- V -

Mientras Navío y Karen iban en busca de las linternas, Puck e Inger se colocaron los esquíes. ¡Por fortuna iban ya convenientemente ataviadas!

—¡Vamos!

Tras una señal de despedida hacia sus dos compañeras, se perdieron en la oscuridad. Con la ayuda de las linternas, buscaron las huellas del niño desaparecido y, al cabo de cierto tiempo, vieron en la nieve pequeños hoyos que podían ser las huellas de Hans. Pero el temporal casi las había borrado.

Las dos chiquillas, sin embargo, prosiguieron su desesperada búsqueda, mientras Erik Jespersen organizaba, sin duda, una verdadera expedición de socorro.

Apenas se hablaban entre sí. Con las linternas en la mano, avanzaban en la noche oscura, siguiendo las tenues huellas. Súbitamente las perdieron y tardaron un tiempo en volver a encontrarlas. Se habría dicho que Hans —en el caso de que en realidad se tratara de sus huellas— había girado bruscamente hacia la derecha, porque un montón de nieve ante él le impedía proseguir en línea recta. Un poco más lejos había vuelto a cambiar de dirección y, viendo las primeras luces de una granja brillar a lo lejos, Puck supuso que el niñito se había dirigido hacia allí. La suposición era exacta. Las huellas continuaron un trecho, pero resultaba difícil seguirlas, en parte porque el viento las borraba casi en el acto y en parte porque la tempestad de nieve impedía a las dos amiguitas orientarse bien. Además les costaba luchar contra el viento, que proyectaba nubes de nieve sobre los campos. Puck se hallaba al límite de sus fuerzas, sus piernas temblaban, los ojos le escocían, sus hombros se encogían, doloridos…

Pero apretó los dientes y se dijo que era preciso continuar a cualquier precio. Su promesa la responsabilizaba. Sólo cuando Hans hubiera llegado a casa de su madre estaría libre de compromiso.

De nuevo perdieron la pista, pero Inger la volvió a encontrar un poco más lejos, al ver algo en el suelo. Apresuraron la marcha y llegaron junto al bulto caído en la nieve. ¡Era Hans!

Se había derrumbado de frío y cansancio.

El siniestro sopor que paraliza a un ser asaltado por el frío o el agotamiento, de fatales consecuencias, se había apoderado del niñito obstinado en ir al encuentro de su madre…

—¡Ven! —dijo Puck—. Levantémosle…

Entre las dos enderezaron al niño.

—¡Justo a tiempo! —exclamó Inger—. No habría podido resistir mucho tiempo más en la nieve su…

No acabó su frase. Puck sacudió al niño vigorosamente para hacerle entrar en calor. Después le frotó los brazos y la espalda, mientras Inger le mantenía en pie. Ambas actuaron con tanta energía que entraron también en calor. Después trataron de llevar al niño entre las dos, pero aquel esfuerzo era superior a sus fuerzas y decidieron continuar dando masajes al niño para mantenerle caliente.

Puck dijo:

—Será mejor que tú trates de encontrar a la expedición de socorro, que ya debe de estar en camino. Agita la linterna para que te vean. Yo permaneceré aquí con Hans hasta tu regreso. No pierdas de vista mi linterna.

Inger desapareció en la noche y Puck continuó frotando al niño entumecido por el frío, hasta que estuvo lo suficientemente bien como para esperar a la expedición de auxilio.

En realidad, no se encontraban muy lejos del albergue, y Puck no tuvo que aguardar demasiado para oír el ruido del trineo que la hizo sonreír, con el corazón aliviado. Un momento después, ella y Hans estuvieron instalados bajo un cobertor espeso en el trineo conducido por el hijo del dueño del albergue. Inger y Erik Jespersen estaban también allí. El padre no dejaba de apretar la mano de su hijito, mientras murmuraba palabras que las muchachitas no trataron de entender, comprendiendo que no eran asunto suyo.

Finalmente llegaron al albergue y Puck, Inger y Hans fueron acostados en tibias y mullidas camas, con botellas de agua caliente. Puck apenas tuvo tiempo de poner la cabeza en la almohada cuando se quedó profundamente dormida con una sonrisa feliz en los labios entreabiertos…

* * *

Cuando se despertaron, el viento seguía ululando, pero el sol brillaba con fuerza y el cielo era azul y despejado.

Navío y Karen estaban ya vestidas, cuando las dos amigas, Puck e Inger, abrieron los ojos. Se sentaron junto a la cama, para hablar de los acontecimientos de la noche pasada.

—Puck, Inger… —exclamó Navío—. Os portasteis como dos heroínas.

Las dos «heroínas» se vistieron a su vez. El sueño de la noche les había sentado bien, pero Puck confesó que sus miembros estaban aún pesados. El día había sido agotador de veras.

—Debo telefonear a mi tío —dijo Inger—. Le telefoneé ayer, cuando tú, Puck, ya estabas acostada, y confía en que hoy las carreteras estén suficientemente despejadas para venir a buscarnos.

—Estamos a pocos kilómetros de Kongsholm, ¿no? —preguntó Puck.

—Unos veinte, creo.

Puck se estiró, pensando en que no le vendría mal un buen desayuno.

—¡Pero, decidme! —exclamó de pronto—. ¿Quién pagará todo esto, las habitaciones, la comida…? ¡No tenemos suficiente dinero para un lujo parecido!

—Yo también me lo he estado preguntando —dijo Navío—, y no tengo la menor idea de quién pagará la fiesta…

—Debemos hablar con el dueño inmediatamente —respondió Puck—, y rogarle que nos dé crédito.

Las muchachitas descendieron la escalera y entraron en la gran sala. Lo mismo que la víspera, estaba abarrotada de clientes que apreciaban a ojos vista el excelente desayuno que les era servido. El dueño permanecía detrás de la barra del mostrador junto a su gordita esposa. Ambos sonrieron amablemente a las chiquillas y les preguntaron:

—¿Habéis dormido bien?

—Sí, gracias —contestó Navío por todas.

Puck se acercó lentamente a la barra del bar y tosió nerviosamente:

—Debo hablarles —dijo muy seria—. La verdad es que nosotras… Pues bien, nosotras, no tenemos bastante…

No tuvo necesidad de acabar, ya que el dueño del albergue la interrumpió muy serio también:

—¡Nada de eso! Precisamente esta mañana me he discutido con el director Jespersen, ya que ambos, él y yo, queremos tener el honor de consideraros nuestras invitadas.

Puck le miró con asombro.

—¿Cómo invitadas? Y ¿cómo podían saber ustedes que no teníamos…?

—No lo sabíamos —dijo el dueño—. Simplemente hemos considerado que después de vuestra conducta de anoche os debíamos eso. Yo como hotelero y el señor Jespersen como padre de Hans. Así que hemos llegado a un acuerdo: entre los dos pagaremos vuestra cuenta. ¡Ea, ahora a desayunar! ¿Qué queréis? ¿Huevos pasados por agua o al plato?

Tartamudeando y rojas como amapolas, Puck y sus amigas dieron las gracias al dueño del albergue y poco después estaban cómodamente instaladas en una mesa, al lado de Erik Jespersen, que estaba ya terminando su desayuno.

—Y bien, jovencitas valientes —preguntó el hombre, sonriendo—, ¿habéis dormido bien?

—Sí, gracias. ¿Cómo se encuentra Hans?

—Maravillosamente bien, si se tiene en cuenta lo que le pasó ayer. Para mayor seguridad he hecho venir a un médico, quien me ha dicho que, gracias al tratamiento de que le hicisteis objeto al encontrarle aterido en la nieve, no ha enfermado. Sin embargo le he dejado acostado, por precaución… Tal vez mañana pueda ya levantarse…

—¡Tengo hambre! —dijo entonces una vocecita detrás de Erik Jespersen.

Era Hans, que se había presentado en la sala descalzo y en pijama.

Todos los clientes rieron de buena gana de aquel hombrecillo que se paseaba sin ninguna huella del trance pasado la víspera. Erik Jespersen tomó en brazos a su hijo y salió de la sala para ir a vestirle. Algunos instantes más tarde, Hans se hallaba instalado a la mesa y la esposa del dueño le servía un gran tazón de leche.

—¡No quiero leche! —declaró Hans en cuanto la vio.

—¿Por qué? Es una leche riquísima y…

—No la quiero —repitió el niño, con su cara de testarudez de las grandes ocasiones—. Huele mal…

—Hans, sé buen chico…

—¡No quiero esa asquerosa leche! Y tú eres malo…

Puck se levantó de la mesa, arrugó el ceño y miró al niño con firmeza:

—¡A comer se ha dicho y sin tonterías! —dijo.

Hans la miró asombrado durante uno o dos segundos; después tomó el tazón entre sus gordezuelas manitas y empezó a beber la tibia leche sin rechistar. Erik Jespersen, estupefacto, no creía lo que estaba viendo.

Terminado el desayuno, Erik Jespersen dijo a Puck:

—Tú prometiste a Hans que iría a ver a su madre y yo quiero que esta promesa se cumpla. Confieso que he reflexionado y he tomado la decisión de rogar al hijo del dueño del albergue que nos lleve a todos en trineo hasta la propiedad donde vive la madre de Hans. Ya veremos cómo irán las cosas, ya que estamos a dos días de Navidad y no creo tener tiempo de regresar a Copenhague para entonces…

Puck le observaba sonriendo. Resultaba evidente que no era sólo a causa de Hans que se sentía tan apresurado para proseguir el viaje. Su proposición fue acogida por las muchachitas con gran entusiasmo. Se decidió que Inger telefonearía a su tío para rogarle que fuera a recogerlas a casa de la madre de Hans, en lugar de hacerlo en el albergue.

El momento de la partida llegó por fin. Se instalaron en el trineo, estrechándose un poco para caber todos. Hacía buen tiempo entonces. Ciertamente el frío era aún intenso y el viento cortante, pero todos iban bien abrigados y protegidos por la manta de piel de cordero.

Fue un delicioso paseo, del cual las jóvenes viajeras saborearon cada instante.

Llegaron a su destino sin haber anunciado su venida. La visita sería una sorpresa.

Erik Jespersen saltó del trineo y ayudó a Hans a descender. Después padre e hijo subieron una escalinata hasta el porche de la casa y llamaron a la puerta. Ésta se abrió y ambos entraron, mientras las muchachitas permanecían en el trineo. Comprendían que en aquellos momentos su presencia habría sobrado. Estuvieron, pues, charlando con el hijo del hotelero, cuyo gorro y bufanda medio ocultaba una faz rubicunda. Así la espera no fue aburrida ni resultó larga. La puerta se abrió al cabo y Erik Jespersen, con expresión feliz, apareció en el umbral.

—Entrad, hijitas —dijo—. Mi mujer se sentirá muy dichosa de saludaros… y daros las gracias…

Las muchachitas bajaron del trineo y subieron la escalinata rápidas. En el momento de entrar Puck dijo a Inger en voz baja:

—¿Te has dado cuenta de que el señor Jespersen ha dicho «mi mujer» y no «la madre de Hans»…? Apuesto a que se quedará aquí a pasar las Navidades y que luego se llevará a su esposa y a Hans consigo a Copenhague…

—¡No acepto tu apuesta porque sé que ganarías! —dijo Inger riendo.

Fue una alegre reunión alrededor de la joven señora enferma, quien acogió a las cuatro chiquillas calurosamente.

Sentado sobre la cama, Hans tenía asida con fuerza una mano de su madre. Estaba tranquilo y relajado. Y Erik Jespersen contemplaba a su mujer con una gran sonrisa, mientras ella agradecía a las muchachitas el haber velado tan bien por Hans.

—¡Os agradezco de modo particular el que desorientarais a Erik tantas veces, obligándole así a seguiros! —añadió jovialmente Emma Jespersen—, ya que sin eso él no habría avanzado tanto hacia aquí y no habría venido a visitarme.

—¡Oh! —confesó Puck—. La última vez fue el señor Jespersen quien nos desorientó a nosotras, ya que supusimos que habría regresado a Odense.

—Vi los mitones de Hans en el tren —confesó Erik Jespersen—. Los reconocí en seguida porque su madre se los había hecho.

—Entonces, ¿por qué no vino usted a quitarnos a Hans inmediatamente?

—De haber hecho tal cosa —respondió Jespersen, riendo—, me habría visto obligado lógicamente a bajar del tren y regresar a Copenhague… ¡Con lo cual no habría venido jamás a Kongsholm!

Miró de nuevo a su mujer con aire feliz.

—En primer lugar a tu hermana Ingeborg y luego a estas jovencitas debo toda la alegría de haber llegado hasta aquí. A lo cual su mujer respondió:

—En cuanto esté restablecida, y creo que eso será pronto, regresaré contigo a Copenhague, querido…

En aquel instante se oyó el claxon de un coche en la calle. Inger se acercó a la ventana.

—Es mi tío —dijo—. Bien, podemos decir que nuestras vacaciones de Navidad han comenzado…

—Debéis quedaros a comer antes de iros —dijo la señora Jespersen ¡Tenemos muchas cosas que celebrar! ¡Si reflexionarais un poco, queridas niñas, os daríais cuenta de que a Hans, a su padre y a mí nos habéis hecho el más maravilloso regalo de Navidad del mundo!

—Pero, claro está, no os habéis dado cuenta todavía —dijo Erik Jespersen, guiñando un ojo a las cuatro amiguitas—. Pero, querida Emma, ¿crees que estas chiquillas son bobas? Lo comprenden muy bien. Comprenden que gracias a ellas Hans tiene de nuevo un padre y una madre unidos.

Las cuatro muchachitas tenían un nudo en la garganta. ¡Aquél era un momento solemne! Pero todo el encanto de la ocasión se vino abajo prosaicamente cuando una voz chillona e infantil declaró:

—¡Tengo hambre! ¿No podríamos comer en seguida?

—Bien —concluyó Puck, riendo—. ¡Todo está, pues, en el mejor de los mundos!