«—¿Qué piensas de ella?
—No quiero decirlo —tartamudeé.
—Dímelo al oído —dijo la señorita Havisham inclinándose.
—Creo que es muy orgullosa —susurré.
—¿Nada más?
—Creo que es muy bonita. […]
—¿Nada más?
—Creo que me gustaría irme a casa. […]
—Pronto te irás —dijo la señorita Havisham—. Acaba el juego.
Charles Dickens, Grandes esperanzas