- IV -

Pero ¡cómo…!

—¡Cielo Santo!

—¡Increíble!

Las tres muchachitas estaban pasmadas de asombro. Puck estaba allí, teniendo aferrado de la mano a Hans y sonriéndole maliciosamente.

—¡Hola! —gritó ella y cruzó una vez más la vía para ir al otro lado del andén.

Pero, por segunda vez, se sintió atrapada por un hombre. Era el empleado ferroviario que, poco antes, le había prohibido cruzar los raíles.

—¡Acabo de decirte que no hay que pasar por aquí! Ten cuidado de que yo no me enoje y…

Jamás nadie supo qué había querido decir a continuación el buen hombre; él se contentó con murmurar gruñidos ininteligibles.

Puck dijo:

—Le pido disculpas… Sé que es imprudente cruzar así las vías.

—Está bien, está bien —respondió el hombre, un tanto calmado ante la actitud apenada de la chiquilla.

—¡Este hombre es bob…! —comenzó Hans.

—¡Cállate! —ordenó Puck, tirándole del brazo—. Ven… Se reunieron con las tres chiquillas que les aguardaban mudas de estupor.

—¡Nunca en mi vida he visto una frescura semejante a la tuya, Puck! —exclamó Navío—. ¿Quisieras ahora explicárnoslo todo desde el principio?

—¡Bah! Lo único que hemos hecho ha sido descender por el otro lado del tren. El padre de Hans no había supuesto tal eventualidad, así que supongo que seguirá buscándonos dentro.

—¡Es mi papá! —exclamó Hans, encantado—. Pero no quiero ir con él ahora, porque quiero ir a ver a mi mamá.

—Sí, iremos a ver a tu mamá —dijo Puck—. Pero por el momento debemos tratar de averiguar cuándo sale el próximo tren.

Volvieron al vestíbulo de la estación para informarse. Felizmente, el siguiente tren para Jylland salía media hora después. Colocaron su equipaje y se instalaron en un compartimiento. Hans, como es natural, reclamaba comida, pero en esta ocasión las chiquillas le rogaron seriamente que tratara de mostrarse razonable. Navío le había comprado algunas revistas ilustradas, e Inger le dio la mitad de una tableta de chocolate con leche. Así se calmó por algún tiempo, en tanto el tren rodaba hacia Lillebaelt y Jylland.

Entonces Puck pudo dedicarse a contar lo que les había sucedido en el teatro de Odense, y a continuación relató su «palpitante» huida de los últimos momentos. Había tenido la idea repentina de que el padre de Hans no pensaría en la posibilidad de que ella y el niño descendieran del tren en los últimos instantes, por el lado opuesto, y así era como habían conseguido escapar.

—Pero, como de todos modos es él quien va delante en este viaje, caeremos en sus manos en Fedricia. Y entonces, ¿qué?

—¡Sí, tienes razón! —exclamó Karen.

—Esto es formidablemente palpitante —fue el único comentario de Navío.

Sentada en el compartimiento, Inger vigilaba a Hans, quien se sentía satisfecho, mordisqueando el chocolate y mirando los dibujos de las revistas. El temperamento tranquilo y calmoso de Inger influía favorablemente en él. Luego, la chiquilla le estuvo contando cuentos infantiles y el pequeño Hans se hallaba en el mejor de los mundos.

—Bien, ¿qué haremos pues? —murmuró Karen con una mueca—. Sería bastante tonto ser atrapadas justamente al final del viaje.

—¿No podríamos ocultar a Hans en alguna parte? —preguntó Navío.

Las muchachitas hablaban en voz baja por temor a ser oídas por sus compañeros de viaje, quienes no podrían comprender lo que estaba ocurriendo.

—No hay que pensar en disfrazarle porque no tenemos vestidos apropiados y además el padre de Hans nos ha visto a nosotras y nos reconocería en seguida.

—¿Y si descendiéramos una estación antes de Fedricia? —propuso Karen.

—No, es imposible. No se detiene antes. Y aunque así fuera, tampoco tenemos dinero para alquilar un coche. Y, aunque lo tuviéramos, las carreteras deben de estar obstruidas por la nieve.

—¿Qué hacer, pues?

—No tengo la menor idea. Pero debemos reflexionar… Estuvieron calladas y pensativas un buen rato, hasta que súbitamente Karen dijo:

—Tal vez el padre de Hans esté esperándonos en Middelfart, y no en Fedricia…

—Sí, tienes razón. Pero esto complica todavía más las cosas…

—La cuestión principal está en saber cómo evitar ser descubiertas antes de que Hans haya conseguido abrazar a su madre.

—Podríamos solicitar permiso para viajar encerradas en el vagón correo.

—¡Imposible!

—¿Y si nos encerrásemos con llave en los lavabos?

—¡Demasiado rebuscado!

—Entonces, ¿qué?

—Lo más complicado es que Hans no sabe estarse callado. Si pudiéramos estar seguras de que mantendrá la boca cerrada cuando sea preciso, podríamos ocultarnos en cualquier parte del tren.

—No podemos confiar en ello. Como todos los niños mimados, Hans no atiende jamás a razones.

—Bien, admitamos que su padre nos atrapa. ¿Qué puede ocurrir entonces?

—Nada, sólo que no habríamos cumplido la promesa de conducirle hasta casa de su madre, y hay que cumplir siempre lo que se promete —dijo Puck.

Cuando el tren entró en la estación de Middelfart, las muchachitas se mantuvieron alejadas de las puertas. Puck, apartando una cortina, inspeccionaba a las gentes que había en el andén. Y dijo repentinamente:

—¡Allí está!

—¿Dónde?

—En el andén. Espera el tren.

—¿Qué debemos hacer?

—Tengo una idea… ¡Ah, qué tonta soy de no haber pensado en ello! Tomad las maletas y avanzad cuanto podáis. Después esperadme.

Sus amigas se apresuraron a obedecerla, tomando al niño de la mano para llevarlo consigo.

—¡No quiero! —gritó Hans—. Yo quiero ir con mi mamá.

—¡Cállate! —dijo Navío—. Precisamente hacemos todo esto para que puedas ver a tu madre.

El tren se detuvo y los viajeros empezaron a bajar. Como en todas las demás estaciones, el andén estaba abarrotado de gente, lo que era una suerte para las chiquillas. En cuanto Puck hubo comprobado que el padre de Hans había subido al tren, ella empezó a correr a toda velocidad para reunirse con sus amiguitas, que la esperaban al otro lado del andén.

—Todo va bien —dijo—. Vamos…

—¡Pero yo quiero ir con mi mamá! —gimió Hans.

—Haz lo que te decimos —ordenó Puck, enojada.

Y miró al niño de modo tan severo que él bajó la cabeza. Su respeto por Puck permanecía intacto.

Una vez en el andén, Puck dijo:

—Ocultémonos tras aquel muro…

Los cinco chiquillos se pusieron a correr hacia el muro, desde donde estuvieron observando el vaivén incesante de pasajeros, mientras taconeaban el suelo con fuerza para luchar contra el frío. Vieron cómo el tren rugía, se agitaba y empezaba a marcharse. ¡Una vez más perdían su tren! Pero ¿qué otra cosa podían hacer? Era absolutamente preciso conseguir que Hans llegara a casa de su madre…

—¿Qué ocurrirá cuando el señor vea que no estamos en el tren? —preguntó Karen.

—Nos veremos obligadas a hacer lo mismo en la estación de Fedricia —suspiró Navío.

—¡No, no! —exclamó afanosamente Puck—. ¿No comprendes que al haber inspeccionado el tren sin encontrarnos, creerá que nos quedamos en Odense y regresará allá tan rápido como le sea posible?

—¡Sería demasiado hermoso para ser cierto! —dijo Navío.

—Tal vez tengas razón, pero es lo único que nos cabe esperar —dijo Puck, encogiéndose de hombros—. Ahora debemos aguardar el próximo tren que vaya hacia el norte.

Aquella vez tuvieron menos suerte. El tren siguiente no pasaría por Middelfart hasta al cabo de una hora. Entraron, pues, en una cafetería y pidieron té y pastas, para pasar el tiempo y tener derecho a disfrutar de un lugar caliente.

Fatigado y bastante descorazonado, el pequeño grupo montó al fin en otro tren rumbo al norte. El compartimiento estaba frío y sólo había tres plazas libres, pero los cinco se apretaron bien y, mohínos y deprimidos, apenas hablaron durante el trayecto.

La cabeza de Karen oscilaba de cansancio y Puck hallaba grandes dificultades en mantener los ojos abiertos.

Hans tuvo la sensatez de dormirse en el acto.

Cruzaron el puente de Lillebaelt; pero, habiendo caído la noche, no pudieron disfrutar de la panorámica. La atmósfera moral del compartimiento era gris y triste. También los demás viajeros parecían tan fatigados como los chiquillos. ¡Dos hombres gordos, sentados cerca de la portezuela, roncaban tan ruidosamente que hacían vibrar los cristales!

En Fedricia, Puck inspeccionó con cuidado a todos los que subían al tren, pero no vio al padre de Hans. Las muchachitas y su pequeño protegido podían continuar viaje a través del Jylland en una relativa calma. Puck estaba persuadida de que su plan había tenido éxito y de que el señor del abrigo gris había emprendido el regreso hacia Odense.

Hans seguía dormido tranquilamente. ¡Su carita tenía una expresión angelical… y además dejaba tranquilas a sus compañeritas de viaje!

Puck se estaba preguntando si aún les reservaba aquel viaje alguna otra sorpresa. Por todas partes una espesa capa de nieve lo envolvía todo. La tempestad seguía arreciando de firme. Muchas dificultades podían pues presentarse aún, antes de su llegada a destino.

La muchachita sentía pesarle cada vez más la cabeza y deseaba de todo corazón que el viaje concluyese de una vez. Necesitaba meterse en una buena cama, cerrar los ojos y dormir, dormir, dormir… ¿Cómo era posible que algunos niños se resistieran a ir a la cama? Con lo maravilloso que resultaba estirarse entre sábanas y suspirar: «¡Aaaah!». Pero por el momento no había de qué suspirar «ah». Tenía ante sí aún un largo trayecto en perspectiva, sin contar con la pesada responsabilidad que representaba el pequeño Hans, quien…

Se irguió y se volvió para mirar al pequeño.

¡Si! En efecto, Hans ya no llevaba puestos los mitones. ¡Cielos y tierras!

La sangre arreboló las mejillas de Puck. La desaparición de los mitones de Hans no era grave en sí, pero se habían quedado olvidados en el tren que habían abandonado en Middelfart, el padre de Hans podía muy bien verlos y comprender que los fugitivos no se hallaban en Odense. El hábil plan de Puck sería así descubierto… Y, naturalmente, el buen señor descubriría los mitones. ¡Siempre ocurrían así las cosas! Eran unos mitones verdes, tricotados a mano, y con una elegante «H» bordada encima.

¡El padre los reconocería en cuanto pusiera los ojos en ellos y sacaría las deducciones pertinentes!

Entretanto el tren seguía su marcha entre la nieve. De vez en cuando quedaba bloqueado por ella. Entonces todo el mundo se ponía a hablar y a discutir las posibles razones de las numerosas paradas. Pero el tren volvía a ponerse al cabo en marcha y, aun cuando avanzara a paso de tortuga, se iba abriendo camino hacia el norte.

Las muchachitas se turnaban para sentarse y, cada vez que una de ellas estaba en el asiento, se quedaba dormida en el acto.

Muy avanzada la noche, un revisor entró en el compartimento, con una linterna en la mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó uno de los hombres gordos—. ¿Nos hemos quedado definitivamente bloqueados?

«Eso parece», fue la respuesta que obtuvo. El revisor se fue de nuevo, precedido por el haz de luz. Al cabo de un cierto tiempo, los viajeros acabaron por averiguar que se estaban esperando refuerzos para salir del bloqueo de nieve, y que ello requería varias horas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Puck.

El revisor que había regresado, después de haber bajado a inspeccionar la vía, y estaba tan lleno de nieve que parecía un muñeco, respondió:

—A una docena de kilómetros de Hvidrup.

—¿Y eso dónde cae? —preguntó a su vez Navío, levantándose para ir a mirar un pequeño mapa colocado en un cuadro tras un cristal.

—¿Hvidrup, ha dicho? Pues bien… Está aquí… ¡Muy cerca de nuestro destino! Venid a verlo…

Las demás se inclinaron a su vez para contemplar el mapa. En efecto, el lugar donde se hallaban estaba muy próximo a Kongsholm.

—¿No podríamos seguir el viaje a pie por la carretera? —preguntó Karen.

—¡Estás loca!

—¡Pondríamos en peligro nuestras vidas! ¡Con semejante temporal de nieve, no conseguiríamos avanzar ni diez metros!

Estaban aún discutiendo la nueva situación cuando el revisor entró de nuevo para decir que intentarían transportar en trineo hasta el albergue más próximo a los pasajeros que lo desearan. Los campesinos de los contornos habían sido avisados y se confiaba en que todos acudieran con sus trineos.

—«¡Formidablemente palpitante!» —exclamó Navío—. Apresurémonos a reservar nuestras plazas, no sea que luego no haya sitio en los trineos…

—Desde luego…

Pero los trineos tardaban en venir. Esperando, el revisor anotó los nombres de los pasajeros que querían atravesar la nieve para pasar la noche en el albergue.

Aquellas nuevas perspectivas pusieron de buen humor a las cuatro amiguitas y a Hans, quien acababa de despertarse y se estaba comiendo el último trozo de chocolate de Karen. Como es de suponer, se quejaba de mil cosas: dolor en la espalda, hambre, frío…, pero al enterarse de que iría en trineo se sintió transportado de entusiasmo.

Al cabo de una larguísima espera, el nuevo método de transporte empezó a funcionar. Los viajeros fueron llamados uno tras otro según el orden de anotación, y una larga hilera de trineos se alejó en la noche. Se veía las linternas de que iban provistos destellar en la noche. Las muchachitas contaban los trineos a medida que partían.

—Catorce en total. Está bien organizado —observó Puck.

—Sí. Han sido muy amables los granjeros y campesinos al acudir en nuestra ayuda —añadió Navío.

Regresaron a su compartimiento, en espera del segundo viaje de los trineos. En cuanto pusieron el pie dentro, Puck gritó:

—¿Dónde está Hans?

—¿No estaba contigo? —preguntó Inger, que había permanecido en el otro extremo del vagón, mientras partían los trineos.

—No, yo suponía que estaba contigo.

—¡Bien! Pues… Ha desaparecido otra vez.

Corrieron por los pasillos e inspeccionaron todos los compartimentos. Pero el niño no se hallaba en parte alguna. Puck estaba a punto de llorar.

—Busquemos al revisor. Tal vez él lo haya visto.

Cuando por fin dieron con el empleado ferroviario, que estaba organizando el próximo traslado en trineo, Puck le dijo:

—El niño que estaba con nosotras ha desaparecido. ¿No le ha visto usted?

—¿Un rubito que dormía en su asiento?

—Sí, sí…

—Pues se fue en un trineo.

—¿Está usted seguro?

—Sí, absolutamente, puesto que le ayudé a subir. Estaba al lado de su padre.

Puck estaba asombradísima.

—Sí, su padre. ¿Qué hay de extraño en ello?

—Es que su padre no estaba en el tren.

El revisor se quedó impresionado por aquella declaración.

—Entonces, no entiendo nada de eso. El niño estaba junto a un señor que llevaba un abrigo gris y le llamaba «papá».

—¿De qué parte del tren salieron?

—¡Y qué sé yo! Llegaron juntos hasta el trineo, donde el padre había reservado un asiento. Es cierto que no había reservado plaza alguna para el niño y…

—¿El niño no dijo nada?

El revisor reflexionó:

—Ahora que lo preguntas, me acuerdo de que el pequeño repetía que quería ir con su madre, y el padre le ha respondido que iban a su encuentro.

«Pues sí que estamos listas», pensó Puck. Parecía ser que el padre de Hans no había visto los mitones, como ella temiera, pero de todos modos había dado con Hans. Pero ¿cómo había subido al tren?

Puck y sus amigas conversaron un rato acerca del modo en que podrían cumplir la promesa hecha a la tía de Hans.

—Con este tiempo, no podrán alejarse mucho —dijo Inger—. Con seguridad les encontraremos en el albergue.

—Sí, pero ¿cómo consiguió el padre de Hans tomar nuestro tren?

Puck reflexionó profundamente.

Después dijo:

—Tal vez vio, en efecto, los mitones de Hans y comprendió nuestra treta. Abandonó entonces su proyecto de ir a Odense y bajó para tomar el mismo tren que nosotras. Con seguridad nos vio en el compartimiento y esperó tranquilamente su ocasión para poner la mano sobre Hans y llevarlo de regreso a Copenhague.

Meditaron largo rato y al cabo Puck dijo:

—Quizás ahora ya acepte llevar a Hans con su madre.

—Sí, puede que haya cambiado de opinión.

—Ya lo averiguaremos dijo Inger.

Un tiempo después, los trineos regresaron y las chiquillas, aquella vez, formaron parte de la expedición. Abrigadas bajo pieles de cordero, como si se dirigieran al polo norte, disfrutaron de aquel delicioso paseo nocturno por campos cubiertos de nieve. El viento habíase calmado un poco y en el cielo limpio de nubes brillaban las estrellas. Aquéllos eran momentos inolvidables. Momentos en la vida de una jovencita, que parecían sacados de un cuento de hadas…

Cuando las muchachitas, desde el umbral del albergue, parpadeaban rápidamente para habituarse a la luz eléctrica, Puck escuchó una vocecita que interpelaba:

—¿Por qué llegáis tan tarde?

Hans cruzó corriendo la sala y Puck le levantó. El niño puso los bracitos alrededor del cuello de Puck y la abrazó con todas sus fuerzas, suplicando:

—Yo quiero ir con mi mamá… Tú me habías prometido llevarme con mi mamá…

—Sí, sí —dijo ella—. Veremos qué puede hacerse.

Un señor se había levantado de su asiento junto a una mesa y se acercaba. Puck reconoció al hombre del abrigo gris, al padre de Hans.

—¡Escúchame, jovencita! —dijo mirando severamente a Puck—. ¡Tú y yo tenemos que hablar seriamente!

—Bien —respondió Puck, sin inmutarse.

Sus amigas permanecían detrás de ella, gravemente, con aire de desafío. Estaban dispuestas a defender a «su» Puck, por violento que fuera el ataque.

—Venid conmigo —indicó el señor, mostrando con un signo de la cabeza una puerta.

Las muchachitas le siguieron y juntos penetraron en una pieza más pequeña, y tan fría que resultaba desagradable. El hombre cerró la puerta y se volvió hacia Puck.

—Me pregunto cuál es vuestra intención —comenzó.

Puck irguió la cabeza. No estaba dispuesta a dejarse abatir, ya que su conciencia le decía que había cumplido con su deber.

—¿Es usted el padre de Hans, señor? —preguntó.

—Sí, desde luego —respondió él.

—¿Y cómo puedo yo estar segura de ello?

El hombre le dirigió una mirada estupefacta. Después su rostro se iluminó con una gran sonrisa.

—No, claro, es natural —dijo—. Tú no podías saberlo… Y añadió sonriendo:

—Y eso lo cambia todo.

—Yo había prometido cuidar de Hans y he tratado de cumplir mi promesa —dijo Puck, mientras los extremos de sus labios temblaban, ya que se hallaban al límite de sus fuerzas, agotada por las emociones, desdichada, sin fuerzas, rendida de cansancio—. Yo prometí a su tía conducir a Hans a casa de su madre y pueden testificar que sólo hemos hecho lo que la señorita Ingeborg nos rogó que hiciéramos.

El hombre colocó una mano sobre el hombro de Puck.

—Nadie os lo reprocha —dijo—. Confieso que me sentía furioso, por haber huido de mí en Odense. Pero ahora, reflexionando, comprendo que habéis hecho lo que debíais, es decir lo que considerabais vuestro deber. Vosotras no podíais saber que Hans no se había ido de mi casa por su voluntad, sino que había sido raptado, esta mañana en Copenhague…

—¿Raptado?

—Sí…

—Hans no nos ha dicho nada de eso. Sólo hablaba de que quería ir con su madre…

—Sí, ya lo sé —respondió Erik Jespersen—. Ya me ha explicado que su único deseo era pasar las Navidades con su madre.

—En tal caso, permítaselo usted —dijo Puck, suplicante—. ¡Se sentiría tan feliz!

Erik Jespersen sacudió la cabeza. Parecía estar extremadamente perplejo.

—¡Ya he dicho bien claramente que no! —murmuró. Una puerta se abrió y volvió a cerrar a sus espaldas. Nadie se fijó en ello. Puck dio un paso adelante y dijo:

—¡Oh! Creo que puede usted permitirle ir al encuentro de su madre, ya que él lo desea tanto…

—Sí, pero es que vosotras… no podéis comprender la situación…

—Creo que sí —dijo Puck—. Usted y la madre de Hans están peleados y viven separados… ¿No es eso?

—Sí. Nos hemos separado, pero… No, no es fácil de explicar.

Hubo un corto silencio.

Después Karen preguntó:

—¿Dónde está Hans?

Erik Jespersen giró sobre sus talones, asustado.

—¡Hans! —gritó—. ¡Hans!

El niñito había desaparecido por enésima vez. Todos se precipitaron hacia la sala principal del albergue. Los clientes les informaron de que el niñito había pasado por allí un instante antes. Probablemente, estaría en la entrada.

Una vez en la entrada, se hallaron sólo ante una puerta abierta, por la cual se precipitaron hacia la nieve.

Pero del niñito no había huella alguna.

—¡Dios mío! Ha huido en medio de la nieve. ¿Por qué, por qué?

Puck se acordó entonces de haber oído abrirse y cerrarse una puerta.

—Yo sé por qué. Cuando usted ha dicho que no le permitiría ir al encuentro de su madre, se ha escapado. Tal vez esperaba poder llegar hasta allí solo.

—Debemos encontrarle, debemos encontrarle…

Erik Jespersen estaba pálido como un muerto. Puck echó una rápida mirada a su alrededor. Varios pares de esquíes se levantaban contra el muro de la casa. Ella se acercó y midió la altura de algunos de los pares con sus manos extendidas.

—Ven, Inger —dijo, sin ansiedad—. Toma un par de esquíes y yo haré lo mismo. —Navío, consíguenos buenas linternas… ¡Vamos, rápido!