- VII -

Cuando Puck, con un estilo perfecto, llegó a la meta, fue acogida con auténticos aullidos de entusiasmo.

—¡Ah, increíble…!

Jamás los alumnos habían visto nada semejante, y los profesores estaban igualmente asombrados. En su sorpresa, el profesor de cultura física estuvo a punto de olvidarse de anotar el tiempo empleado. ¡Realmente aquella chiquilla llamada Bente Winther era algo fuera de lo común!

La señora Frank se volvió sonriente hacia su marido:

—¡Tendrás que pagarme un pantalón nuevo, amigo mío! El director meneó la cabeza. ¡No acababa de creer lo que había visto!

—Es increíble… Del todo increíble…

Las compañeras de Puck hicieron círculo a su alrededor, pero la chiquilla estaba tan cansada que estuvo a punto de caer en la nieve. Las felicitaciones llovían de todos lados.

—¡Bravo, Puck!

—Fantástico, Puck…

—Será el récord del pensionado…

Durante algunos segundos, Puck se sintió casi mareada. Jamás había hecho un esfuerzo semejante. Sus compañeros tuvieron que sostenerla cuando se quitó los esquíes. A pesar de su agotamiento, no podía dejar de sonreír. Se acordaba de su querido papá, actualmente en Chile, y que había sido en su juventud varias veces campeón de esquí, ella le había acompañado muchas veces en largos paseos agotadores por el parque de Dyrehaven. A pesar de que él no la presionaba nunca, la niñita se había propuesto seguirle siempre, ¡y el resultado ahora estaba a la altura de sus esfuerzos pasados! Cuando Alboroto le había hablado con un tal aire de superioridad, ella había decidido darle una lección… ¡y lo había conseguido plenamente! Las pérdidas de apuestas en helados fueron numerosas.

No obstante, Alboroto mostró entonces su espíritu deportivo. Después de haber plantado sus esquíes en la nieve, se acercó a Puck y le tendió su mano:

—Bravo, Puck. ¡Eres formidable! Y no me siento avergonzado de haber sido vencido por ti.

Puck sonrió:

—Gracias, Alboroto. ¿Sigues queriendo enseñarme los pequeños trucos del noble arte de esquiar?

—¡Bah! Dejemos eso. Jamás me había sucedido una cosa parecida. ¿Acaso naciste con los esquíes puestos?

—Casi —respondió Puck, riendo.

—¿Así que trataste de gastarme una broma cuando te mostraste como una simple principiante?

—Sí. Quería darte una sorpresa, querido Alboroto… Pero esto no impedirá que seamos buenos amigos, ¿verdad?

—¡Claro que no, Puck!

—Gracias, Alboroto.

Cuando los participantes hubieron llegado todos a la meta, el profesor de gimnasia, instalado en una mesita hundida en la nieve, hacía cálculos. Después anunció en voz alta:

—He aquí el resultado de la carrera de fondo: número uno, Bente Winther, con un tiempo de…

No pudo seguir hablando, ya que le interrumpió una salva de cerrados aplausos. Se oyó vagamente que Hugo Svendsen era el número dos… Henrik Smith el número tres… Karen el número cuatro… Inger el número cinco…

Puck se sentía un tanto incómoda a causa de tantas felicitaciones como llovían a su alrededor. Al cabo, estuvo casi a punto de lamentar el haber ganado a Alboroto.

Tal vez éste se sintiera humillado, y eso sería de lamentar, ya que… a pesar de todo, era un estupendo compañero.

Pero la muchachita no tuvo tiempo para seguir reflexionando. Sus amigas del «Trébol de Cuatro Hojas» se apoderaron de ella y una docena de minutos más tarde estaban todas reunidas en su habitación. Navío se apresuró a sacar una tableta de chocolate con almendras, que partió en cuatro porciones.

—¡Tomad, hijitas! Debemos festejar el gran honor que Puck ha conseguido para el «Trébol de Cuatro Hojas». ¡Dios mío, ha sido algo…!

—… «Formidablemente palpitante» —continuó Puck, sonriendo—. Me parece que pronto no encontraréis palabras para celebrar algo tan pequeño… ¡Se diría que me he convertido en campeona internacional!

Inger tuvo una de sus raras pero bellas sonrisas.

—¡Eres modesta, Puck! Yo comprendo el entusiasmo de Navío.

Puck hizo un gesto de protesta:

—¡Ah, amigas mías, basta! Tú, Karen… Y tú, Inger, también habéis hecho una buena carrera. Lo que me alegra es que tres de los premios han caído en el «Trébol de Cuatro Hojas».

—Sí, pero es debido confesar que yo no he aportado gran cosa… —comentó Navío.

Puck tiró amistosamente de los rizos color platino de su amiga.

—Sabes bien, Navío, que haces mucho sin darte cuenta. Lo que importa no es ser más o menos rápida en una carrera de competición… No, lo principal es nuestra camaradería, que nos hace la vida dulce y fácil a todas.

—Tienes razón, Puck —dijo Karen, con voz emocionada—. ¿Te acuerdas de aquella época en la que no nos llevábamos bien?

—¡Oh, casi la he olvidado! —exclamó Puck sonriendo—. Estamos tan unidas ahora… Y tenemos una vida tan alegre…

—Sí —aprobó Navío—, muy agradable, pero mucho me temo que nos van a tender una trampa…

—¿Una trampa?

—Creo que Alboroto y Cavador están tramando algo.

Puck rió.

—¿Y qué? Entre las cuatro, les enfrentaremos con éxito como otras veces.

—Sí, pero…

—¡Bah! Navío, ¿no tienes más chocolate?

—No…

Puck se levantó vivamente.

—¡Yo me encargo de ello, amigas mías! Y sacó de un cajón un papel que agitó triunfalmente. —¡Mirad! Un cheque de quinientas pesetas…

Navío batió las manos, maravillada.

—¡Repámpanos, Puck! ¿Cómo has conseguido semejante fortuna?

—Es un regalo de mi querido papá. Me lo ha enviado de Valparaíso para que me compre un regalo de Navidad… Pero, puesto que no me tienta ningún regalo, iremos a cambiar el cheque alegremente en la pastelería Bose…

Inger le cortó la palabra.

—No, Puck. Es muy amable por tu parte… Sólo que no me parece una buena idea.

—¿Por qué?

—En primer lugar porque el señor Frank se opone a que las alumnas tengamos dinero sin que él lo sepa…

—¡Eso da lo mismo!

Inger sonrió y prosiguió:

—En segundo lugar, hay tanta nieve en el camino que no llegaríamos jamás a Oesterby.

Puck chasqueó los dedos.

—Eso lo arreglo yo fácilmente, Inger. El granjero Iversen nos conducirá en trineo…

Y el proyecto fue llevado a cabo. Inger, de costumbre tan razonable y escrupulosa, tuvo que ceder ante la insistencia de sus tres amigas…

El pastelero Bose se quedó muy sorprendido al ver llegar a las cuatro muchachas. Estaba seguro de que su comercio se hallaba cerrado al mundo, aislado por la nieve, ya que los caminos estaban bloqueados, si bien los trenes, aunque dificultosamente, llegaban aún a la estación. Después de haber servido una limonada gaseosa a sus jóvenes clientes, se sentó junto a ellas y entabló conversación:

—¿Habéis oído hablar de Kaj el Negro? —preguntó.

—No —respondió Puck ¿Quién es?

—Hace algún tiempo trabajaba en mil pequeños menesteres en vuestro pensionado, pero fue despedido porque siempre andaba armando embrollos. Hace algunos meses, regresó al país. Después de varios robos, la policía lo ha detenido en Sundkoebing… Pero ¡se ha escapado! Así que tened cuidado, si lo encontráis por el camino, jovencitas.

—¿Acaso se come a las chicas? —preguntó Navío en un tono burlón.

El gordo pastelero movió la cabeza:

—Sí, sí, amiguita. En lugar vuestro, no me tomaría la cosa con tanta ligereza. Kaj el Negro es un hombre peligroso, del cual hay que mantenerse alejado. Y si vuestro director ignora que se ha evadido de la cárcel, informadle, ya que Kaj juró vengarse de su antiguo patrón, incendiando Egeborg.

—¡Thadaens! —gritó una voz desde la trastienda—. ¿No habrás olvidado el pastel de cumpleaños del veterinario?

—No, no. Ya voy.

Cuando el señor Bose hubo desaparecido en la trastienda, las cuatro muchachitas permanecieron un buen momento en silencio y comieron con buen apetito. Después, Inger dijo, inquieta:

—Yo ya había oído hablar de Kaj el Negro. Sería terrible que incendiara Egeborg, así que lo mejor que podemos hacer es ir a prevenir en seguida al director. Y no me gustaría encontrárnoslo por el camino…

—¡Bah! Hay pocas probabilidades de tal riesgo —observó Navío, tomando un nuevo trozo de pastel—. Y además sería algo formidablemente palpitante.

—¡Tú y tú «formidablemente palpitante»! —dijo alegremente Puck—. Pero confieso que a mí también me parecería curioso hallar a Kaj el Negro en el camino… Además hay otras dos personas que me parecen más de temer aún.

—¿Quiénes?

—Dos muchachitos apodados Alboroto y Cavador.

* * *

No sin titubeos y después de largas conferencias el director Frank había aceptado la idea de un concurso de salto de esquí entre los mejores esquiadores. Autorizar un concurso tal podía significar varias piernas rotas, pero Strandvold había acabado con las últimas reflexiones del director Frank esgrimiendo el siguiente argumento:

—¡Sería inútil oponerse, señor director! Muchos alumnos saltan ya tan bien que no resistirían la tentación de hacerlo, por lo cual será mejor que lo hagan bajo nuestra vigilancia.

El señor Frank sonrió:

—Comprendo, Strandvold. Debe de ser muy duro para un joven deportista contemplar el trampolín y tener prohibido usarlo. Sin embargo, recuerde que sólo está permitido usarlo si no se está solo.

—Naturalmente, señor director —respondió Strandvold sonriente—. Y ¿las chicas?

El director sacudió la cabeza con aire decidido.

—¡De ninguna de las maneras! No permitiré a una sola de las chicas tomar parte en el concurso.

—¿A Bente tampoco?

—¡No!

La decisión fue mantenida. Las muchachitas, con gran desilusión por su parte, fueron excluidas del concurso y, por otra parte, sólo siete muchachos recibieron autorización para participar. Entre ellos estaban Alboroto, Cavador, Flemming y Georg, considerados como favoritos.

El invierno precedente el profesor de gimnasia había conseguido un salto de dieciocho metros —un hermoso récord, teniendo en cuenta la inclinación de la colina—; así que esperaba que ahora los muchachos hicieran otro tanto. La mayoría consideraba a Alboroto ganador.

Strandvold anotaba los resultados.

Flemming saltó en primer lugar. Tuvo una buena salida y cayó limpiamente de pie. Un instante después Strandvold anunció:

—Flemming, 15 metros 40.

Los espectadores aplaudieron. A continuación saltó Cavador, y de nuevo la voz de profesor anunció:

—Henrik, 16 metros 20.

Luego, con escasos minutos de intervalo:

—Elinar, 15 metros 60.

—Joergen, 16 metros 10.

—Kai, 15 metros.

Entonces le tocó a Alboroto. Mientras él se preparaba, Navío se inclinó hacia Puck y cuchicheó:

—Oye, Puck… ¿No te parece fastidioso que no podamos participar?

—Sí…

—¿Has saltado alguna vez?

—¡Muchísimas veces!

—¿Sabrías saltar desde ese trampolín?

—Sí, sin dificultad alguna —respondió Puck.

Como Alboroto fuera ya a partir, ella se le acercó por detrás y le dijo, para gastarle una broma:

—¡Veamos ahora de qué es capaz este niñito! ¡No nos decepciones, Alboroto!

Él se giró, sonriendo:

—¡Será un récord, ya lo verás, pequeña Puck!

—Buena suerte —dijo ella alegremente.

Y Alboroto partió.

Un minuto después, la voz de Strandvold resonaba en el fresco y límpido aire:

—Hugo, 16 metros 60.

Los esquíes de Puck iban y venían. Impaciente por conocer el resultado, se había llegado hasta el pie del trampolín. En aquel instante, Navío le gritó:

—¡Ha sido formidable! ¿Verdad?

—Sí, desde luego…

—¿Lo habrías hecho tú mejor?

Puck sonrió ligeramente:

—Ya te he dicho, Navío, que esta altura no me asustaba. Pero no sé… Tal vez no consiguiera sobrepasar los 16 metros 60…

—¡Inténtalo! —animó Navío.

Y Puck se sintió suavemente inclinada, pero con mano firme, por la pendiente. Tomada por sorpresa, exhaló un gritito, pero dobló las rodillas, apretó los dientes y se lanzó al aire.

Un susurro de asombro surgió de entre los espectadores que se hallaban al pie del trampolín. ¿Qué ocurría, pues? ¿Una muchacha? ¡Sí, era Puck!

El director se volvió hacia su esposa, con ceño fruncido.

—Esto es una gran decepción para mí.

—¿De veras? —dijo la joven señora—. A mí me parece que Bente está haciendo un salto excepcional…

—¡Oh, ya sabes bien a qué me refiero! —la interrumpió él, enojado—. Yo había prohibido a las chicas participar en el salto…, y me decepciona que haya sido precisamente Bente quien me haya desobedecido.

En aquel mismo instante, la voz del profesor de gimnasia se dejó oír, más alegre que de costumbre:

—¡Último resultado! Bente Winther, que participa fuera de concurso, 17 metros 20.

Ruidosas exclamaciones saludaron aquel anuncio. Y, claro está, eran las alumnas quienes más fuerte gritaban y aplaudían, aunque los muchachos, deportivamente, demostraban también su entusiasmo. ¿En qué terreno podía, pues, ganarse a Puck?

En la efervescencia del instante, ningún alumno pensó en la prohibición del director. ¡Sólo los otros tres ocupantes del «Trébol de Cuatro Hojas» sabían cómo Puck se había visto obligada a participar en el concurso!

Inger se volvió hacia Navío con expresión reprobadora:

—No debiste empujarla, Navío. El señor Frank estará ahora enojadísimo.

—¡Y qué! ¿No has oído que Puck ha batido todos los récords? ¡17 metros 20!

—Sí, es formidable —aprobó Karen—. Aun cuando tengamos problemas con el director, valdrá la pena haber ganado de nuevo a Alboroto.

—Sin duda tenéis razón —dijo al cabo Inger, con un poco de ironía—, pero me temo mucho que el señor Frank no sea de la misma opinión.

Y así era en efecto.

Cuando Puck se acercó a los espectadores, el director la acogió severamente:

—¡Bente! Me has decepcionado profundamente…

—Lo siento, señor director repuso Puck, con aire contrito.

—¿Cómo has osado desobedecerme?

Puck enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Bajó la cabeza y no se atrevió a enfrentar la mirada acusadora del señor Frank. Sí, naturalmente, hubiera sido fácil explicar cómo habían pasado las cosas…, pero entonces Navío se vería en dificultades. No había sido con demasiadas ganas que Puck se había sentido lanzada pendiente abajo. ¡Y además, un empujón así, al desprovisto, hubiera podido ser peligroso!

El director repitió con voz llena de enojo:

—¿Cómo te has atrevido, Bente?

Puck tartamudeó:

—Pues bien, yo…, yo…

La señora Frank intervino vivamente y dio un pequeño golpecito amistoso a Puck.

Su fresco rostro traicionaba cierta alegría:

—Has hecho muy mal, Bente… Pero, de todos modos, has batido un récord. Debes de tener mucha práctica en el salto, ¿verdad?

—Sí, señora —dijo Puck—. Tengo mucha práctica…

—¿En pistas más inclinadas que ésta?

—Sí…

El director permanecía hosco.

—Sí, ya me ha dado cuenta de que tu técnica era tan buena como la de los muchachos, Bente…, pero eso no excusa tu desobediencia. Usando de toda mi clemencia te castigo a permanecer dos días encerrada en tu habitación.

—Sí, señor director.

—Y acuérdate para siempre de que mis órdenes han de ser respetadas.

—Sí, lo recordaré.

—Bien, puedes irte…

La voz del director seguía siendo severa, pero debió esforzarse para ocultar una sonrisita divertida que le asomaba a los extremos de los labios.

Puck se dirigió al edificio, con la cabeza baja. La señora Frank, también con esquíes, la alcanzó, y ambas prosiguieron el camino juntas.

—No te entristezcas, Bente —dijo alegremente la joven dama—. Dos días de confiscación no son tan malos. Además, tú no eres culpable.

Puck la miró asombrada:

—¿Qué quiere usted decir, señora? La esposa del director sonrió:

—Por casualidad yo he visto cómo ocurrían las cosas, Bente. Lise se ha comportado con excesiva ligereza. Me siento curiosa por saber cuál será ahora su reacción.

Puck pareció asustarse.

—¡Oh, será mejor que ella también se calle! Como usted dice, dos días encerrada no son tan largos, y, además, estoy segura de no carecer de compañía.

La señora Frank rió:

—¡Los miembros del «Trébol de Cuatro Hojas» son en verdad inseparables!

Una vez llegadas a la entrada principal, se quitaron los esquíes y los plantaron en la nieve.

—¡Durante dos días no voy a necesitarlos! —observó con cierta pena, Puck.

—¡Quién sabe! —repuso la señora, sonriente.

Subieron con toda rapidez los peldaños de la escalinata que daba al porche, cuando oyeron tras sí una vocecita lastimosa:

—¡Eh, Puck, Puck!

Puck se volvió y vio a Navío que avanzaba como un rayo por la nieve.

—¿Qué ocurre, Navío?

Navío se quitó los esquíes y subió al porche.

—Puck… He oído lo que ha pasado y, como es de suponer, se lo he contado todo al director. ¡Estaría bueno que tú fueras castigada por haber obrado yo mal!

—Bien… ¿Y ahora qué? —preguntó Puck.

Navío hizo una mueca.

—¡El director dice que tú estás disculpada, y que yo, por el contrario, deberé permanecer cuatro días sin salir de la habitación! ¡Y te aseguro que el castigo no me parece excesivo!

La señora Frank miraba a las dos amiguitas con una amplia sonrisa, pero sin decir palabra. Estaba contenta de la reacción de Navío, contenta, pero no sorprendida.

—¿Cuatro días? —exclamó Puck pensativa.

Navío afirmó con la cabeza.

—En tal caso debemos empezar a pensar cómo mataremos el tiempo entre las cuatro. Porque se sobreentiende que no te abandonaremos un solo instante durante el castigo, Navío.

Navío palmoteó con entusiasmo.

—¡Repámpanos! Esto será formidablemente palpitante