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PREGUNTA: ¿Qué significa la divisa en latín que acompaña al rugido del león al principio de las películas de la Metro-Goldwyn-Mayer?

RESPUESTA: Ars Gratia Artis, «El arte por el arte».

Bueno, personalmente tengo que decir que no lo trago; vaya, que la idea de que sea un gran poema lírico de amor es una tontería. Solo es un poema de un tío que va muy caliente, de un frustrado sexual de tres al cuarto que intenta meterle mano a su amada con rollos sobre «el carro alado del tiempo», y que no acepta un no como respuesta. Este poema no tiene nada de lírico, ni de romántico, y de erótico ya no digamos, al menos si eres mujer —dice, arrastrando las palabras, la amiga de Alice, Erin, la de los ojos de gato y la media melena teñida de rubio—. De hecho, si a mí un tío me envía este poema, o me lo lee, o lo que sea, llamo a la Policía. No me extraña que su amada sea esquiva. El poeta es un misógino total.

—¿Andrew Marvell te parece un misógino? —dice, repantigado en su sillón, el profesor Morrison, mientras cruza sus largos dedos sobre la barriga.

—Pues sí, clarísimamente, al menos en este poema.

—O sea, que la voz del poeta es la misma que la del poema.

—¿Por qué no va a ser la misma? No se aprecia ningún recurso de distanciamiento…

—¿Tú qué piensas, Brian?

Para ser sincero, en quien pienso es en Alice, así que hago una pausa y gano tiempo frotándome las orejas, como si mis facultades críticas se concentrasen en los lóbulos, y tuviera que calentármelos. Solo es mi tercera clase de seminario. La última vez me pillaron en falso al decir que había leído Mansfield Park, cuando en realidad solo había visto la mitad del primer episodio por la tele. Más vale que me esmere. Elijo en mi arsenal la expresión «contexto histórico».

—Que no es tan sencillo, sobre todo si sitúas el poema en su contexto histórico… —Erin hace ruido con los labios y suspira, inclinación que muestra cada vez que abro la boca en el seminario. Está claro que me odia a muerte; lo que ignoro es la razón, porque yo siempre le sonrío. A menos que sea por eso, claro… En fin, concentración—. Para empezar, hay un elemento humorístico muy claro. El uso de la retórica es consciente, y en ese sentido se parece un poco al soneto 130 de Shakespeare, «My mistress’ eyes are nothing like the sun…»[4]. (Toma ya). Con la diferencia de que en este caso la retórica del poeta le lleva al histrionismo: la desesperación y los extremos a que llega para convencer a su amada de que sucumba lo convierten en una figura esencialmente cómica. Es la comedia de la frustración sexual y de la humillación romántica. En realidad, quien tiene todo el poder es la «amada esquiva» epónima, el objeto de su pasión no correspondida…

—Mira, todo eso son chorradas reaccionarias y machistas —replica Erin, que no ha dejado de moverse en la silla, haciendo rechinar de indignación el vinilo—. La «amada esquiva» no tiene poder, ni personalidad; es un cero a la izquierda, un vacío, que solo se define por su belleza y por su negativa a montárselo con el poeta. Además, salta a la vista que el tono no es cómico ni lírico, sino intimidante, manipulador y opresivo.

El siguiente en hablar es Chris, el hippy de la mano sucia. Opto por dejar que Erin lo use un rato como tronco de árbol para afilar sus uñas de gata. El profesor Morrison me sonríe un poco, paternal, para indicarme que está de acuerdo en todo. Me cae bien, el profesor; también me da miedo, lo cual probablemente sea la combinación correcta para los profesores universitarios. Otro aspecto que no puede ser malo en un profesor universitario es su ligero parecido con David Attenborough. Lleva mucha pana y calcetines de punto, y está más flaco que una escoba, a excepción de una barriga pequeña y compacta que parece un cojín atado bajo la camisa sucia. Por otra parte, siempre que dices algo te escucha con gran atención, la cabeza algo inclinada y los dedos juntos, formando un triángulo delante de su boca, exactamente igual que los intelectuales de la tele.

Mientras Erin deja a Chris para el arrastre, y el profesor Morrison los observa, me distraigo un poco y, mirando el jardín por la ventana, vuelvo a pensar en Alice.

Después de clase, al ir por High Street, veo a Rebecca como se llame y a un par de los cabreados de la leche que la siguen siempre a todas partes. Están repartiendo panfletos entre compradores indiferentes. Al principio se me ocurre cruzar. Recelo un poco de ella, para ser sincero, sobre todo desde la última conversación, pero me he prometido hacer cuantas amistades pueda en la universidad, aunque exhiban todos los indicios de que no les caigo nada bien.

—¡Eh! —digo.

—¡Si es la reina de la pista! ¿Qué tal? —dice ella.

Me da un folleto que exhorta a boicotear el Barclays Bank.

—¡La verdad es que el dinero de la beca me lo gestiona otra multinacional bancaria, de las sensibles y humanitarias! —digo con un brillo incisivo, irónico y satírico en los ojos.

Ella, sin embargo, no se fija mucho; ha seguido repartiendo los folletos, mientras grita:

—¡Lucha contra el apartheid! Apoya el boicot. ¡No compres productos sudafricanos! ¡Di no al apartheid…!

Me alejo unos pasos, porque también me empiezo a sentir un poco boicoteado.

—¿Qué, cómo va la adaptación? —dice ella entonces, bajando un poco, muy poco la voz.

—Ah, bien; comparto casa con un par de pijos del copón, de esos que se llaman Rupert, pero aparte de eso no está demasiado mal…

La verdad es que el toque de lucha de clases era por ella, pero dudo que lo haya captado, porque me mira con perplejidad.

—¿Los dos se llaman Rupert?

—No, se llaman Marcus y Josh.

—Entonces, ¿por qué has dicho lo de Rupert?

—Ellos, ellos… Ya me entiendes, el típico nombre de niño pijo, Rupert…

La mordacidad del comentario empieza a diluirse. Se me ocurre brindarme a colaborar en el reparto de folletos. A fin de cuentas, es una causa que despierta mi compasión: mi política de no comer fruta sudafricana es casi tan estricta como la de no comer fruta en general. Rebecca, sin embargo, ya ha doblado los folletos que le quedaban, y se los da a sus colegas.

—Bueno, por hoy ya estoy. Hasta luego, Toby. Hasta luego, Rupert…

De pronto vamos los dos juntos por la calle, sin saber muy bien a quién se le ha ocurrido.

—¿Qué, adónde vamos? —pregunta ella, con las manos hasta el fondo de los bolsillos de su abrigo de vinilo negro.

—Pues yo la verdad es que iba aquí al lado, al museo de arte.

—¿Al museo de arte? —pregunta, intrigada.

—Bueno, sí, es que se me había ocurrido echarle un vistazo, ¿sabes?

Arruga la nariz.

—¡Vale —dice—, pues vamos a «echarle un vistazo»!

La sigo por la calle.

Ah, el eterno ardid del vistazo al museo… De hecho hacía tiempo que quería probarlo, ya que en Southend muy viable no es. Pero aquí hay un museo de los de verdad: ambiente silencioso de biblioteca, bancos de mármol y vigilantes adormecidos en sillas incómodas; en principio, mi plan era citarme aquí con Alice, pero no está de más ensayarlo con otra persona, a fin de tener bien estudiadas mis reacciones espontáneas.

Reconozco sin ambages que mi reacción ante las artes visuales puede ser bastante superficial; a menudo, por ejemplo, debo recurrir a comentar que en el cuadro hay alguien que se parece a tal o cual famoso de la tele. También tengo que cogerles el tranquillo a muchos aspectos del protocolo de museo de arte, como el tiempo que hay que detenerse frente a cada cuadro, los ruidos que hay que hacer, y todas esas cosas… Aun así, entre Rebecca y yo no tarda en formarse un ritmo agradable y cómodo; ni tan rápido como para parecer superficial, ni tan lento como para aburrirse como ostras.

Estamos en la sala del siglo XVIII, frente a un cuadro no especialmente notable de un pintor que no me suena de nada, con un lord y una lady a lo Gainsborough debajo de un árbol.

—Está genial, la perspectiva —digo.

Sin embargo, como me parece un poco básico señalar que los objetos se van haciendo más pequeños a medida que se alejan, me decido por un enfoque más sociopolítico y marxista.

—¡Fíjate en las caras! ¡Se les ve muy satisfechos con la vida que les ha tocado!

—Si tú lo dices… —contesta Rebecca, poco estimulada.

—¿No te gusta el arte?

—Pues claro que sí, pero es que no me parece que el hecho de que hayan puesto algo en un puñetero marco de oro me obligue a quedarme delante varias horas, con la mano en la barbilla. ¿Tú lo has visto bien? —Se refiere a la sala con un gesto despectivo de los faldones de su abrigo, sin sacar las manos de los bolsillos—. Retratos de ricos que no dan golpe, contemplando ganancias que no les corresponden; estampitas de trabajos en el campo agotadores; cuadros de cerdos limpísimos… ¿Tú has visto esa monstruosidad? —Señala un desnudo regordete y suntuosamente rosado, reclinado en un diván—. Porno blando para esclavistas. Pero bueno, ¿se puede saber dónde tiene el vello púbico? ¿Tú has visto alguna vez a una mujer desnuda con esta pinta? —Me planteo decirle que nunca he visto a una mujer desnuda, pero me callo para no estropear mis credenciales artísticas—. ¡Ya me dirás de qué sirve!

—Ah, pero ¿no crees que el arte tenga valor intrínseco?

—No, lo que no creo es que tenga valor intrínseco solo porque alguien haya decidido llamarlo «arte»; como esto, que es como las porquerías que te encuentras en las paredes de los clubs conservadores de provincias…

—O sea, que cuando llegue la revolución supongo que le prenderéis fuego…

—Me encanta esta costumbre tan simpática que tienes de reducir a la gente a estereotipos.

La sigo por una sala llena de bodegones, decidido a encauzar nuestra conversación por otros derroteros que los de la política.

—¿Se dice «pintor bodegonista» o «bodeguista»?

Se me antoja que es un comentario muy sofisticado, muy de Radio 4. Ella, sin embargo, no muerde el anzuelo.

—Bueno, ¿y tú qué ideas políticas tienes? —me pregunta.

—Pues… supongo que vendría a ser una especie de humanista liberal de izquierdas.

—Dicho de otra manera, nada…

—Hombre, yo no diría tan…

—¿Y qué habías dicho que estudiabas?

—Lit. Ing.

—¿Qué es Liting?

—Literatura inglesa.

—¿Ahora se llama así? ¿Y qué te atrajo de la Liting aparte de que obviamente es una maría como una catedral?

Decido ignorar el último comentario y embarcarme directamente en mi número.

—Bueno, es que en el fondo no estaba muy seguro de qué hacer. Tenía una base bastante amplia de buenas notas en secundaria y bachillerato, y dudaba entre la historia, el arte o alguna ciencia, pero lo que tiene la literatura es que…, pues que lo abarca todo, esencialmente: es historia, filosofía, política, política de género, sociología, psicología, lingüística y ciencia. La literatura es la respuesta organizada de la humanidad al mundo que la rodea, y claro, no deja de ser natural que esa respuesta contenga toda una… —digo tomando un poco de carrerilla—… panoplia de conceptos intelectuales, ideas, temas…

Etcétera, etcétera, etcétera. En honor a la verdad, no es la primera vez que lo digo; de hecho, recurrí al mismo número en todas mis entrevistas para la universidad, y aunque no sea exactamente el «sangre, sudor y lágrimas» de Churchill, a los profesores les suele entrar de fábula, sobre todo si, como en este caso, lo acompañas con mucho toqueteo de pelo y gestualización enfática. Llego al irresistible clímax del discurso.

—… así que, como le dice en Hamlet el personaje epónimo a Polonio en la segunda escena del segundo acto, en último término todo es cuestión de «palabras, palabras, palabras», y lo que llamamos «literatura» no es, en realidad, más que el vehículo de lo que sería más exacto describir como el Estudio de… Todo.

Rebecca se lo piensa y asiente sabiamente.

—Bueno, hacía tiempo que no me vacilaban con semejante montón de chorradas.

Empieza a alejarse.

—¿Te parece? —digo yo, mientras la sigo a paso ligero.

—Es que no sé por qué no dices que te apetece estar tres años rascándote la barriga y leyendo. Al menos serías sincero. La literatura no enseña sobre «todo»; y aunque lo hiciera, sería la enseñanza más inútil, superficial y poco práctica que existiese. Vaya, que el que se crea que puede aprender algo práctico de la política, de la psicología o de la ciencia hojeando Bajo el bosque lácteo piensa con el culo. ¿Te imaginas que te dice alguien: «Bueno, señor como se llame, le voy a sacar el bazo; la verdad es que no he estudiado medicina, pero no se preocupe, que disfruté mucho leyendo Los papeles póstumos del Club Pickwick…»?

—Hombre, es que la medicina es un caso especial.

—¿Y la política no? ¿Ni la historia? ¿Ni el derecho? ¿Por qué no? ¿Porque son más fáciles? ¿Menos merecedores de un análisis riguroso?

—O sea, ¿no te parece que las novelas, la poesía y las obras de teatro aporten nada a la calidad ni a la riqueza de la vida?

—¿Yo he dicho eso? Seguro que sí, que aportan algo, pero las canciones pop de tres minutos también, y nadie siente la necesidad de pasarse tres años estudiándolas.

Seguro que Alexander Pope dijo algo pertinente que me ayudaría en esta situación, pero ahora mismo no me acuerdo. Se me ocurre usar la palabra «utilitarismo», pero no sé muy bien cómo.

—Solo porque algo no sea práctico no quiere decir que no sea útil —acabo diciendo.

Al oírlo, Rebecca arruga la nariz. Me doy cuenta de que en términos semánticos estoy pisando arenas movedizas, así que decido cambiar de estrategia y pasar a la ofensiva.

—¿Y qué estudias tú, que es tan útil, a ver? —digo.

—Derecho. Segundo año.

—¡Derecho…! Bueno, sí, supongo que el derecho es bastante útil.

—Esperemos.

Cuadra con ella. Yo, si tuviera que ir a juicio, está claro que tendría muy pocas ganas de llevar la contraria a Rebecca Epstein. Me daría un buen meneo con su acento de Glasgow, espetando cosas como «¡defina los términos!», y «¡su argumento es falaz!». De hecho, ahora tampoco tengo ganas de llevarle la contraria, así que me quedo callado, y caminamos en silencio entre vitrinas de fósiles, monedas antiguas y antiguos aperos de labranza. Supongo que es mi primera experiencia del vivaz tira y afloja intelectual de la vida universitaria. Están las discusiones con Erin en el seminario, claro, pero esas son simple cuestión de resistencia, como de niño, cuando te retuercen las muñecas. Con Rebecca tengo la sensación de haber recibido una puñalada en el ojo. No obstante, como solo llevo tres semanas aquí, estoy seguro de que iré mejorando, y en el fondo albergo la certeza de que se me puede ocurrir una réplica elocuente e incisiva, aunque tarde tres o cuatro días. Mientras tanto, opto por intentar cambiar de tema.

—¿Luego qué piensas hacer? —pregunto.

—Ni idea. Podríamos ir a tomar algo, si te apetece…

—No, me refiero a después de la uni, cuando te licencies…

—¿Cuando me licencie? Ni idea. Algo que influya en la vida de la gente. No estoy muy segura de querer meterme en todo el tema procesal, pero me interesan las leyes de inmigración. En la Oficina de Asesoría Ciudadana trabajan bien. Puede que me pase a la política, o al periodismo, o a alguna otra cosa para ayudar a echar a los cabrones de los torys. ¿Y tú?

—Bueno, puede que la docencia o la investigación… A lo mejor me dedico a escribir, de alguna manera.

—¿Qué escribes?

—No, de momento nada. —Decido hacer la prueba y añado—: Solo un poco de poesía.

—Vaya, vaya. Eres poeta y yo sin enterarme. —Mira su reloj—. Bueno, tengo que volver.

—¿Dónde vives?

—En Kenwood Manor, donde aquella porquería de fiesta.

—¿Ah, como mi amiga Alice?

—¿Alice la rubia, la guapa?

—¿Es guapa? No me había fijado.

Ha sido un ensayo de humor mordaz posfeminista, pero lo único que hace Rebecca es chasquear la lengua.

—¿Y de qué la conoces? —pregunta.

—No, nada, es que hemos coincidido en el equipo de No hay más preguntas… —digo con un encogimiento displicente de hombros.

La carcajada de Rebecca reverbera en las paredes de piedra del museo.

—¡Es broma!

—¿Qué gracia tiene?

—No, no, qué va, ninguna; perdona, es que no tenía ni idea de estar hablando con un famoso de la tele. Oye, y ¿qué intentas demostrar?

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, si participas en algo así es que tienes que demostrar algo…

—¡Yo no tengo que demostrar nada! Solo es una manera de divertirme. Además, aún no estamos clasificados para el torneo de la tele. La selección es la semana que viene.

—Torneo, ¿eh? Suena a cosa de machos; como si tuvieras que ponerte algún tipo de protección. ¿Tú en qué posición juegas? ¿Delantero centro? ¿Defensa?

—La verdad es que soy el primer reserva.

—Ah, o sea, que técnicamente no formas parte del equipo.

—No, supongo que no.

—Pues si quieres que le parta a alguien el dedo de tocar el timbre, avísame. —Ya estamos en la escalinata del museo. Mientras estábamos dentro ha empezado a oscurecer—. Me lo he pasado muy bien hablando contigo… Perdona, es que me he vuelto a olvidar de tu nombre.

—Brian, Brian Jackson. ¿Te acompaño a casa?

—Ya sé el camino. Te recuerdo que es donde vivo. Pues nada, Jackson, ya nos veremos. —Baja algunos escalones, se para y se gira—. Ah, oye, Jackson: está muy bien que estudies lo que más te guste. La valoración y el conocimiento por escrito de la literatura, o de cualquier otro tipo de actividad artística, es de importancia vital para cualquier sociedad decente. ¿Por qué te crees que lo primero que queman los fascistas son los libros? Tendrías que aprender a hacerte valer más.

Se gira, baja deprisa por las escaleras y se pierde en el anochecer.