Las huellas de esquíes conducían al límite del pantano. Los tres compañeros se detuvieron allí. Alboroto tomó la palabra:
—Ahora debemos mirar las cosas de frente, queridos amigos. Como veis, las huellas prosiguen hacia el norte… Y tal vez más adelante se encaminen hacia las ruinas… Y con este claro de luna el hombre nos verá llegar desde lejos. Y todas las ventajas estarán de su parte. Cavador hizo un ademán despectivo:
—¡Me da lo mismo! Nosotros somos dos contra uno…
—¡Tres! —rectificó Puck.
—Discúlpame, pequeña Puck, te había olvidado. Somos, pues, tres contra uno y, con toda seguridad, conseguiremos dominar a ese individuo.
—Pero no tenemos armas, por desgracia —comentó Alboroto.
—Claro que sí —declaró Puck.
—¿Cuáles? ¿Quieres decir nuestros puños?
—¡No…! ¡Los bastones de esquiar!
—¿Los bastones? —repitió Alboroto con una mueca—. ¿Y crees en serio que se puede golpear a alguien con eso?
—No, pero se puede usar la punta de modo bastante amenazador, querido Alboroto. No se trata de hacerle daño, claro está, sino sólo de amedrentarle un poco…
Cavador aprobó:
—Eres un genio, Puck. Ni siquiera Alboroto y yo habríamos pensado en algo semejante. Con seguridad el hombre se mantendrá quieto si las puntas de tres bastones le apuntan directamente.
—¡Sí, sé que no habríais pensado en ello! —concordó Puck—. Y ahora ¿nos vamos?
—Sí… Pero una vez estemos entre los árboles tú nos seguirás unos pasos más atrás.
—¿Por qué?
—Porque Cavador y yo queremos en todo momento mostrarnos galantes con una damita como tú, pequeña Puck. Corremos el riesgo de hallar al hombre emboscado en cualquier momento, oculto detrás de un tronco… Y es a nosotros, ¡hombres!, a quienes corresponde ir delante.
—¡Mil veces gracias, querido Alboroto!
—De nada. Ahora prosigamos…
El bosque se hallaba a un centenar de metros más abajo, pero el claro de luna penetraba a través de las copas desnudas de su follaje y resultaba bastante fácil seguir la pista de los esquíes del fugitivo.
De vez en cuando las huellas se cruzaban con otras.
—Todas conducen hacia las ruinas —dijo Alboroto.
—¿Qué haremos si se oculta en ellas?
Alboroto titubeó un poco antes de responder:
—Pues bien, sería penoso, ya que a la luz de las linternas resultaría peligrosísimo penetrar en las ruinas. Debemos comportarnos con valentía, pero no de un modo alocado…
Puck, que desde hacía unos instantes permanecía ajena a la conversación, dijo entonces:
—Si este tipo se oculta en las ruinas, lo que haremos será esperar tranquilamente la llegada de refuerzos.
—¿Qué refuerzos?
—Toda la banda del colegio, naturalmente. Comprenderás que el director movilizará, para venir en ayuda nuestra, a cuantos puedan calzarse unos esquíes. Nuestras tres huellas y las de Kaj el Negro constituyen ahora una pista muy fácil de encontrar.
—Tú consejo me parece razonable, Puck. Veremos qué ocurrirá.
Tal como había previsto Alboroto, las huellas del fugitivo conducían directamente a las ruinas del viejo castillo fortaleza y penetraban en los derruidos muros. Los muchachos conocían bien el lugar. Había allí los restos de una torre y de una casa cuadrada, en la cual sólo restaban los sótanos y algunos muros bajos y macizos. Era fácil descender a los sótanos, porque los fragmentos de muro derruidos constituían una pendiente.
Los tres compañeros se detuvieron a cierta distancia de las ruinas para concentrarse. Alboroto dijo en voz baja:
—¡Sin duda alguna se oculta dentro…! ¡Y estoy casi seguro de que nos ha visto!
—¿Qué hacer, entonces? —preguntó Cavador en voz un tanto apagada.
—Seguiremos el buen consejo de Puck y esperaremos. No puede escaparse sin que le veamos.
—¿Y si él pasa al ataque?
—¡Mejor que mejor! —dijo Alboroto entre dientes—. En tal caso le reservaremos una calurosa acogida. Como es de suponer, no conserva dentro los esquíes puestos, y eso le convertiría en un elefante patoso en la nieve.
—¿Por qué no tratamos de hacerle salir? —propuso Cavador.
—¿Cómo?
—Gritando que le hemos descubierto.
Un poco indeciso, Alboroto se volvió hacia Puck.
—Esa idea me parece magnífica… Pero ¿qué piensas tú, Puck?
—¡Estoy de acuerdo! —declaró con valentía la muchachita—. ¡Hagámoslo salir!
Alboroto se puso las manos ante la boca a modo de embudo:
—¡Holaaa! Repugnante incendiario… Te hemos descubierto. En cuanto salgas, te reduciremos irremisiblemente…, ¡y luego serás de nuevo encarcelado con una condena de noventa años de trabajos forzados!
Luego se calló y los tres prestaron atento oído, reteniendo la respiración; pero no les llegó respuesta alguna.
—Tal vez duerme —dijo Cavador.
—¿Él dormir? Estás loco, compañero. No, puedes estar seguro de que nos está observando.
—¡Inténtalo de nuevo!
—¡Con gusto!
Alboroto gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Sal, canalla! El coche de la policía te espera…
En el fondo de su corazón, Alboroto debió admitir que la última parte de su amenaza no había podido surtir efecto alguno, ya que ningún automóvil del mundo habría tenido la más pequeña oportunidad de avanzar entre aquellos colosales amasijos de nieve.
—Dejad que trate yo de hacerle salir —dijo Puck, temblorosa de excitación.
—¿Cómo?
—Escuchad…
Y oyeron la voz clara y alta de la chiquilla decir:
—¡Salga de una vez! Sabemos que es usted Kaj el Negro.
Casi al mismo instante una amenazadora silueta surgía de las ruinas, recortándose en la blancura de la nieve, y una cruda voz gritó:
—¿Qué diablos queréis de mí? ¿Acaso no tengo el derecho de pasearme por un terreno que es del dominio público?
La brusca aparición del hombre había producido en los tres chiquillos un pequeño choque, pero Alboroto consiguió dominarse y contestó:
—Sí, está en su derecho al pasearse por aquí, pero no de incendiar el pensionado de Egeborg.
El hombre gruñó de rabia y avanzó unos pasos, pero la espesa nieve hacía difíciles sus movimientos.
Cayó hacia atrás y, habiéndose levantado con engorro, retrocedió hacia las ruinas; a continuación se agachó y pareció estar arreglando algo de sus botas.
—¡Se pone los esquíes! —murmuró Puck.
—¡Suerte! —exclamó Alboroto, enteramente dispuesto a luchar—. Preparad los bastones, amigos míos. Yo permaneceré aquí y vosotros os apartaréis uno a cada lado. ¡Con seguridad conseguiremos dominar a ese tiparraco, si lo atacamos por los tres flancos a la vez!
—¡Fantástico! —dijo Cavador.
Alboroto añadió rápidamente:
—Pero no os animéis demasiado con los bastones. ¡No os pongáis nerviosos! Ya que se trata de dominarle no de hacerle daño…, ¡ni de hacérnoslo los unos a los otros en la confusión!
El hombre se acercaba. Sólo precisaron unos segundos para darse cuenta de que se trataba de un esquiador muy mediocre.
—¡Ea, ven, ven! —gritó Alboroto desafiándole.
—¡Chico estúpido! —gruñó el hombre entre dientes—. Ya te enseñaré yo a ti y a los demás…
—¡Lo mejor que podrías hacer es aprender antes a esquiar bien! —se burló Alboroto—. ¡Vamos, acércate, mono viejo!
Cuando el hombre estuvo a unos ocho o diez metros, Cavador y Puck se separaron de Alboroto. Aquella maniobra puso nervioso al hombre y, cuando quiso desviarse en dirección a Cavador, su torpeza con los esquíes le hizo tambalear de modo que estuvo a punto de caerse sentado. Por lo tanto, prefirió dirigirse hacia Alboroto. Tenía levantado el bastón.
Cavador aprovechó aquella situación en el acto. Con elegancia y agilidad, se deslizó hacia la espalda del incendiario, levantó también su bastón de esquí como si fuera una lanza y apretó con la punta, con cierta fuerza…, una de las nalgas de Kaj el Negro.
Se oyó entonces una chillona exclamación de dolor, que con toda seguridad resonó hasta el otro lado del lago. Penosamente, el hombre se volvió hacia su agresor, ocasión que aprovechó rápidamente Alboroto para pincharle la otra nalga, lo que provocó un segundo aullido de protesta.
Furioso, Kaj el Negro dio media vuelta, maniobra que le dejó de espaldas a Puck, quien no desaprovechó tampoco aquella circunstancia para castigar a su vez, con la punta de su bastón de esquiar, el ya bastante magullado asiento del maleante.
¡Un tercer alarido retumbó en la oscuridad y en el silencio!
—¿Qué? —preguntó jocosamente Cavador—. ¿Está usted bien servido, señor incendiario de pensionados?
Apenas acabada su frase tuvo que apartarse rápidamente ya que el fugitivo iba a descargar contra él, con toda furia, el bastón que blandía a modo de garrote.
—¡Asquerosos chicuelos! —rugió, el hombre, agitando el bastón como el aspa de un molino de viento.
—Dejadle que se divierta así —dijo Alboroto, permaneciendo como los otros dos a cierta distancia para poder esquivar los golpes—. No tardará en derrumbarse de pura fatiga. Y si se derriba boca abajo, tanto mejor. ¡Tendremos ocasión de volver a servirnos de su parte posterior como de un acerico!
—¡Entendido! —dijo Cavador, con entusiasmo—. Por mi parte estoy dispuesto.
—¡Lo mismo digo! —exclamó Puck.
—¡Bravo, compañeros!
El hombre había conseguido al fin dar una vuelta completa sobre sí mismo y estaba ofreciendo la cara a Alboroto, sin dejar de voltear el bastón por encima de su cabeza.
—¡Deja ya de hacer el bobo, Kaj! Y déjanos clavarte estas banderillas… Te aseguramos que durante varias semanas no podrás permanecer sentado un solo segundo…
Con un rugido de rabia, el hombre blandió el bastón en dirección a Alboroto y se lo lanzó en plena cara. Aunque el arma no fuera muy pesada, había sido lanzada con tanta fuerza que Alboroto se tambaleó una fracción de segundo. El incendiario quiso aprovechar el incidente, pero Puck y Cavador corrieron en auxilio de su compañero como una sola persona. Tres, cuatro, cinco empujones acabaron con el precario equilibrio de aquel mediocre esquiador, que rugiendo de rabia se derrumbó en la nieve.
—¡Me rindo! —gritó—. ¡Me rindo!
—¡No te queda otro remedio, viejo mono! —gritó Cavador, triunfante—. ¿Te ha hecho daño, Alboroto?
—Francamente, sí.
—¿No te parece que podríamos clavarle unos cuantos banderillazos más en su… parte trasera, como represalia?
A pesar de su dolor, Alboroto no pudo dejar de reírse:
—No, Cavador… Somos caballeros y jamás hay que golpear a un enemigo caído, aun cuando se lo merezca…
En aquel mismo instante, una sonora llamada resonó a sus espaldas y una negra silueta avanzó vivamente sobre la nieve. Era el profesor Strandvold.