Navío estaba en lo cierto. Y el castigo se convirtió en algo «formidablemente palpitante». Al día siguiente y mientras la mayoría de los alumnos practicaban esquí, las cuatro amigas permanecían sentadas en el «Trébol de Cuatro Hojas» y de momento parecían un poco deprimidas. Ni Puck ni Karen ni Inger habían querido dejar sola a Navío, pero permanecer encerradas entre las cuatro paredes de un cuarto mientras se escuchaban los alegres gritos de los esquiadores en el exterior, no resultaba demasiado divertido.
Navío, por sentirse culpable, era quien más deprimida estaba.
—Vamos, vamos, Navío —la animó Puck—. No estés tan triste… Después de todo yo debería estarte agradecida, ya que sin tu «atrevimiento» no habría conseguido batir el récord de salto de todo el pensionado. ¡Y haber ganado a Alboroto!
—Sí, en efecto, si lo vemos así…
—Además —añadió Inger—, dentro de cuatro días todavía se efectuarán los concursos de patinaje.
—Sí, qué suerte —gritó Navío—. ¡De ese modo Puck podrá volver a vencer a Alboroto!
En aquel momento se abrió la puerta y entró la señora Frank. Sonrió a las cuatro muchachitas y fue a sentarse en una de las camas.
—Y bien, amiguitas, ¿lo pasáis bien?
Puck sacudió la cabeza.
—A decir verdad, señora, esto no resulta tan palpitante como habíamos supuesto.
—Pero sólo quedan tres días —observó Karen—. Así que trataremos de resistir.
La sonrisa de la joven señora se hizo más amplia.
—Tengo un mensaje para vosotras de parte de mi esposo. ¡Lise queda perdonada!
—¡No! —gritaron las muchachitas en coro—. ¿Es posible señora?
—Sí, el castigo era de cuatro días para Lise. Pero, como las otras tres habéis hecho un día entero, en total son los cuatro días ordenados.
Navío aplaudió.
—¡Ah, qué amable ha sido usted, señora!
—¿Yo? —repitió la señora riendo—. Si alguien ha sido amable, Lise, es mi marido… Pero no hablemos más de eso, hijitas. Si os apresuráis, tenéis tiempo todavía de dar un paseo de esquí antes de la cena.
Se levantó y abandonó el «Trébol de Cuatro Hojas». Cuando la puerta se cerró tras ellas, Puck gritó calurosamente:
—¡Ah, qué simpática es!
—¡Formidable! —apoyó Navío—. Es la esposa de director más gentil, simpática, amable, encantadora y elegante de toda Dinamarca y…
—¡Eh! —interrumpió Puck en aquel instante; y sin más explicaciones salió como una exhalación tras la esposa del director.
—¿Qué le pasa? —preguntó Karen sorprendida.
Pero ni Navío ni Inger pudieron sacarla de dudas. Fue la propia Puck, al volver, quien les informó que había ido a contar a la señora Frank lo que el pastelero Bose les había dicho acerca de la evasión de Kaj el Negro. Entusiasmadas por las competiciones de esquí, las muchachitas lo habían olvidado por completo.
Absorbida en su conversación con la señora Frank, Puck no había podido darse cuenta de que una cabeza morena y maliciosa las había estado observando desde la escalera, escuchando toda la conversación.
Era Alboroto.
Un instante más tarde, el muchacho entraba en la habitación que compartía con Cavador como una tromba.
—¡Eh, amigo! —gritó éste, que estaba quitándose las botas de esquiar—. ¡Entras como si hubiera fuego en el pensionado!
—Tal vez no tarde en haberlo…
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco?
Alboroto se dejó caer en su cama y con voz jadeante explicó a Cavador lo que acababa de oír. Y concluyó:
—No me extrañaría en absoluto que ese Kaj el Negro incendiara el pensionado para vengarse… Pero esto nos daría una gran oportunidad… ¡Ahora, saca tu dinero!
—¿Qué diantres quieres decir?
Alboroto ahogó una carcajada.
—¿No hemos apostado diez pesetas por la idea mejor?
—Si…
—Bien, querido Cavador. Yo tengo la idea, he ganado. ¿Vas a pagarme o no?
Cavador lanzó un puntapié a las botas proyectándolas contra un rincón.
—¡Hum! ¿No será mejor que antes me cuentes tu idea? —De buena gana. Tú y yo capturaremos a Kaj el Negro.
—¿Cómo?
—Sí… ¿No es ésa una idea genial? Como es de suponer Puck y sus amigas harían lo imposible por dar con la pista de ese individuo…
—¿Cómo lo sabes?
Alboroto hizo un gesto con la mano.
—¡Bah! —exclamó—. Conocemos bien a los miembros del «Trébol de Cuatro Hojas»… Pero esta vez les tomaremos la delantera. Así de un golpe nos vengaremos de todo. Bien, ¿me das las diez pesetas?
—¡Vaya, vaya! Mi querido Alboroto…
Cavador suspiró de modo capaz de conmover una piedra.
—No sé si tu idea vale eso, la verdad —regateó.
—¿Por qué?
—Por varias razones, querido amigo. En primer lugar es sólo una vaga suposición imaginar que Puck y sus compañeras están interesadas en la captura de Kaj el Negro. Y, en segundo lugar, tú hablas como si ya la cosa estuviera hecha y no tenemos la más pequeña pista por donde comenzar…
—Debe de estar en alguna parte por estos alrededores.
—Tal vez… Pero estos alrededores son muy grandes, Alboroto.
Alboroto no quería abandonar la partida:
—¿No comprendes? —dijo—. Kaj el Negro tiene que ocultarse y tú y yo conocemos todos los escondites de por aquí. No tenemos más que empezar por un extremo…
—… Y acabar por el otro —acabó irónicamente Cavador.
—Bien —dijo Alboroto, enojado Ya lo haré solo.
Se levantó e hizo ademán de querer abandonar la habitación. Cavador le observó furtivamente:
—¡Eh! ¿Dónde vas?
—No pienso estar mendigando tu ayuda. Me has decepcionado profundamente…
—¡No me hagas llorar!
—Deberías hacerlo. Si no quieres asociarte a mi proyecto es porque has perdido toda tu confianza en mis ideas. ¿No nos hemos considerado siempre como los dos cerebros más privilegiados del pensionado?
—Sí… Pero eso era antes de que Puck metiera su linda nariz en todas partes.
Alboroto opinó sombríamente:
—¡Por ello es en Puck en quien pienso especialmente! Nos ha vencido en demasiados terrenos y mi sangre grita venganza a los cielos.
—La mía también —declaró Cavador—. Sin embargo, sólo tengo poca confianza en la historia de Kaj el Negro.
—¡Ya tendrás más, Cavador, ya lo verás! Incluso en el caso de que el «Trébol de Cuatro Hojas» no se interese por Kaj el Negro, será un gran honor para nosotros ponerle la mano encima.
—¡Si es que lo conseguimos…!
—¡Claro que lo haremos!
—¡Hum!
—Sin ninguna duda. Tarde o temprano nos sonreirá la suerte. ¿Quieres pagarme ahora las diez pesetas?
—¡Bien, sea!
—Perfecto, Cavador. Después de todo mi idea es muy inteligente, ¿no? Así que me he ganado el dinero.
Cavador, a regañadientes, sacó dos monedas de peseta de su bolsillo y las lanzó en dirección a Alboroto.
—¡Toma! Considéralo un adelanto… El resto sólo en caso de que tu idea tenga éxito.
* * *
Los dos días siguientes, Alboroto y Cavador utilizaron cada hora libre en recorrer los alrededores en esquí a lo largo y a lo ancho. Subieron al norte de Oestergard, visitaron las viejas ruinas, las selvas y las plantaciones, hasta el desecado lago del sur.
Sí, finalmente atravesaron incluso el lago Ege, de superficie totalmente helada, para ir a escrutar la isla del Caballero Volmer.
¡Pero todo fue en vano! No hallaron la menor huella del criminal evadido.
Al segundo día, a la caída de la noche, pasaron junto a la casa del guardabosques de regreso al colegio. Sus caras estaban sombrías como el cielo invernal.
—¿No se habrá ido del país? —preguntó Cavador—. ¡No puede habérselo tragado la tierra!
—Más bien sería la nieve —respondió secamente Alboroto—. Sin embargo, yo no creo que se haya marchado.
—¿Por qué?
—Ya que toda la región está cubierta por la nieve, se habría visto obligado a tomar el ferrocarril y en tal caso le habrían apresado de nuevo.
—Tal vez ha huido esquiando.
—No, sería un riesgo demasiado grande, tratándose de largas distancias.
Cavador suspiró profundamente.
—Pues bien, querido Alboroto, admitimos que está aún por aquí… Pero yo ya he perdido las ganas de seguir buscando…
—Yo no. ¡Jamás de la vida! —contestó Alboroto con indignación—. La partida no se ha perdido todavía.
Aquella noche habían organizado para la mayoría de los alumnos un cortejo con antorchas hasta La Gran Granja. Naturalmente la idea había sido de Annelise. Algunos días antes, en esquíes, había ido a ver a su padre, el terrateniente Dreyer, y le había dicho:
—Mi querido papito, ya casi me he convertido en una niña modelo, y mamá y tú deberíais recompensarme. Queremos organizar un cortejo con antorchas hasta aquí. Y, a nuestra llegada, deberías ofrecernos pasteles, frutas, limonada y toda suerte de cosas buenas. ¿No te parece emocionante?
—¡Extremadamente emocionante! —admitió su padre—. Será conveniente hablar de ello con el señor Frank.
—Todavía no lo he hecho, pero no creo que ponga objeciones.
—¿Y de dónde sacaréis las antorchas?
—Tú, querido papaíto, nos las regalarás. Precisaremos una treintena sólo, ya que los alumnos más pequeños no obtendrían permiso para salir de noche.
Los numerosos alumnos que tomaban parte en aquel apasionante paseo estaban llenos de animación. El matrimonio Frank y la mayor parte de los profesores habían querido unirse a ellos. El señor Dreyer había enviado las antorchas al colegio y la noche era ya cerrada cuando todos, con esquíes y bien equipados, estuvieron listos para partir.
Cuando los profesores y los alumnos tuvieron en las manos las antorchas, el profesor de gimnasia ordenó ponerse en fila, y el cortejo partió. Era un bello espectáculo, en la cruda noche invernal. La luz roja de las numerosas antorchas hacía bailar las sombras humanas en la nieve, y el humo subía en espirales hacia el cielo oscuro.
Desde el umbral donde permanecían con los pocos maestros que se quedaban de vigilancia, los alumnos pequeños aplaudieron con todas sus fuerzas.
Cuando la larga fila de esquiadores llegó a La Gran Granja, el señor Strandvold ordenó:
—¡Deteneos y mirad bien!
Apenas pronunciadas aquellas palabras cuando dos proyectores taladraron la noche iluminando una pequeña silueta de mujer pintada en un tamaño extraordinario. Tenía largos cabellos dorados, graciosas formas… ¡y una cola de vaca!
Los alumnos aplaudieron hasta no poder más aquel imprevisto espectáculo. Después la voz de Strandvold se dejó oír de nuevo.
—Y bien, ¿conocéis a esta damita?
—Sí, sí —respondieron los alumnos a coro—. ¡Es el hada de los bosques!
—Perfecto. La habéis reconocido por su cola de vaca. Como sabéis el hada de los bosques se dedica a desorientar al paseante solitario. Pero esta vez no ocurrirá así, ya que llegamos en grupo. Sin embargo, quiere llevarnos hacia La Gran Granja, donde nos aguardan muchas sorpresas.
—Verdaderamente —dijo Navío a Puck—. Annelise consigue lo que se le antoja de su padre.
Puck sonrió:
—Sí, Annelise ha sido siempre un poco mimada… y sus padres son muy ricos.
—¡Adelante! —gritó Strandvold.
En el mismo instante, se apagaron los proyectores y de nuevo sólo las antorchas alumbraron la oscuridad.
Todos se reunieron en el césped y el señor Dreyer salió para darles la bienvenida. Acabo su pequeño discurso con algunas palabras muy alegres:
—Espero que a nadie le falte nada esta noche. Teniendo en cuenta la estación en que nos hallamos, he ordenado preparar un menú especialmente adecuado, pero mi hija Annelise ha sostenido que no había fiesta completa sin…
—¡Helados! —gritó Alboroto.
El señor Dreyer rió de buena gana.
—¡Sí, exacto! Y ahora, queridos invitados, pasemos todos al interior…
—¡Bravo! —gritaron a coro.
Cuando el señor Dreyer se calló, hubo un momento de silencio, después del cual Alboroto se volvió hacia sus compañeros con aire de conspirador:
—¡Y bien, amigos, vamos allá!
Y un coro de muchachos entonó «En pleno invierno», una bonita canción típica danesa. Las muchachitas ignoraban aquella sorpresa preparada por Alboroto y sus compañeros desde hacía varios días. El canto de aquel poema fue calurosamente aplaudido.
—Si Hugo pusiera en los estudios el mismo entusiasmo que en estas cosas… —comentó sonriendo el director.
—Como profesor de gimnasia, no puedo menos de estar muy satisfecho de él —dijo Strandvold.
Los invitados tuvieron derecho a comer y beber todo cuanto apetecieron. En los principales salones de la casa, habían sido retiradas las alfombras, a fin de que las botas de los esquiadores no las deterioraran. Y por todas partes había mesas llenas de pasteles, refrescos, bocadillos calientes… ¡y helados!
También había tocadiscos y algunos alumnos empezaron a bailar. Otros, en cambio, prefirieron ir a practicar esquí por los contornos. Entre ellos se contaban Alboroto y Cavador. Subieron a una colina desde la cual se veía perfectamente el pensionado de Egeborg, en el que brillaban algunas lucecitas.
De repente Alboroto tomó de la mano a Cavador.
—Cavador…, ¿no es una llamarada aquello que se ve allá abajo? —preguntó tendiendo el índice en dirección al pensionado.
—Sí. Pero ¿quién puede haber encendido un fuego?
—¿No será…? —insinuó Alboroto.
—¿Qué? —preguntó Cavador, sin ninguna alarma todavía.
—¡Kaj el Negro!
—¡Cielos Santos! —exclamó entonces su amigo—. ¿Tú crees que está tratando de provocar un incendio…?
—¡Partamos inmediatamente!
—De acuerdo.
Los dos amigos no titubearon ni un solo segundo, sino que literalmente volaron por la nieve. Ni el uno ni el otro decían palabra, limitándose a correr y reflexionar. Era casi cierto que había un fuego encendido muy cerca de Egeborg… y tal vez el autor de él fuese, en efecto, Kaj el Negro.