Flemming y algunos esquiadores más seguían de cerca a Strandvold. El profesor de gimnasia comprendió en el acto la situación y sonrió ampliamente. Pero, reconociendo la negra sombra extendida en la nieve, dejó de sonreír, y gritó en tono incisivo:
—¡Vaya! ¿Eres tú, Kaj Nielsen, quien ha querido quemar el colegio? ¡Una broma que va a costarte cara!
Después, volviéndose hacia Alboroto y Cavador, añadió:
—Debo confesar, hijos míos, que os habéis comportado como hombres de primera clase… Y tú, Puck, has estado como siempre, a la altura de las circunstancias. Hay otros alumnos en camino, pero no veo razón alguna para esperarles. Nosotros llevaremos al prisionero al pensionado y la policía irá allí a recogerlo.
—¿No deberíamos atarle? —preguntó Flemming.
—No, no es necesario. Con tantos y tan buenos esquiadores custodiándole no creo que tenga la más pequeña oportunidad de escapar. ¡En marcha!
—¡No me iré de aquí! —gruñó el incendiario.
—¿De veras? No te quedará otro remedio, granuja.
—¿Cómo van a obligarme? —preguntó el prisionero.
Aquella pregunta puso en un apuro al profesor. No había allí ningún trineo ni medio de locomoción…, y tampoco era posible arrastrar al prisionero por la nieve.
—Sería mejor que vinieras con nosotros de buen grado —declaró Strandvold.
El hombre le miró astutamente.
—¡Nunca! Si quieren llevarme hasta el pensionado, tendrán que cargar conmigo todo el trayecto…
—¡Bah! —exclamó Alboroto, con una carcajada—. Puck, Cavador y yo conocemos una fórmula mágica para hacer correr a este sujeto llamado Kaj el Negro. Cuando lo usamos se convierte en un dócil cordero.
—¿Y cuál es ese medio?
—¡Éste! —exclamó Cavador, picando, aunque sin demasiada fuerza, la ya bastante magullada parte posterior del prisionero.
—¡Me rindo, me rindo! —gimió entonces Kaj Nielsen—. Os seguiré hasta Egeborg sin resistirme.
—¡Ya se ha vuelto de nuevo razonable! —anunció Alboroto, que, a continuación murmuró bajito al oído de su amigo—: Querido Cavador, decididamente, tú y yo poseemos cerebros privilegiados.
—¡En marchaaa! —ordenó Strandvold.
Y todo el mundo se encaminó hacia el pensionado.
Poco tiempo después encontraron a nuevos esquiadores y, finalmente, fue un nutrido grupo el que escoltó a Kaj el Negro. El señor Frank formaba también parte de la escolta. Él había reconocido en seguida a su antiguo empleado y compadecía sinceramente a aquel desgraciado, expulsado de su empleo por pequeños hurtos continuados, y a quien un deseo de venganza había llevado a tratar de incendiar un colegio lleno de alumnos.
Cuando el prisionero y sus múltiples guardianes llegaron a Egeborg, la policía de la brigada criminal estaba ya allí.
A pesar de ir provisto de cadenas, su potente coche había encontrado grandes dificultades en abrirse paso por la nevada carretera desde Sundkoebing hasta el pensionado. Los tres policías redactaron un breve informe —Alboroto y Cavador serían llamados a declarar más adelante—, y luego emprendieron el camino de regreso con el prisionero esposado.
Entre los alumnos fue grande la alegría cuando la señora Frank anunció que en el comedor había café con leche caliente y bizcochos para todos.
Una vez instalados alrededor de las mesas, el director se levantó y tomó la palabra:
—Todos sabéis bien lo que ha ocurrido esta noche. Un hombre vengativo, cuya mente sin duda está enferma, ha intentado producir una catástrofe… Mas, felizmente, hay entre los alumnos dos muchachos intrépidos que han salvado la situación…
Sonrió un tanto:
—Querido Hugo, querido Henrik… Me parece que no voy a faltar a la verdad si afirmo que no sois precisamente dos modelos de virtud. Pero hoy vuestro comportamiento ha sido de primer orden, y todos os lo agradecemos profundamente. Cuando haya reflexionado, estoy seguro de encontrar la manera de recompensaros debidamente. Entretanto anuncio que los alumnos mayores tendrán mañana el día libre.
El resto del discurso quedó ahogado entre vítores y aplausos. ¡Todo un día libre de clases y estudios… para esquiar o patinar por la helada superficie del lado Ege! ¡Era increíble!
Cavador se volvió hacia su compañero:
—Oye, Alboroto —murmuró bajito.
—¿Qué?
—En toda nuestra vida no habías recibido tantos plácemes.
—Es cierto…
—¡Somos dos tipos formidables!
—¡Superformidables, querido Cavador!
—Ah… Debo reconocer, además, que tu maravillosa idea sobre Kaj el Negro se las traía…
—Sí, sin duda…
Con un pequeño suspiro, Cavador entregó a su amigo el resto del dinero apostado hasta las diez pesetas.
—Toma. Confieso que esta vez te las has ganado a conciencia.
Entonces Alboroto tuvo un gesto verdaderamente sorprendente:
—Querido Cavador, yo también debo reconocer que tú y Puck habéis estado formidables… Por lo tanto podéis partiros esa cantidad.
Cavador abrió dos ojos como platos:
—¡Vaya…! Admito que eres un perfecto caballero, Alboroto.
—Ya lo sé —convino Alboroto, con encantadora modestia.
La pequeña e improvisada fiesta duró aún una hora, en una atmósfera de alegría y cordialidad. Súbitamente varias voces se alzaron reclamando:
—¡Que hable Alboroto, que hable Alboroto…!
Alboroto, habitualmente tan intrépido, hubiera querido deslizarse debajo de la mesa, pero las solicitaciones fueron cada vez más apremiantes. Incluso el señor Frank las apoyó.
¡Imposible excusarse! Alboroto se levantó, con las mejillas en puro fuego, se aclaró la garganta y comenzó titubeante:
—Pues bien… En… En realidad… Yo… Pues bien… ¡No tengo nada que decir!
—¡Qué hermoso discurso! —gritó Navío con entusiasmo—. Continúa, continúa… Es formidablemente palpitante.
Alboroto volvió a aclararse vigorosamente la garganta:
—Pues… Pues bien… Ejem… Me gustaría decir algo amable… ¡Ejem! Pero yo no soy un orador profesional…
—Eso ya se nota —aprobó el gordo Svend que era el presidente del Consejo de Alumnos—. Tú sólo abres la boca cuando no debes hacerlo…
Interrumpido varias veces de semejante manera, con toda suerte de bromas, Alboroto se fue poniendo más y más nervioso. Al final, gimió, en el colmo de la desesperación:
—Como bien sabéis, no estuve yo solo en todo este asunto de Kaj el Negro. Así que paso la palabra a Cavador.
—¡Bravo, bravo…! —gritaron de todas partes—. ¡Levántate, Cavador!
Alboroto volvió a sentarse —sería mejor decir que se derrumbó en su asiento— y se pasó un pañuelo por la frente para secarse el sudor mientras observaba a Cavador por el rabillo del ojo y con toda la malicia del mundo.
—Sí, para ser del todo sincero —empezó Cavador—, yo… Ejem…, no creo poder añadir gran cosa a las palabras de mi amigo, ya que él ha expresado todo lo que yo también pienso…
Cavador se pasó un dedo por el cuello de su traje de esquiar, como si se estuviera asfixiando, y entonces Caoba exclamó en tono inquieto:
—¿Necesitas respiración artificial, Cavador?
La respuesta llegó en voz torturada:
—Sí, en efecto… Es decir; no… No lo necesito… Pero hay una cosa… Una… una sola cosa… yo quisiera decir…
—¡Suéltala de una vez, hombre!
—Es una sola cosa… ¡Ejem…!
—¡Dila!
—¿Necesitas sacacorchos?
—¡Vamos, suéltala de una vez, valiente!
Exhortaciones maliciosas surgían de todas partes del comedor y Cavador se pasó de nuevo el dedo por el cuello.
—¡Basta de «ejems»! —dijo entonces una voz firme, pero amable—. ¡A los hechos, muchachos!
Alboroto se retorcía de risa al contemplar el suplicio en que se debatía su amigo. ¡Qué feliz ocurrencia había tenido al meterle en aquel embrollo!
Cavador prosiguió:
—Sí, es estupendo que el pensionado de Egeborg no se haya quemado… Pero… Hay una pequeña sombra en tan alegre cuadro… Y es que Alboroto y yo nos sentimos desolados por haber tenido que estropear las bellas sábanas que la señora Frank había tendido en el sótano…
Aquella reflexión hizo estallar en estruendosas carcajadas a todo el comedor. Cavador miró a su alrededor con suspicacia.
La señora Frank se inclinó entonces hacia la señorita Fagerlund:
—Henrik es un chico encantador, señorita Fagerlund —murmuró bajito.
Y fue estupendo que lo dijera bajito, ya que Cavador se hubiera opuesto firmemente a que le llamaran «un chico encantador».
* * *
El día siguiente transcurrió a entero gusto de los alumnos. ¡Ninguna clase a la vista y libertad para esquiar en un terreno delicioso! Sí, la vida era bella y merecía la pena ser vivida.
El capataz Iversen limpiaba con un aparato quitanieves y la ayuda de dos caballos el lago Ege. Debía preparar el hielo para el gran concurso de patinaje que pondría fin a las competiciones de los deportes de invierno. Muchos alumnos seguían con la vista el curso de aquel trabajo y rápidamente llegaron a la conclusión de que el hielo era de una calidad excepcional. Por donde había pasado el quitanieves, la superficie brillaba como un espejo.
También el director señor Frank se acercó a observar el trabajo y previno a Iversen que no se adentrara mucho en la bahía próxima a la casa del guardabosques, ya que allí la capa de hielo era muy delgada.
—Y lo sé, señor director —respondió el capataz—. Y me pregunto cuál será la razón.
El señor Frank se encogió ligeramente de hombros.
—Pues, bien… Probablemente es por efectos de corrientes subterráneas… ¡He prohibido formalmente a los alumnos ir por aquel lado del lago!
Por la tarde, Puck y un buen número de alumnas bajaron a patinar por la parte del lago que ya había sido barrida.
Muchas muchachitas quedaron fuertemente impresionadas por el hecho de que Puck poseyera un par de botas a las que había dos pares de patines acoplados, uno para el patinaje artístico, otro para las carreras de fondo. Sin embargo, aquello para Puck era natural. Su padre había conseguido varios premios como esquiador y patinador, y desde su más tierna infancia, ella le había acompañado a practicar esos deportes. Durante meses y años, Puck se había entrenado, mientras se divertía locamente. Con frecuencia, su padre había alabado su estilo, cosa que había incrementado su afición. Antes de su llegada al pensionado de Egeborg, Puck había obtenido un premio en el club de patinaje del cual formaba parte. Ahora sus compañeras la miraban con admiración en tanto ella describía elegantes ochos y otras variaciones del patinaje artístico.
Annelise también se estaba entrenando en el lago. No era en modo alguno una mala patinadora, pero lo que más atraía la atención general sobre su personita era el atuendo que llevaba.
—¡Parece una modelo de alta costura! —declaró Navío, con voz entusiasta—. Ah, qué elegante es…
Las demás muchachitas eran de la misma opinión y devoraban con los ojos cada detalle del gorrito de piel, la chaqueta impermeabilizada pero ribeteada asimismo de piel, a juego con el gorrito; la faldita plisada y las altas botas, todo ello de un blanco luminoso, radiante y deslumbrador. Todo el mundo tuvo que reconocer que Annelise estaba encantadora…
—Sí —admitió con displicencia—, es un equipo «muy simpático» el que llevo. Y mi papá me ha prometido regalar otro igualmente «simpático» a la ganadora de la carrera libre.
Aquella noticia provocó un momento de silencio. Luego, Navío con voz gozosa dijo:
—Entonces, Puck estará elegantísima…
Las demás rieron, ya que nadie dudaba de que Puck conseguiría obtener la victoria, lo mismo en la carrera libre que en el patinaje artístico. Tan sólo Karen y Lone podían competir con ella.
Cuando Puck interrumpió por un momento su entrenamiento, Inger le dijo:
—Lone será una competidora temible, Puck. ¿Has visto a qué velocidad se desplaza?
—Sí, corre muy bien… Y se merece ganar ese bello traje prometido por el padre de Annelise.
Inger miró a Puck con fijeza.
—¿Qué quieres decir?
—Nada extraordinario —respondió Puck, encogiéndose imperceptiblemente de hombros—. Quiero decir que constituiría un enorme estímulo para Lone ganar la carrera. Pronto ha encajado el terrible disgusto del pasado otoño… No obstante, Inger, ¿no te das cuenta de que con frecuencia se la ve triste y abatida?
—Sí, lo veo —reconoció Inger—. Y me parece que Annelise tuvo una segunda intención al pedir a su padre que obsequiara ese traje a la ganadora. Desde los siniestros acontecimientos que tú has citado, Annelise es mucho más amable y humana en su relación con Lone… Ya no la inunda de regalos…, pero me parece que se sentiría feliz si Lone ganase el traje…
—Sí, eso creo, Puck… Pero, por muy buena que Lone sea patinando, tú no tendrás ninguna dificultad en ganarla.
—Bah… ¡Quién sabe! No hay nada seguro —observó Puck, reflexiva—. Ya veremos…
Al día siguiente la animación era enorme, ya que debían dar comienzo las pruebas de competición. Chicos y chicas participaban juntos en el patinaje artístico, y la mayoría de los espectadores comprendieron rápidamente que Puck conseguiría el primer premio, en tanto Alboroto y Karen se disputarían el segundo. La alegría había llegado a su punto culminante cuando el profesor Strandvold anunció el resultado:
—Número uno: Bente Winther… Número dos: Hugo Svendsen… Número tres Karen Sommer…
Cavador dio un codazo a Alboroto:
—¡Bien, querido amigo, parece ser que Puck ha podido de nuevo contigo! Se diría que eso se está ya convirtiendo en una costumbre.
Alboroto le miró altivamente. Era un buen amigo y poseía espíritu deportivo, pero en el fondo de su corazón no dejaba de molestarle un poco verse siempre vencido por una chiquilla. ¡Casi casi podría decirse que su honor estaba en juego!
La carrera libre comportaba dos partes: la femenina y la masculina. En cada grupo, todos los participantes debían salir al mismo tiempo.
En el momento en que una docena de muchachitas iba a lanzarse, hubo una pequeña agitación. Puck, sentada en un banco entre los espectadores, parecía no sentirse bien. Se quejaba de un dolor en un costado. Preocupadas, sus compañeras la rodeaban.
Como no daba trazas de recobrarse, el profesor Strandvold se vio obligado a dar la señal de partida sin esperarla. Los participantes se alinearon y se escuchó la voz del profesor diciendo:
—¡Preparadas!
Temblando de excitación, las chiquillas se prepararon y, al cabo de unos segundos, resonó una nueva orden:
—¡Salida!
Las patinadoras volaron por el hielo. Strandvold seguía la competición a través de unos prismáticos y, regularmente, anunciaba las posiciones:
—Tres concurrentes se hallan ahora a una decena de metros por delante de las demás. Inger, Lone y Karen… Parece ser ahora que Inger se está quedando rezagada… Sí, Lone y Karen van solas en cabeza…
Con el aliento retenido por la emoción, Puck permanecía inmóvil en el banco para seguir con la mirada la carrera. ¡De pronto «aquel terrible dolor de costado» parecía haber desaparecido!
De nuevo se oyó la voz de Strandvold anunciando:
—Lone y Karen siguen en cabeza… Pero Inger está acercándose a ellas… Sí, de nuevo las tres van en cabeza del pelotón… ¡Vaya! ¿Qué ocurre ahora? Lone ha adelantado cinco o seis metros a las otras dos… Y la distancia no cesa de aumentar…
—¡Bravo! —gritó Puck—. ¡Es Lone!
Los espectadores miraron a Puck con gran asombro. No podían comprender su entusiasmo, ya que no era Lone sino Inger y Karen quienes formaban parte del «Trébol de Cuatro Hojas».
La carrera tocaba a su término…
Cuando las participantes estuvieron a un centenar de metros de la meta los espectadores empezaron a gritar, con regular ritmo:
Lone… Lone… Lone…
Aun cuando totalmente agotada, Lone se sintió estimulada por aquellos gritos de animación y redobló sus fuerzas, franqueando la línea de meta como una exhalación. Los aplausos estallaron estruendosamente. En el transcurso de los últimos meses, los alumnos de Egeborg habían ido enterándose de las tristes circunstancias familiares de Lone, y al presente todos se alegraron de corazón por el hecho de que ella obtuviera la victoria.
Puck saltó del banco y se acercó a Annelise.
—¡Ah, Annelise! ¡Qué linda estará Lone con el vestido que le obsequiará tu padre!
El señor Dreyer, que estaba también allí, sonrió a Puck bondadosamente:
—Ciertamente, Puck… Pero también tú hubieras estado encantadora con ese traje de patinadora… Y por cierto, ¿cómo va ese dolor de costado?
—Bastante mejor, gracias —murmuró Puck, evitando encontrar la mirada del señor Dreyer.
Poco tiempo después, compitieron los muchachos y el resultado fue el que ya se había previsto:
¡Alboroto consiguió una victoria aplastante!
Aquella tarde, las cuatro inseparables amigas se reunieron en el «Trébol de Cuatro Hojas» y conversaron con gran animación. Navío distribuyó chocolate.
—Os lo merecéis, hijas mías, ya que gracias a vosotras el «Trébol de Cuatro Hojas» está lleno de laureles. ¡Qué lástima que no te hayas sentido bien en la última competición, Puck! De lo contrario estoy segura de que hubieras obtenido el precioso traje de premio.
Puck sonrió un poco:
—¿Verdaderamente piensas que ha sido una lástima, Navío?
La pregunta dejó a Navío estupefacta.
A continuación, sus mejillas se tiñeron de rojo y dijo, titubeante:
—¡Hum!… Ya comprendo lo que quieres decir… Sí, Puck… Tienes razón… Debemos alegrarnos de que Lone obtenga ese traje tan «simpatiquísimo», como diría la sin par Annelise… Será para ella algo muy, pero que muy importante.
El bello rostro de Inger se iluminó con una sonrisa:
—¡Ha sido muy gentil de tu parte haberte sentido, de pronto…, tan terriblemente enferma de un costado, Puck!
Aquellas palabras parecieron irritar un poco a Puck, quien se quedó unos instantes callada. Después estalló:
—Está bien, Inger, me has descubierto… Pero ahora yo os descubriré a Karen y a ti.
—¿A nosotras? —preguntó Karen con voz inocente.
—Si, a vosotras precisamente. ¿Creéis acaso que soy boba? Hay que reconocer que Lone patina bien, pero si vosotras dos hubieseis querido, ella no habría conseguido obtener la victoria. ¡Todo esto me parece un tanto misterioso, hijitas mías! Sin gran esfuerzo, Inger consiguió volver a alcanzarte, Karen…, y un momento después las dos juntas os ibais quedando extrañamente rezagadas. ¡Es como para hacer reflexionar, de veras…!
Ahora le tocó a Karen el turno de reírse.
—Sí, sí, Puck… Lo admitimos. Pero este secreto ha de quedar entre nosotras.
Navío se había quedado perpleja y, súbitamente, exclamó:
—¡Vaya! Ahora lo entiendo todo…
—¿De veras?
—Sí, sí… Puck no ha tomado parte en la competición para que Lone tuviera más posibilidades… E Inger ha convencido a Karen de correr menos aprisa para que Lone resultara la ganadora…
Karen respondió burlona:
—Eres un detective de primera, Navío… No sé cómo has podido deducir todo eso.
—Sí, pero ¿verdad que es cierto?
—Ante un tan genial detective es inútil disimular. Y además estoy segura de que las cuatro estamos de acuerdo en pensar que el traje de patinadora convertirá a Lone en la chica más dichosa de Egeborg… Y nosotras podemos muy bien pasarnos sin él. Pero, eso sí: ¡que el secreto quede entre nosotras!
—¡Ah, qué bello gesto habéis tenido las tres! —exclamó Navío.
Navío se quedó callada un instante y después añadió riendo:
—¿Sabéis qué pienso, amigas mías? Que las cuatro somos demasiado buenas para este mundo.
Inger disimuló una sonrisita, pero su voz era seria al decir:
—No, Navío…, simplemente somos lo que debemos ser.