Puck y sus amigas se divertían de lo lindo, y Karen especialmente tenía gran éxito como pareja de baile. Sus bellos cabellos color caoba formaban una aureola alrededor de sus mejillas arreboladas. Con gran asombro por parte de los chicos, bailaba de modo extraordinario. Nadie se había dado cuenta de ello en el precedente baile dado en La Granja. Recordando aquella velada, Karen no pudo evitar una sonrisa. Sí, en aquel tiempo, ella era una chiquilla malhumorada, peleada con Puck… y consigo misma. ¡Peleada con el mundo entero!
Durante una pequeña pausa, Puck, Inger y Navío salieron a la terraza a respirar aire puro.
—¡Ah, esto es formidablemente palpitante! —gritó Navío agitando sus rubios rizos—. Nunca supuse que se pudiera bailar tan bien con botas de esquiar… ¡El lindo parquet de la señora Dreyer quedará horrendo después de esto!
—¡Qué importa! —exclamó Puck, riendo—. Mañana Annelise convencerá a su padre para comprar uno nuevo.
Las demás rieron, ya que era cosa bien sabida que Annelise hacía de su padre lo que se le antojaba.
—Me pregunto —comentó entonces Inger— a dónde han ido a parar Alboroto y Cavador. No recuerdo haberlos visto en toda la noche.
En aquel momento Navío anunció:
—¡Allí están!
Alboroto llegaba como un huracán por el sendero que desembocaba en el césped y Cavador le seguía a poca distancia.
—¡Eh! Alboroto —gritó Puck—. ¿Qué ocurre?
—Kaj el Negro va a provocar un incendio en el pensionado —gritó Cavador.
Unos segundos más tarde los dos amigos habían desaparecido por la avenida que conducía a la carretera. Las tres amigas se miraron asombradas:
—Kaj el Negro… ¿Un incendio en el pensionado? ¿Qué ha querido decir con eso?
—Será una broma de mal gusto —afirmó Puck.
Pero Inger lo había tomado más en serio.
—No estoy segura de que se trate de una broma. Alboroto y Cavador son dos cabezas huecas, pero no bromearían con una cosa así, estoy segura…
—Pero ¿cómo lo sabrían ellos? —preguntó Puck incrédula.
Inger sacudió la cabeza.
—Lo ignoro… Pero confiemos en lo que dicen.
—En tal caso decidió Puck —sólo nos queda una cosa por hacer: ¡Ponernos los esquíes y seguirles a toda velocidad!
Unos minutos después, las tres muchachitas se precipitaban tras las huellas de los dos muchachos.
Mientras tanto Cavador había atrapado a Alboroto, quien le gritó un poco enojado:
—¡Eres el rey de los imbéciles, Cavador! ¿Por qué diablos has respondido a las chicas? No tardaremos en tenerlas pisándonos los talones… Ya conoces a Puck…
Alboroto y Cavador se detuvieron. ¿Qué hacer? La calma y el silencio parecían reinar por todas partes.
Súbitamente Alboroto gritó:
—¡Mira, Cavador, allá abajo! ¡Los sótanos están en llamas!
No cabía duda alguna. Un débil resplandor rojizo aparecía detrás de los cristales de los sótanos donde estaba instalada la caldera de la calefacción.
Los dos muchachos se precipitaron por el descenso que conducía hasta allí, en el momento en que una silueta negra subía hacia ellos.
Alboroto dio un gran grito:
—¡Maldito incendiario!
No tuvo tiempo de decir más, ya que el hombre le propinó un soberbio puñetazo en el pecho y el muchacho se derrumbó en la nieve. Un segundo después, Cavador recibía el mismo tratamiento. Después de lo cual el hombre desapareció corriendo. La nieve estaba tan compacta que se podía correr por encima de ella sin dificultad.
Alboroto se levantó gritando:
—¡Déjale que se vaya, Cavador! Y quítate los esquíes…
—Sí, pero…
En menos de un minuto ambos chicos estuvieron en los sótanos. Una humareda sofocante les golpeó el rostro. El fuego había ya prendido en un montón de madera astillada.
Alboroto corrió a abrir la puerta de la pieza vecina y gritó:
—Cavador, esto está lleno de ropa mojada… ¡Ven!
Cavador adivinó inmediatamente la idea de su amigo, y los dos arrancaron de los hilos en que estaban tendidas las sábanas y demás ropas. El acre humo les hacía toser y gemir mientras extendían la ropa húmeda sobre el fuego.
En medio de un tremendo acceso de tos, Cavador murmuró en voz jadeante:
—¡La manguera! La manguera…
—Sí, diantres…
Alboroto se precipitó hacia el muro donde estaba colgada la larga manguera de caucho y abrió el grifo. Oyó un chillido estremecedor cuando el intenso chorro fue a dar contra la cara del pobre Cavador.
—¡Eh, alto! Has de apuntar al fuego y no a mí…
Alboroto rectificó el tiro. Las sábanas mojadas habían calmado un poco el fuego, pero no habían conseguido dominarlo, así que el chorro resultó muy útil. Las llamas disminuyeron. Por el contrario, el humo se hizo más denso aún, y Alboroto tuvo grandes dificultades en sostener la manguera. Las lágrimas velaban los ojos de los dos amigos…
—Ahora lo haré yo, Alboroto —gimió Cavador, que había comprendido la situación.
—Sí… Aquí…
Alboroto le lanzó casi la manguera y se precipitó hacia la escalera de los sótanos para ir a aspirar una bocanada de aire fresco.
Entretanto, Cavador prosiguió la tarea de chorrear con enérgica desesperación por todas partes y al cabo la última tea quedó apagada. A su vez, subió la escalerilla hacia el aire libre.
—¡Uf! Ha sido duro…
En el mismo instante escucharon la voz de Puck.
—¡Repámpanos colorados! ¿Qué ha ocurrido? Las lágrimas casi impedían a Alboroto ver a la chiquilla. Hipó penosamente:
—¡Es el humo, mi pequeña Puck!
—¿El humo?
—Sí, ¿no lo ves?
—Claro, naturalmente…
—Y no hay humo sin fuego…
—¡Sé un poco formal, Alboroto! ¿Qué ha ocurrido?
Alboroto la puso al corriente en pocas palabras, y las tres muchachitas le escucharon abriendo ojos como platos. Puck preguntó con vivacidad:
—¿Era Kaj el Negro?
—¡Sin duda alguna! No había visto nunca a ese individuo, pero es seguro que era él…
—¿Y se ha escapado?
—Sí, después de habernos derribado de sendos puñetazos. Si alguna vez vuelvo a encontrarle…
—Bien, pero —interrumpió Puck impaciente—, ¿tenía esquíes?
—¿Esquíes? ¿En los sótanos?
—No, bobo. Quiero decir cuando ha huido.
Alboroto estaba recuperando su presencia de ánimo por momentos y contestó con acento desdeñoso:
—Queridita Puck, reflexiona. ¿No te parece que no podíamos estar pendientes del individuo que huía y apagar el fuego al mismo tiempo? Con esta última tarea ya tuvimos suficiente…
—¡Ah, qué cosa más formidablemente palpitante! —comentó Navío.
—Sí, te lo aseguro —contestó Alboroto—. Bastante palpitante.
—¿Qué debemos hacer ahora?
Puck dio una ojeada a su alrededor e inmediatamente miró de nuevo a los dos muchachos.
—¿En qué dirección ha huido el incendiario?
—Hacia la punta del lago, creo…
—En tal caso con toda seguridad habrá cruzado el lago… Pero, si iba sin esquíes, avanzará muy lentamente… Alboroto se apresuró a tomar el mando.
—Escuchadme bien, nenitas. Una de vosotras irá en seguida a La Gran Granja a prevenir al señor Frank… Otra subirá al galope al piso para telefonear a la policía de Sundkoebing…
—Y ¿qué haréis vosotros dos entretanto? —preguntó Puck.
—¡Perseguiremos al incendiario!
—Es muy peligroso, Alboroto.
Alboroto afirmó con la cabeza.
—Sí… Pero más peligroso todavía es dejar a ese tipo en libertad. ¡Rápidas, chicas, obedecedme!
—La orden sólo concierne a Inger y a Navío —declaró Puck—. Yo os acompañaré a vosotros.
—¡Jamás de los jamases! —gruñó Alboroto, que ya se estaba calzando los esquíes—. ¿Por qué diablos ibas a ir con nosotros?
—Tres es mejor que dos.
—Pues bien… ¡sea! Pero bajo tu propia responsabilidad.
—¡Naturalmente! ¿Estáis listos?
—¡O. K.!
Inger parecía titubear. Con voz grave interrogó:
—¿Por qué queréis poneros en un peligro tan grande? Esperad a saber qué opina el director…
—¡Nada de eso! —dijo Alboroto, enérgicamente—. ¡Y vosotras dos partid cuanto antes, como os he dicho!
—Vamos, Alboroto…
—¡En marchaaa!
Inger suspiró. Sabía que sería en vano tratar de persuadirlos. Mientras ella y Navío se dirigían a cumplir sus mandatos, Puck y los dos chicos enfilaron hacia la punta de tierra que se adentraba en el lago Ege.
A una veintena de metros de allí, la nieve se hizo más blanda, y poco después Cavador gritó:
—¡Aquí hay huellas!
Bajo la luz de la luna, se veían fácilmente las huellas del fugitivo. Los tres perseguidores hicieron poco después otro descubrimiento. Comprobaron netamente que un par de esquíes y de bastones habían sido hundidos en la nieve. Y a partir de aquel momento las huellas eran ya las dejadas por un esquiador.
—¡Debimos haberlo supuesto! —dijo Alboroto—. ¡El individuo no hubiera podido seguir avanzando sin esquíes!
—Por lo tanto nos llevará una buena ventaja —comentó Cavador.
—No importa. Nosotros somos tres y mucho más fuertes en esquí de lo que pueda serlo él.
En el lugar donde acababa la punta, las huellas conducían directamente hacia el lago helado, casi en dirección de los pantanos.
—Escuchad —dijo Puck—. ¿No hay una parte del lago donde el hielo permanece siempre más frágil?
—Sí —respondió Alboroto—. Pero está allá abajo, junto a la casa del guardabosques. No te preocupes, conozco el lago como la palma de mi mano. Tranquilízate, pequeña Puck.
—¡Estoy tranquila, Alboroto! Pero… no me gustaría que tuvieran que pescarme de ese lago helado.
De pronto Cavador murmuró:
—A mí sí hay algo que me preocupa mucho.
—¿Y de qué diablos se trata? —interrogó Alboroto asombrado—. ¿No será que ahora tienes miedo de ese incendiario?
—¿Miedo? —exclamó Cavador indignado—. ¡Ni siquiera me pasó por la imaginación algo semejante!
—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa tanto?
Cavador suspiró:
—Me he acordado de pronto de todas las sábanas y cobertores que hemos estropeado en el sótano. Y me pregunto qué pensará de ello la señora Frank.