PREGUNTA: ¿Qué aristócrata, hijastro de Robert Dudley y antiguo favorito de Isabel I, encabezó una rebelión mal planeada y frustrada contra la reina, y fue ejecutado por ello en 1601?
RESPUESTA: Essex.
A todo joven le preocupa algo; forma parte natural e inevitable del hecho de crecer, y a los dieciséis años mi mayor preocupación vital era no volver a conseguir jamás algo tan bueno, puro, noble o auténtico como mis notas del graduado en secundaria.
Al sacarlas no les di mucha importancia, por supuesto; no enmarqué el boletín ni nada raro. Tampoco las voy a detallar, para no ponerme en plan competitivo, pero la verdad es que me gustaron. Un título. La primera vez en mis dieciséis años que me sentía capacitado para algo.
Claro que desde entonces ha llovido muchísimo: ahora tengo dieciocho años y quiero creer que ese tipo de cosas me las tomo con mucha más sabiduría y distancia; vaya, que mis sobresalientes no son nada del otro mundo, en términos comparativos. Además, la idea de que se pueda cuantificar la inteligencia con un sistema de exámenes escritos tan ridículo como anticuado es obviamente una falacia; dicho lo cual, fueron los mejores resultados de todo el instituto de la calle Langley, no solo en 1985, sino en quince años: tres sobresalientes y un notable; es decir, diecinueve puntos. Ya está, ya lo he dicho… Pero en serio que no lo veo importante, de verdad lo digo; es un simple comentario. Además, en comparación con otras cualidades, como el valor físico, o la popularidad, o ser guapo, o tener buen cutis, o una vida sexual activa, la verdad es que saber muchas cosas tampoco es tan importante.
De todos modos, como decía mi padre, lo decisivo de la educación está en las oportunidades y las puertas que abre, ya que de lo contrario el saber en sí es un callejón sin salida, sobre todo desde donde estoy ahora, este miércoles por la tarde de finales de septiembre, en una fábrica de tostadoras.
Me he pasado todas las vacaciones trabajando en el departamento de envíos de Ashworth Electricals, lo cual quiere decir que soy el encargado de meter las tostadoras en las cajas antes de que las manden a las tiendas; y como no es que haya muchas maneras de meter tostadoras en cajas, pues llevo dos meses bastante aburridos. La parte buena es que pagan la hora a una libra ochenta y cinco, que no está mal, y que puedes comerte todas las tostadas que quieras. Al ser mi último día, he estado atento a la circulación disimulada de la tarjeta de despedida y a la colecta para el regalo, al tiempo que esperaba averiguar en qué pub nos tomaríamos la última copa, pero en vista de que ya son las seis y cuarto, me parece lícito suponer que ya se ha ido todo el mundo a casa, sin más.
Bueno, mejor, porque yo tenía otros planes. Cojo mis cosas, me llevo un puñado de bolis y un rollo de celo del armario del material y me voy para el muelle, donde he quedado con Spencer y Tone.
Con sus 2,158 kilómetros, o sus 2360 yardas, el muelle de Southend es oficialmente el más largo del mundo; probablemente sea demasiado largo, la verdad sea dicha, sobre todo cuando vas cargando con cervezas. Llevamos doce latas grandes de Skol, bolas de cerdo agridulce, arroz frito especial y una ración de patatas con salsa al curry —sabores del mundo entero—, pero al llegar a la punta del muelle las cervezas ya están tibias, y la comida fría. Al ser una celebración especial, Tone también se ha tenido que traer su loro, del tamaño de un pequeño ropero, de esos que llaman «ghetto blasters», aunque justo es decir que lo más parecido a un gueto que habrá visto debe de ser la ciudad de Shoeburyness. Ahora mismo suena una recopilación casera de Led Zeppelin hecha por Tone, mientras nos acomodamos en un banco de la punta y vemos ponerse majestuosamente el sol detrás de la refinería de petróleo.
—¡No te irás a convertir en un capullo! —dice Tone, mientras abre una lata de cerveza.
—¿En qué sentido?
—Quiere decir que si te nos pondrás en plan estudiante universitario —dice Spencer.
—Bueno, es que soy estudiante universitario; lo seré, vaya, o sea que…
—No, me refiero a que vuelvas hecho un gilipollas, en plan no hay quien me tosa, y te presentes con toga en Navidad, hablando latín y diciendo «¡cáspita!», y «¡caracoles!», y esas cosas…
—Exactamente, Tone; es lo que haré.
—Ni se te ocurra, que ya eres bastante mamón; solo te faltaría serlo aún más.
Tone siempre me llama «mamón», cuando no me trata de «mariconazo», pero el truco es hacer una especie de ajuste lingüístico e intentar tomárselo como una palabra cariñosa, como cuando las parejas se dicen «cielo» o «corazón». Acaba de entrar a trabajar en Currys, la tienda de electrodomésticos, y se está montando un pluriempleo a base de mangar equipos de música portátiles, como el que suena ahora. También es suya la cinta de Led Zeppelin; a Tone le gusta presentarse como un «metalista», que suena más profesional que «rockero» o «fan del heavy metal». El metalismo se extiende a su forma de vestir: mucha ropa vaquera azul claro y melena rubia hacia atrás, lustrosa, como de vikingo afeminado. En realidad, lo único afeminado de Tone es su melena. Es un hombre imbuido de una violencia brutal. La señal de que has salido de marcha con Tone y ha ido todo bien es volver a casa sin haber tenido la cabeza en algún váter mientras tiraban de la cadena.
Empieza «Stairway to Heaven».
—Joder, Tone, ¿ahora tenemos que tragarnos este rollo hippy? —dice Spencer.
—Spencer, que son los Zep.
—Ya, ya sé que son los Zep, Tone; por eso te digo que lo apagues, coño.
—Pero si son de puta madre…
—¿Por qué, porque lo digas tú?
—No, porque ha sido un grupo superinfluyente y superimportante.
—Las letras van de duendes, Tone. Da vergüenza…
—No, de duendes no…
—Pues de elfos —digo yo.
—Y de mucho más que duendes y elfos: es Tolkien, literatura…
A él todo eso le encanta: libros con mapas al principio e ilustraciones de portada con mujeres grandotas que imponen, esas con lencería de malla metálica y espadas medievales; el tipo de mujer con el que se casaría en un mundo ideal. De hecho, en Southend es bastante más factible de lo que pudiera parecer.
—Total, ¿en qué se diferencian los duendes de los elfos? —pregunta Spencer.
—Ni idea. Pregúntaselo al cabrón de Jackson, que es el que tiene el título.
—Ni idea, Tone —digo yo.
Comienza el solo de guitarra. Spencer hace una mueca.
—¿Se acaba alguna vez, o sigue y sigue y sigue…?
—Son siete minutos y treinta y dos segundos de puro genio.
—Pura tortura —digo yo—. Por cierto, ¿por qué eliges siempre tú?
—Porque el loro es mío…
—Es tuyo porque lo has chorizado. Técnicamente aún es de Currys.
—Vale, pero las pilas las he comprado yo.
—No, las has mangado.
—No, estas no, estas las he comprado.
—¿Ah, sí? ¿Cuánto te han costado?
—Libra noventa y ocho.
—¿Y si te doy sesenta y seis centavos, podremos oír algo decente?
—¿Como qué? ¿Kate Bush? Vale, Jackson, pues ponemos a Kate Bush; nos lo pasamos todos genial oyendo a Kate Bush, bailamos, cantamos todos juntos, nos lo pasamos chupi con Kate Bush…
Y mientras Tone y yo discutimos, Spencer se inclina hacia el loro, saca tranquilamente Lo mejor de Led Zep y lo echa al mar.
—¡Eh! —grita Tone, tirándole la lata de cerveza, y salen corriendo por el muelle.
En estas peleas es mejor no meterse. Tone tiende a descontrolarse un poco, poseído por el espíritu de Odín, o lo que sea, y mis intervenciones acaban siempre igual, con Spencer sentado encima de mis brazos mientras Tone se tira un pedo en mi cara. Por lo tanto, me quedo muy quieto, observando entre tragos de cerveza los esfuerzos de Tone por pasar las piernas de Spencer al otro lado de la baranda del muelle.
Aunque aún estemos en septiembre, el aire del anochecer se nota un poco frío y húmedo; se palpa el final del verano, y me alegro de haberme puesto mi capote del ejército. Siempre he odiado el verano: esa manera que tiene el sol de reflejarse en la pantalla de la tele por las tardes, la implacable presión para que te pongas camiseta y shorts… Seguro que si me pusiese en la puerta de una farmacia en camiseta y shorts, pasaría alguna vieja y me daría una moneda.
No, a mí lo que de verdad me gusta es el otoño: ir a una conferencia dando patadas a las hojas, entusiasmarme hablando de los poetas metafísicos con alguna chica que se llame Emily, o Katherine, o Françoise, o lo que sea, con leotardos opacos de lana, negros, y media melena a lo Louise Brooks, e irnos luego a su minúsculo ático y hacer el amor cerca del radiador eléctrico. Luego leeremos en voz alta a T. S. Eliot, y beberemos oporto del bueno, del de añada, en copas pequeñísimas, escuchando a Miles Davis. En todo caso es como me lo imagino: la Experiencia Universitaria. Me gusta la palabra «experiencia». Suena a atracción del parque temático Alton Towers.
Ya se ha acabado la pelea. Tone quema su exceso de agresividad lanzando bolas de cerdo agridulce a las gaviotas. Spencer vuelve, se mete la camisa dentro de los pantalones, se sienta a mi lado y abre otra lata de cerveza. La verdad es que con las latas de cerveza es un fenómeno; casi te imaginas que lo que se bebe es un martini.
Al que más añoraré es a Spencer. Él no va a ir a la universidad, y eso que es con diferencia la persona más inteligente que conozco; el más inteligente, el más guapo, el más duro y el más enrollado. No son cosas que pueda decirle a la cara, claro, porque sonaría raro, pero tampoco hace falta, porque es evidente que lo sabe. Si quisiera podría haber ido a la universidad, pero cateó; no es que suspendiese adrede, pero se le notaban las pocas ganas. Para el comentario de lengua lo sentaron en la mesa al lado de la mía, y por los movimientos de su boli ya vi que no escribía, sino que dibujaba. Para la pregunta de Shakespeare dibujó Las alegres comadres de Windsor, y para la de poesía hizo un dibujo titulado «Wilfred Owen experimenta de primera mano el horror de las trincheras». Yo me pasé el examen intentando que me viera, con cara amistosa de «venga, tío», pero él no paraba de dibujar, con la cabeza baja. Al cabo de una hora se levantó y se fue, guiñándome un ojo; no era un guiño chulo, sino un poco lloroso, con los ojos rojos, como un soldado valiente de camino al paredón.
A las otras pruebas ya ni se presentó. Entre nosotros salieron un par de veces las palabras «crisis de nervios», pero Spencer mola demasiado para que le dé algo de eso. En todo caso, si tuviera una crisis de nervios, le daría un toque enrollado. A mí me parece que todo este plan existencial y torturado a lo Jack Kerouac está muy bien, pero solo hasta cierto punto; si influye en tus notas, ya no tanto.
—Bueno, Spencer, ¿y tú qué vas a hacer?
Me mira, entornando los ojos.
—¿Cómo que «hacer»?
—Sí, hombre, trabajar.
—Yo ya trabajo.
Spencer se ha apuntado al paro, pero también trabaja en negro en la gasolinera de la A127, la que no cierra nunca.
—Sí, ya sé, pero en el futuro…
Spencer mira el estuario. Empiezo a arrepentirme de haber sacado el tema.
—Tu problema, amigo Brian, es que subestimas el encanto de la vida en una gasolinera de veinticuatro horas. Puedo comer todas las chuches que quiera, tengo atlas de carreteras que leer, gases interesantes que inhalar, copas de vino gratis… —Bebe un trago largo de cerveza, buscando la manera de cambiar de tema. Después mete la mano en su cazadora Harrington y saca un casete con el papel escrito a mano—. Lo he grabado para ti, para que puedas ponérselo a tus nuevos amigos de la universidad, y que se crean que tienes buen gusto.
Cojo la cinta, en cuyo lomo, pulcramente escrito en mayúsculas tridimensionales, pone «Recopilación de Bri para la uni». Spencer es muy buen dibujante.
—Es fantástico, Spencer; gracias, tío…
—Vale, vale, Jackson, que solo es una cinta de sesenta y nueve céntimos del mercadillo; tampoco hace falta que te pongas a llorar.
Eso dice, pero los dos sabemos que una cinta recopilatoria de noventa minutos representa sus buenas tres horas de trabajo, y si te haces la carátula, más.
—Venga, ponla antes de que vuelva el teleñeco.
Meto la cinta y, al pulsar el play, Curtis Mayfield canta «Move On Up». Spencer era mod, pero se ha pasado al soul antiguo: Al Green, Gil Scott-Heron y ese tipo de cosas. Es tan enrollado que hasta le gusta el jazz: no solo Sade, o Style Council, sino jazz de verdad, de ese tan pelma y aburrido. Nos quedamos sentados, escuchando. Tone se dedica a intentar sacar monedas de los prismáticos turísticos con la navaja que se compró en una excursión del colegio a Calais. Spencer y yo lo miramos como padres indulgentes de un niño con graves problemas de conducta.
—¿Volverás los fines de semana? —pregunta Spencer.
—No lo sé; espero que sí, pero no todos.
—Inténtalo, ¿vale?, que si no me quedaré aquí solo con Conan el Bárbaro…
Spencer señala con la cabeza a Tone, que ha cogido carrerilla y la emprende a patadas con los prismáticos turísticos.
—¿No habría que hacer un brindis, o algo así? —digo yo.
Spencer frunce los labios.
—¿Un brindis? ¿Por qué?
—Que sí, hombre, ya me entiendes… El futuro…, no sé…
Spencer suspira y hace chocar su lata con la mía.
—Por el futuro. Porque te mejore la piel.
—Vete a la mierda, Spencer —digo yo.
—Vete tú a la mierda, Brian —responde, pero riéndose.
Con las últimas latas de cerveza ya estamos bastante borrachos. Tumbados de espaldas, en silencio, escuchamos el mar, y «Try A Little Tenderness» en la voz de Otis Redding. Esta noche despejada de finales de verano, al mirar las estrellas con mis mejores amigos, tengo la sensación de que por fin empiezo a vivir y de que todo, absolutamente todo, es posible.
Quiero escuchar grabaciones de sonatas para piano y saber quién toca. Quiero ir a conciertos de clásica y saber cuándo aplaudir. Quiero pillar el jazz moderno sin que me suene todo a desafinado, y saber qué es exactamente la Velvet Underground. Quiero zambullirme en el Mundo de las Ideas, comprender la economía en toda su complejidad y entender qué le ven a Bob Dylan. Quiero tener ideales políticos radicales pero humanitarios y bien informados, y debatir con pasión pero con lógica en torno a mesas de madera de cocina, diciendo cosas como «¡define los términos!» y «¡es obvio que partes de una premisa falaz!», y descubrir de pronto que ha salido el sol, y que llevamos toda la noche hablando. Quiero usar con aplomo palabras como «epónimo», y «solipsista», y «utilitarismo». Quiero aprender a disfrutar los buenos vinos, los licores exóticos y los whiskys de malta, y aprender a beberlos sin convertirme en un memo total, y a comer platos raros y exóticos, huevos de chorlito y langosta termidor, cosas que suenan a casi incomestibles, o que soy incapaz de pronunciar. Quiero hacer el amor con mujeres guapas y refinadas, de esas que intimidan, y hacerlo de día, o incluso con la luz encendida, sobrio, sin miedo, y dominar varios idiomas, hasta una o dos lenguas muertas, quizá, y llevar encima un cuaderno con tapas de piel donde apuntar reflexiones y observaciones incisivas, y algún que otro verso. Pero lo que más quiero es leer libros: tochos con encuadernación de piel y papel increíblemente fino, con esas cintas moradas que sirven para marcar donde lo dejas; libros de poesía baratos de segunda mano, llenos de polvo; libros importados, increíblemente caros, con ensayos incomprensibles de universidades extranjeras…
Tarde o temprano me gustaría tener alguna idea original. Y me gustaría gustar, o incluso ser querido, aunque ya veremos qué pasa. En cuanto a trabajar, aún no estoy seguro de qué quiero, pero nada, en todo caso, por lo que sienta desprecio o que me ponga enfermo, lo cual incluye no tener que preocuparme constantemente por el dinero. Todo eso es lo que me dará la educación universitaria.
Nos acabamos la cerveza. Luego las cosas se desmadran. Tone tira mis zapatos al mar y tengo que volver a casa en calcetines.