—Correcto.
Los de No hay más preguntas han mandado a Julian, un investigador simpático, de unos veinticinco años, que habla con mucha suavidad y lleva chaleco y corbata: el doble de Bamber Gascoigne, vaya. Es el clásico formato de concurso: cuarenta preguntas en un cuarto de hora, con permiso para hablar entre nosotros. El objetivo es ver si damos la talla para salir en el concurso de la tele. Y la damos. ¡Vaya si la damos! De hecho, no me duelen prendas en decir que nos salimos.
—¿Qué personaje del siglo XII, reina consorte tanto de Francia como de Inglaterra, inspiró muchos de los poemas del poeta trovadoresco Bernard de Ventadour?
—Leonor de Aquitania —digo.
—Un momento, un momento. ¿Podemos pasar por el capitán, si no os importa? —susurra indignado Patrick—. A ver, Brian, ¿cómo lo sabes?
La verdad es que lo sé porque es el personaje que interpreta Katharine Hepburn en aquella película tan floja que programan siempre en la tele los domingos por la tarde, pero en vez de decírselo asiento sabiamente y abro mucho los ojos.
—Pues… lo sé —digo, como si hasta para mí fuese un enigma la potencia formidable y avasalladora de mi cultura general.
Mira con escepticismo a Lucy Chang, en busca de confirmación, pero ella se limita a encogerse de hombros, así que Patrick dice:
—¿Leonor de Aquitania?
—Correcto —dice Julian.
Miro a la derecha, sintiendo que me aprietan el brazo: es Alice, que me sonríe con los ojos muy abiertos, sinceramente admirada. He acertado nueve respuestas seguidas. Tengo la misma sensación que debió de tener Jesse Owens en las Olimpíadas de Berlín de 1936. Los demás no pueden meter baza, ni siquiera Lucy Chang. De repente la hepatitis de Colin Pagett parece lo mejor que podría haber pasado, para todos excepto para Colin Pagett, vaya, porque parece que yo lo sepa todo sobre todo.
—¿Qué paralelo fue elegido en la conferencia de Potsdam de 1945 como delimitación aproximada entre Corea del Norte y del Sur?
Esta la verdad es que no la sé, pero no pasa nada: tenemos a Lucy.
—¿El paralelo treinta y ocho?
—Correcto.
Y seguimos: Andalucía, correcto; 1254, correcto; carbonato de calcio, correcto; Ford Madox Ford, correcto. Si esto lo dieran por la tele, es evidente que el país se habría quedado hipnotizado, con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca, sin poder ni respirar, pero no, estamos en un bar de estudiantes vacío que apesta a cigarrillos y cerveza, a las tres de la tarde de un jueves lluvioso de noviembre, y no nos mira nadie, ni siquiera las mujeres de la limpieza, una de las cuales ha empezado a pasar la aspiradora por la moqueta del bar.
—Mmm… ¿Habría alguna manera de…? —masculla Julian.
Patrick se levanta de golpe.
—¡Perdone! —chilla, indignado—. ¡ESTAMOS INTENTANDO HACER UN CONCURSO, Y ES CONTRA RELOJ!
—¡En algún momento tengo que pasar la aspiradora! —dice la mujer de la limpieza, sin apagarla.
—¡A ESTE SEÑOR… —declama Patrick, señalando a Julian con el dedo como un profeta del Antiguo Testamento—… LO ENVÍAN DE MANCHESTER, DE LA CENTRAL DE NO HAY MÁS PREGUNTAS!
Por alguna razón, parece que funciona, porque la mujer de la limpieza apaga la aspiradora, murmura algo y sigue vaciando los ceniceros.
Más preguntas. Me pregunto si se habrá roto el encanto, y si conservaremos la buena forma, pero no hay nada que temer: la siguiente pregunta es sobre los restos de un barco anglosajón que fueron descubiertos en Suffolk en 1939, y que suministraron información muy valiosa sobre los rituales antiguos de sepultura.
La sé.
—Sutton Hoo —digo.
—Correcto.
—El test de Rorschach —digo.
—Correcto.
—Epitelio… —dice Lucy.
—Correcto.
—¿Uganda? —dice Patrick.
—No, creo que es Zaire… —digo yo.
Patrick me mira con cara de Calígula por osar poner en duda su autoridad, antes de mirar de nuevo a Julian.
—Uganda —dice firmemente.
—Incorrecto. La respuesta era Zaire, en efecto —dice Julian, consolándome con una sonrisa.
Me ha parecido ver un tic en la comisura de los párpados de Patrick, pero soy demasiado maduro para regodearme en esas cosas; a fin de cuentas, Patrick, lo importante no es eso tan mezquino de puntuar individualmente, sino el trabajo en equipo, soy cabezón…
—El gorrión doméstico —digo.
—Correcto.
—¿A es congruente con b módulo m? —susurra Lucy.
—Correcto.
—Las Corn Laws —grita Patrick.
—Correcto.
—The Woodlanders, de Thomas Hardy —propongo yo.
—Correcto.
—¿Buster Keaton? —aventura Alice.
—No, creo que es Harold Lloyd —digo yo, con amabilidad no exenta de firmeza.
—Vale, pues ¿Harold Lloyd? —dice Alice.
—Correcto. ¿Qué ingeniero aeronáutico murió en 1937, muchos años antes de que su diseño más famoso se hiciera con el dominio del aire durante la batalla de…?
—R. J. Mitchell —digo yo.
—¿Qué? —dice Patrick.
—R. J. Mitchell, el diseñador del Spitfire.
Me acuerdo del nombre por el texto de la caja del kit Airfix a escala 1/12. Sé que tengo razón: solo puede ser R. J. Mitchell, estoy seguro. Sin embargo, Patrick me mira con tan mala cara que es como si quisiera inducirme a error por la fuerza de su pensamiento.
—Hazme caso, que es R. J. Mitchell.
—¿R. J. Mitchell? —dice a regañadientes.
—Correcto —dice Julian, y se le escapa la sonrisa.
Patrick me mira de hito en hito. En cambio Lucy se asoma por detrás y levanta el pulgar, y Alice… pues Alice me pasa la mano por la espalda y la apoya en la base, justo donde se me ha salido la camisa de mi abuelo de los tejanos.
—Bueno, última pregunta: ¿qué metal ferromagnético del grupo VIII de la tabla periódica, aislado en 1735 por el químico sueco Georg Brandt, se usa en la producción de aleaciones resistentes al calor y magnéticas?
Debo reconocer que tengo la tabla periódica bastante oxidada, y que esta no la habría acertado ni de milagro, pero no pasa nada: una vez más, lo sabe Lucy Chang.
—El cobalto —dice.
—Correcto.
Ya está. Nos damos palmadas en la espalda, haciendo piña. Alice me abraza. La mancha húmeda de mi espalda me hace reparar en que sudo como un caballo de carreras.
Sin embargo, Julian carraspea.
—Bueno —dice—, vuestra puntuación es de treinta y nueve sobre cuarenta; un resultado magnífico, ¡así que me alegro de informaros de que pasáis sin duda alguna a la competición de este año de No hay más preguntas!
Si hubiera habido público, se habría vuelto loco.
A la salida del edificio del sindicato, todos le damos la mano a Julian, un chico muy simpático, y le deseamos buen viaje de regreso a Manchester: nos vemos el 15 de febrero, recuerdos a Bamber, ja, ja. Luego nos quedamos al sol de la tarde, sin saber muy bien qué hacer.
—Bueno, qué, ¿lo celebramos con una cerveza? —digo yo, ansioso de alargar la gloria.
—¿Qué? ¿A las cuatro de la tarde? —dice Patrick, indignado, como si acabara de invitarles a venir a mi casa para pincharse heroína y montar una orgía.
—Lo siento, pero no puedo; mañana tengo examen —dice Lucy.
—Yo mejor que tampoco —dice Alice.
Durante una breve pausa, nos preguntamos todos si dará alguna excusa. En vista de que no se toma la molestia, intervengo yo.
—Vale, pues te acompaño, que vamos en la misma dirección.
Mientras caminamos, trato de que se me ocurra alguna justificación plausible para ir en dirección rigurosamente opuesta a la que debería haber tomado.
—¡Oye, felicidades! —dice Alice al cruzar el parque que lleva a su residencia—. Has estado increíble.
—Ah, bueno, gracias; tú también.
—¡Qué va! Yo en este equipo soy un peso muerto. Para empezar, solo me clasifiqué porque me diste las respuestas.
—No es verdad —digo yo, aunque lo sea.
—Oye, y ¿cómo sabías tantas cosas?
—¡Por mi juventud disoluta! —digo yo. Como no lo pilla, añado—: Supongo que tengo el don de memorizar información inútil, pero nada más.
—¿Tú crees que eso existe? ¿Información inútil?
—Bueno… A veces preferiría no haber aprendido a hacer punto —digo. Alice se ríe. Se cree que es broma, evidentemente. Quizá sea preferible—. Y las letras de canciones; a veces me parece que podría ahorrarme tantas letras de canciones…
—¿Give me spots on my apples but give me the birds and the bees…?
La sé.
—«Big Yellow Taxi», de Joni Mitchell —digo.
—From Ibiza to the Norfolk Broads…
La sé.
—«Life on Mars», de Bowie —digo.
—Vale, pues ahora una nueva: She’s got cheekbones like geometry and eyes like sin/ and she’s sexually enlightened by Cosmopolitan…
Obviamente, también sé la respuesta, pero finjo no saberlo para hacerme el simpático, antes de contestar:
—¿«Perfect Skin», de Lloyd Cole and the Commotions?
—¡Pero qué bueno eres! —dice ella.
Luego, curiosamente, me coge el brazo, y caminamos por el parque mientras se pone el sol.
—Vale, ahora me toca a mí. Pónmelo a tope de difícil…
Pienso un poco y respiro hondo.
—I saw two shooting stars last night / I wished on them but they were only satellites / It’s wrong to wish on space hardware / I wish, I wish, I wish you’d care[5].
Parece que me salgo con la mía, en el sentido de que Alice no me vomita inmediatamente encima. Ya, ya sé que debería avergonzarme, y la verdad es que lo estoy, pero Alice da la impresión de tomárselo con bastante inocencia. Piensa un poco y dice:
—¿Billy Bragg, «A New England»?
—Justo en el clavo —digo yo.
—¿A que es bonita?
—A mí me lo parece.
Caminamos entre los árboles del paseo. Las lámparas de sodio se encienden al pasar, como la pista de baile iluminada del vídeo de «Billie Jean». Se me ocurre que lo más parecido a este momento es la foto en blanco y negro de la portada de una recopilación exclusiva de cuatro discos de Ronco, anunciada por la tele, que se titula The Greatest Love Songs Ever. Delante hay un gran montón de hojas recién caídas, rojas, ocres y doradas. Llevo a Alice en esa dirección.
—¡Eh —digo—, vamos a dar patadas a las hojas!
—No, mejor que no, que suele haber cacas de perro —dice ella.
Debo reconocer que probablemente tenga algo de razón.
Poco después llegamos a Kenwood Manor. Alice ha hecho todo el camino de mi brazo, que algo querrá decir; así que, tomando arrestos, digo:
—Oye, ¿qué haces el jueves que viene?
Solo un ojo tan experto como el mío sabría percibir el momento de pánico fugaz que cruza las facciones de Alice Harbinson; pero allí estaba, aunque solo fuera un momento. Luego pone cara de pensárselo y se da golpecitos con el dedo en la barbilla.
—¿El jue… ves que viene? Déjame pensar… —dice.
Deprisa, Alice, invéntate una excusa; deprisa, chica, venga, venga, venga…
—Lo digo porque es mi cumpleaños: diecinueve. ¡El gran uno nueve!
Guardo el silencio justo para que caiga ciegamente en mi trampa.
—¡Y haces una fiesta! Pues me encantaría ir…
—Bueno, una fiesta la verdad es que no; conozco a poca gente para montar una fiesta, pero se me ha ocurrido que podríamos salir…, no sé, a cenar, o algo…
—¿Tú y yo solos?
Sonríe. ¿Se dice «ricto» o «rictus»?
—Tú y yo solos…
—Vale —dice, como si fueran dos palabras—. Va. Le. ¿Por qué no? ¡Pues sí, estará genial! ¡Qué divertido! —dice.
Sí que será genial, sí; genial y divertido. Estoy decidido a que sea a la vez Genial y Divertido.