- III -

El viaje de Nyborg a Odense transcurrió casi normalmente, a pesar de que el temporal no dejó de acumular nieve en torno al tren. Las muchachitas sólo pudieron conseguir dos plazas en un compartimento de segunda clase. Dejaron una de ellas a Hans y ocuparon la otra por turnos.

El niñito parecía presa de una extrema fatiga, lo que no era de extrañar después de la serie de emociones que habían caído sobre él durante el viaje.

—¿Por qué no tratas de dormir un poco? —propuso Puck, después de haberlo instalado en un rincón del compartimento.

—No —contestó el niño—. No quiero dormir. Quiero ir con mi mamá ahora mismo.

—Sí, irás. Pero ahora debes resignarte a esperar un poco, porque estamos aún lejos —dijo Puck—. Además ¿por qué tanta prisa en llegar junto a tu madre?

—¡Si no nos damos prisa mi papá me lo impedirá! —exclamó Hans.

Su respuesta asombró a la muchachita. No había querido hacerle demasiadas preguntas, pero se daba cuenta de que aquel curioso viaje con su tía estaba lleno de ciertas dificultades. Cuando, un poco después, se reunió en el pasillo con Inger y Navío, mientras Karen ocupaba su único asiento, al lado del niño, les dijo:

—Creo que he comprendido por qué Hans está tan inquieto y quiere llegar rápidamente a casa de su madre. ¡Teme que su padre trate de impedirlo!

—¡Ah! —exclamó Navío—. Esto es formidablemente palpitante. Tal vez su tía le ha raptado…

—Es posible —comentó Puck.

—No, sería demasiado novelesco —objetó Inger, quien conservaba siempre una gran calma.

—Sin embargo, es curioso que afirme que su padre tratará de impedirle que llegue a casa de su madre. Y, además, pensándolo bien, también su tía parecía deseosa de enviarlo cuanto más lejos mejor. Ha preferido confiárnoslo a nosotras que hacerlo regresar a su lado. De estar en su lugar, yo os aseguro que jamás habría osado correr un riesgo semejante.

—Tienes razón, debe de haber algo raro detrás de esta historia —acabó por admitir Inger.

Había mucha gente en el tren. Incluso el pasillo estaba abarrotado. Puck echó una ojeada al interior del compartimiento. Karen se apresuró a darle a entender, por medio de señas, que finalmente el pequeño Hans se había quedado dormido. Con la cabecita apoyada en el hombro de la muchachita, el niño dormía profundamente, con la boquita entreabierta, lo que conferían una expresión ingenua a su carita redonda.

—A pesar de todo es encantador —dijo Puck—. Produce una curiosa impresión el ser responsable de un diablillo como éste…

Una joven señora que se hallaba a su lado les sonrió amablemente:

—¿Es vuestro hermanito? —preguntó.

—No —dijo Puck—. Pero lo han encomendado a nuestro cuidado…

—¡Ah! Sois unas muchachitas muy juiciosas… ¿Vais lejos?

Puck miró a la joven quien —como ellas mismas— iba vestida con traje de esquiar. Parecía muy joven y muy simpática.

—Hasta el norte de Jutland —respondió Inger.

—Es un largo viaje, en especial con semejante tiempo —dijo la joven, quien a continuación interrogó—: ¿A qué colegio vais?

—Al pensionado de Egeborg.

—¡Vaya! ¡Qué casualidad! —dijo la joven—. Después de vacaciones, probablemente iré a trabajar a ese colegio…

Puck la miró. ¿Qué haría ella en Egeborg? Tal vez sería ayudante de alguien…

—¿Cómo qué? —preguntó abiertamente Navío.

La joven rió.

—Bien, pues, ¿no lo suponéis? Como profesor…

—¿Cómo prof…?

—… esor, ¡sí! ¿Por qué os asombráis tanto?

—Bah… Por nada.

—¿No me creéis capaz de enseñar alguna cosa?

Por vez primera Navío se quedó cortada. Enrojeció hasta las orejas, mientras la joven dama seguía riendo.

—Me llamo Ellen Brink y acabo de finalizar mi primer año de pedagogía en una escuela superior de Copenhague.

Las chiquillas se presentaron a su vez, dando sus verdaderos nombres y sus apodos. La señorita Brink les estrechó afectuosamente la mano. «Es verdaderamente encantadora», pensó Puck.

—Me siento muy contenta —prosiguió la joven ante la idea de trabajar en Egeborg en el próximo otoño. Me han dicho que el director, señor Frank, es un hombre notable.

—¡Es cierto! ¡Es formidable! —dijo Navío.

—¡Y la señora Frank es un ángel! ¡Todas estamos locas con ella!

—¡Todo esto me parece reconfortante! Quizá yo sea vuestra profesora de Historia.

—Nuestro profesor de Historia es «Frederick»…, quiero decir el señor Frederiksen —observó Puck.

—Sí, le conozco, pero tal vez no sepáis que le ha sido concedida una beca para un viaje de estudios, y que seguramente, después de las vacaciones de verano, se irá a América del Sur.

—No, no… No sabíamos nada de eso.

—Seguramente os lo comunicarán pronto. ¡Y ésta ha sido la razón por la cual yo he podido solicitar ese puesto en Egeborg! Y me siento feliz por ello, aun cuando mi puesto de trabajo sea sólo por un curso.

La conversación se había animado tanto, que el viaje hasta Odense no se les hizo pesado. Las muchachitas encontraban extraordinariamente amable a la señorita Brink y se alegraban ante la perspectiva de tenerla como profesora, a pesar de que Navío, como comentó más tarde, la encontraba «demasiado joven».

Cuando el tren llegó a la estación de Odense, con enorme retraso, Hans se despertó y anunció, después de mirar a cuantos le rodeaban, que se estaba muriendo de hambre. Pero las muchachitas estaban llegando ya al término de sus provisiones, por lo cual decidieron ir a la cantina de la estación para tratar de comprar bocadillos.

—¿Cuánto tiempo se detiene el tren aquí? —preguntó Puck a un inspector.

—No se irá antes de media hora. La vía está bloqueada por la nieve y acaba de llegar un quitanieves. Así que tal vez tardemos aún más de media hora. En todo caso, no hay ninguna razón por la cual deban permanecer en los compartimientos. Puede bajar todo el mundo a estirar las piernas, a condición, claro está, de no salir de la estación, ya que desde fuera no oiríais los altavoces anunciando la partida del tren.

—¡Vamos, pues, al bar! —exclamó Puck, tomando a Hans de la mano.

—Volveremos a vernos dentro de un rato —dijo, sonriendo, la señorita Brink—. Yo me quedo aquí, ya que debo escribir unas cartas y seguramente el compartimiento quedará tranquilo.

Pasando por el subterráneo, las chiquillas se dirigieron a la cantina, que estaba llena de consumidores; pero consiguieron hallar una mesita libre, y los cinco comieron con buen apetito. Hans se comportaba dócilmente una vez tenía lleno el estómago. Mientras sorbían limonada y mordisqueaban apetitosos bocadillos, las cuatro amiguitas estuvieron parloteando sin dejar de escuchar los altavoces que, a intervalos regulares, anunciaban la situación.

El quitanieves enviado a Odense debía, según las previsiones, comenzar por desbloquear un tren detenido por la nieve, pero tal tarea llevaba trazas de precisar más tiempo del calculado.

En todo caso, la hora de la salida iba siendo retardada una y otra vez. Al sur de Fynn el tren sin duda, había debido abandonar la lucha. Los montones de nieve eran tan altos que ocultaban casi las casas y los árboles, y los trenes para Fasborg y Svendborg no podían franquearlos. Los granjeros habían montado sus trineos para ir a recoger a los invitados que llegaban para las Navidades.

—¡Ay! ¡Si así están las cosas en Jutland, corremos el riesgo de tardar días y días en llegar a Kongsholm! O tal vez meses y años…

—Bueno, años, tal vez no. ¡Qué exagerada!

El altavoz anunciaba entonces la llegada del tren suplementario de Copenhague. Puck consultó su reloj.

—¡Hace más de hora y media que estamos aquí! ¿No sería mejor que regresáramos a nuestro compartimiento del tren?

Tornando a Hans de la mano, se encaminó hacia allá. El pequeño parecía del mejor de los humores, y Puck comprendió que lo más prudente era instalarlo de nuevo en su sitio en el tren, mientras se mostrara dócil.

No podía imaginar que las dificultades estaban acechándola de muy cerca. Salieron al andén por la gran puerta de cristal y descendieron por el pasaje subterráneo, por donde iban y venían innumerables viajeros. Puck estrechaba con fuerza la mano del niño para no perderlo en medio de la muchedumbre. Sus amigas la seguían de cerca.

De repente Puck oyó una voz gritar:

—¡Hans! ¡Hans!

Y vio a un señor que llegaba corriendo, Llevaba la cabeza descubierta y vestía un abrigo gris.

Puck se detuvo en el acto. El hombre intentaba abrirse paso a través de un grupo de estudiantes que llenaba el pasadizo. En el mismo instante Hans se soltó de la mano de la muchachita, dio media vuelta y corrió hacia el edificio de la estación.

Puck miró hacia donde Hans había desaparecido y, habiendo dado a su vez media vuelta, se puso a correr detrás del niñito, seguida por sus tres amigas que iban pisándole los talones. El señor desconocido también corría en la misma dirección. Pero Hans había conseguido una buena delantera.

Puck no tenía tiempo para preguntarse por qué razón Hans había huido tan bruscamente. Se trataba, ante todo, de alcanzarlo antes de que fuera demasiado tarde y lo perdieran. Ya sabía por experiencia que no se podía confiar demasiado en el sentido común del pequeño, que se dejaba llevar por impulsos imprevisibles.

El niño se eclipsó por un instante a sus ojos y Puck dio varias vueltas a la gran sala de espera, buscando al pequeño fugitivo por todas partes.

A través de las ventanas le vio correr por las calles. Avanzaba a lo largo de la acera y súbitamente cruzó la calzada, precisamente en el momento en que un taxi salía de la estación. El chófer tocó el claxon y frenó tan violentamente que el coche derrapó varios metros y estuvo a punto de chocar con otro coche aparcado frente a la estación.

Mientras tanto, Hans continuaba su carrera en dirección al parque situado frente a la estación. Parecía totalmente ajeno al accidente que había estado a punto de sufrir.

Puck corrió más rápidamente todavía, pero tres coches que llegaban a la estación en aquel instante la forzaron a entrar de nuevo en el edificio. Al mismo instante, vio acercarse al señor del abrigo gris. Habiendo dado una ojeada a su alrededor, pasó como un rayo por entre los coches y penetró en el parque.

—¿Quién crees tú que será este señor? —preguntó Inger—. Tal vez sea el padre de Hans, ¿no?

—Es posible. Pero ¿cómo saberlo?

—¿Y qué hacemos ahora?

Puck se mordió el labio inferior.

—Quizá sea mejor que dejemos que el padre del niño se ocupe de él —propuso Karen.

Puck sacudió la cabeza.

—Nada de eso —respondió—. Hemos prometido a la tía de Hans conducir al niño a Kongsholm, a casa de su madre, y debemos mantener la promesa. Nadie nos ha hablado del padre y puesto que, además, Hans no quiere ir con él —y suponiendo que «ese hombre» sea su padre, cosa que ignoramos—, me parece que no podemos hacer otra cosa que ayudar a ese crío a escapar y ocuparnos de él hasta el final del viaje. ¿Estáis de acuerdo, chicas?

—Tienes razón. Pero ¿dónde está?

Veía aún al hombre del abrigo gris correr a lo ancho y a lo largo del parque.

Hans parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

Muy felizmente, había dejado de nevar, pero el vendaval levantaba nubes de polvo helado, de nieve seca, que cubría casas y calles.

—Venid, debemos averiguar qué ha sido de Hans —dijo Puck.

Los automóviles estacionados ante la puerta habían desaparecido. El camino estaba despejado. Las muchachas entraron en el parque y, aprovechando su experiencia en el «ferry-boat», formaron dos equipos para correr en persecución del fugitivo, poniendo al mismo tiempo especial cuidado en no ser vistas por el hombre del abrigo gris.

Puck y Navío llegaron junto a un edificio rojo que se levantaba en uno de los extremos del parque. Se detuvieron ante una puerta de servicio y echaron una mirada a su alrededor.

—Apuesto a que ni tan sólo está en el parque —dijo Puck—. Le hubiéramos visto…

—Pero entonces, ¿dónde está?

—Tal vez se ha ido hacia el centro de la ciudad. ¡Cuidado! El hombre se está acercando…

El señor del abrigo gris, que se dirigía hacia la ciudad, pasó ante las chiquillas sin verlas. Cuando hubo desaparecido, Puck dijo:

—Veo que Inger y Karen han tomado el partido de seguir a este hombre, lo que no es mala idea, ya que de este modo no podrá atrapar a Hans sin que lo sepamos.

—¿Qué hacemos mientras tanto tú y yo? —preguntó Navío.

—Debemos tratar de encontrar al niño. ¡Apuesto cualquier cosa a que está por los alrededores!

—Sí; pero tú has dicho…

—He dicho que no estaba en el parque, pero supongo que un crío a quien alguien quiere atrapar no trata de huir muy lejos; más bien busca un escondite.

—¿Dónde? —interrogó Navío, echando una mirada por allí.

—Demos la vuelta a este edificio. Tal vez haya alguna escalera donde Hans se haya escondido.

Dicho y hecho. Al contornear el primer edificio, las dos amiguitas vieron un trozo de jersey desaparecer por la escalera que conducía al sótano.

—¡Helo aquí! Ven…

Corrieron hacia la escalera, pero ya no vieron a nadie.

Puck apoyó una mano en la barandilla de hierro y bajó velozmente hacia los sótanos. Una vez allí empujó con fuerza la puerta, que acabó por abrirse. Navío la seguía. Un fuerte olor a carbón les inundó el olfato.

—¿En qué clase de edificio nos encontramos? —preguntó Navío.

—No tengo la menor idea, pero se diría que es un museo o cualquier cosa por el estilo. Vayamos más adentro.

Los sótanos eran sombríos y siniestros, pero las chiquillas continuaron avanzando valerosamente, llamando en voz suave de vez en cuando:

—¡Hans! Hans…

Nadie respondía. El silencio reinaba por doquier. Llegaron a una segunda puerta y la abrieron. Atravesaron a continuación otras piezas y corredores, y fueron a parar a una escalera que conducía a la planta baja.

Aquella dependencia fue inspeccionada cuidadosamente por las dos amiguitas, sin dejar un solo rincón por mirar, y luego subieron al primer piso. Allí se hallaron ante otra puerta y, al abrirla, escucharon voces que parecían proceder de una gran sala.

—No, no, no… ¡No hay que acercarse a la ventana!

—Sí, pero…

—¡Hagan lo que les digo! Después ya se volverán y le mirarán. ¡Así!

Puck y Navío se miraron con aire interrogante. ¿Qué estaba ocurriendo? Las voces parecían estar tan excitadas, casi coléricas… Procedían de una pieza que se hallaba al otro lado de una puerta, al extremo del corredor al que las dos amigas acababan de llegar. Estaba todo oscuro, pero Puck encontró un interruptor y alumbró una bombilla soñolienta. Había puertas por todas partes. La muchachita trató de abrir algunas, pero fue en vano: estaban cerradas con llave.

Pero la puerta del otro extremo del corredor estaba abierta y, franqueando el umbral, las dos chiquillas se encontraron en una gran sala oscura.

—¿Dónde estamos, pues? —preguntó Navío.

Permanecieron un minuto inmóviles para habituar sus ojos a la oscuridad. Entonces entrevieron una débil luz ante sí y se acercaron hacia ella. Ya no se oían voces, pero alguien había cerrado una puerta con energía. Después, otra puerta se abrió y las dos compañeras corrieron a esconderse detrás de unas cajas colocadas junto a la pared. La habitación se inundó de luz y se escucharon algunos pasos.

—¡Es Hans! —murmuró Puck—. ¡Ya le tenemos!

Apenas se atrevían a respirar por temor de despertar la desconfianza del niño. Los pasos se acercaban más cada vez. En el momento en que llegaban ante las cajas, Puck hizo un signo a Navío y ambas salieron a la vez de su escondite.

Escucharon un grito estridente, que pronto se convirtió en llanto.

—¡Dios mío! —exclamó Puck.

—Pero si es…

Las dos muchachitas abrieron los ojos como platos.

Delante de ellas se hallaba una pequeña silueta en pantalón gris y chaquetita colorada, con un gorrito, también colorado sobre una cabecita de rubios bucles.

—¡Un enanito! —dijo Puck.

Se arrodilló delante de la niñita disfrazada de gnomo, la cual mantenía sus puños apretados contra los ojos y gritaba de miedo.

¡Te hemos asustado, enanito! —dijo con dulzura Puck—. Debes perdonamos. En modo alguno queríamos hacerte daño…

La niñita sorbió su llantina y se atrevió a echar una ojeada a Puck.

—¿De dónde venís? —preguntó.

—Estamos buscando a un niño que se ha perdido —respondió Puck—. Y te hemos confundido con él al oír que tus pasitos se acercaban. ¡No sabíamos que hubiera enanitos en Odense! Y, sin embargo, es natural que así sea, puesto que Odense es la ciudad de Andersen…

—¿A qué estáis jugando? —preguntó Navío—. ¿Hay una fiesta?

—¿Una fiesta?

En aquel instante, alguien encendió otras luces en el gran salón y las dos muchachas reconocieron la misma voz excitada de antes:

—¡Vamos, vamos! ¿Dónde están los enanitos? ¡Entrad, rápido…!

Puck y Navío miraron a su alrededor, asombradas.

—¡Es un teatro! —exclamó Navío.

—Claro que es un teatro —dijo el rubio gnomo—. Estamos representando «Navidad en casa del comerciante».

Puck y Navío no pudieron retener su sonrisa. ¿En qué lío se habían metido? Entonces se abrió la puerta y entró un hombre en mangas de camisa.

—¡Brigitte! A su sitio, rápido —gritó, y el enanito corrió a escena.

El hombre miró fijamente a las dos intrusas.

—¿De dónde salís vosotras dos? —preguntó malhumorado.

Las muchachitas se pusieron en pie. Decididamente la situación no era cómoda.

—Nosotras… Verá…

—¡Fuera de aquí ahora mismo! —fulminó el hombre—. ¡Estáis entorpeciendo la representación! Fueraaa…

Y tomando a Puck por un hombro la empujó en dirección a la salida.

—Es que, oiga… —trató de explicar Puck—. Estamos buscando a un niño y…

—¡Nada de excusas! —gritó el hombre—. No tenemos tiempo de ocuparnos de un público que no ha sido invitado… ¿Queréis marcharos de una maldita vez?

* * *

¡Estaba en un buen embrollo!

El viento soplaba con fuerza alrededor del edificio y el frío era intensísimo. Puck se estremecía y pateaba para desentumecerse los pies, frente a la escalinata de la entrada al teatro.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —exclamó—. Sin duda Hans se oculta dentro, y es preciso que le encontremos.

—¿Y el tren?

—¡Repámpanos! ¡El tren! Lo perderemos si no regresamos en seguida a la estación.

—¡Y tenemos el equipaje en el compartimiento!

Se contemplaron gravemente unos instante, sin saber qué decidir. Finalmente Puck dijo:

—Una de nosotras debe regresar al tren, a fin de que no perdamos las maletas en caso de que se vaya… La otra deberá arreglárselas para atrapar a Hans, sea como sea.

—Buena idea. Pero ¿quién se quedará?

—Decídelo tú.

—Yo iré por el equipaje —dijo Navío—. Y luego permaneceré en la estación vigilando. Después de todo, tú eres más responsable que ninguna de la seguridad de Hans, puesto que eres la única que sabes hacerle obedecer. Me voy… Hasta luego.

Navío cruzó corriendo el parque y penetró en la estación, en tanto Puck se quedaba reflexionando.

Penetrar de nuevo en el teatro era demasiado arriesgado. Después de que las habían echado con tanta firmeza, no conseguiría ella entrar por segunda vez. ¡Y si lo conseguía, ni la recibirían precisamente con los brazos abiertos! Por otro lado, Hans estaba allí, indudablemente, puesto que ella le había visto desaparecer por la puerta de los sótanos y, según creía, existía sólo otra puerta, aquélla por la cual la habían echado fuera. Su única ventaja consistía ahora en conocer el lugar.

Puck caminó con prudencia hacia las escaleras del sótano, bajó los peldaños de puntillas y atravesó las primeras piezas subterráneas, tratando de adivinar dónde podía haberse ocultado Hans.

A lo lejos se oía el diálogo de la representación que tenía lugar en el escenario, y el hecho de saber que el director de escena estaba absorto en la obra la tranquilizó un poco.

De pronto vio algo moverse debajo de una enorme mesa cubierta por un tapiz verde que llegaba hasta el suelo. Se hallaba entonces en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros, probablemente el lugar de descanso de los actores.

Puck se acercó a la mesa silenciosamente y levantó el tapete.

En el mismo instante Hans cruzó ante ella corriendo como una flecha en dirección a la puerta.

—¡Hans! —gritó Puck—. ¡Ven aquí!

Pero Hans no la escuchaba. Abrió la puerta y emprendió de nuevo la huida, seguido por Puck, que olvidó toda prudencia, absorta en su deseo de poner la mano sobre el niño.

La persecución prosiguió a través de varias estancias, Hans corría rápidamente, y en repetidas ocasiones Puck estuvo a punto de perderlo de vista. Al fin, después de haber vuelto a subir la escalera del sótano y recorrido varios pasillos, Hans, seguido de cerca por Puck, se precipitó hacia una puerta de hierro, que le costó un poco de abrir, y… ¡se halló en el escenario! Allí permaneció mudo, inmóvil, asustado, sin saber qué hacer ni a dónde ir.

Ante el niño se extendía la gran sala y detrás los decorados de «Navidad en casa del Comerciante», con paredes bamboleantes y ventanas abiertas a una noche estrellada.

Unos cuantos gnomos se hallaban sentados en medio de aquel decorado que representaba un patio.

Una voz gritó:

—¿Qué es esto? ¡Aparten de aquí a ese entrometido!

Puck se había detenido junto a la puerta de hierro y, comprendiendo lo qué sucedía, estaba contemplando a Hans, quien, totalmente desamparado, paseaba la mirada de sus grandes ojitos de niño con aire desolado. Puck no pudo contener una sonrisa. ¡La situación era tan cómica, después de todo!

Desde su sitio, en primera fila de butacas, el director de escena gritaba:

—¡Que se vaya ese niño! ¡Pónganle en la calle! Primero fueron dos chiquillas, y ahora ese pequeño… ¡Maldita sea! Fueraaa…

Un maquinista entró en escena y agarró a Hans por el hombro, pero el niño se contorsionó como un gusanillo para liberarse.

—¡Déjeme, déjeme! —gritó—. No quiero que me toque…

—¡Tienes que salir de aquí, quieras o no! —dijo el hombre, arrastrando al pequeño travieso hacia la puerta de hierro, donde Puck se encontraba dispuesta a ponerle a su vez la mano encima.

—¿Es tu hermanito? —preguntó el hombre—. ¡Ya estáis largándoos los dos rápidamente!

—Sí, sí; ya nos vamos —dijo Puck.

La muchachita tomó a Hans por la mano y lo llevó hacia fuera. Detrás de ellos la puerta se cerró con violencia, mientras se escuchaba aún la voz airada del director:

—Jamás vi nada semejante… ¡Que cierren la puerta con llave! ¿Me oyen?

—¿Puede saberse por qué has huido de nosotras? —preguntó Puck sacudiendo a Hans—. ¡Nos has causado grandes problemas!

Hans, entonces, se echó a llorar. Los sollozos le atenazaban la garganta, impidiéndole hablar, y Puck comprendió que era inútil pretender obtener de él una explicación razonable. Después de pasar una vez más por salas y corredores, salieron al exterior. Allí Puck se detuvo y suspiró con alivio

—¡Buf! Qué embrollo —dijo, sin poder evitar una sonrisa—… Ya sabía que contigo las pasaríamos verdes y maduras, pero nunca supuse que iríamos al teatro… ¡Ni que capturaríamos enanitos!

Aquélla sería, sin duda, una de las mejores aventuras del «Trébol de Cuatro Hojas».

Los sollozos de Hans se fueron calmando. El niñito apretaba con fuerza la mano de Puck y dijo, gimoteando:

—¡Quiero ir con mi mamá! Ahora mismo…

—Sí, precisamente eso es lo que vamos a hacer —respondió Puck—. Con tu mamá te dejaremos, si no vuelves a crearnos problemas…

—¡Yo no quiero volver con papá! —dijo Hans—. Es con mi mamá que quiero ir…

—¿Aquel señor que te llamaba era tu padre?

Hans asintió con la cabecita.

—¿Y por qué no quieres ir con él?

—Porque él no quiere dejarme ir a ver a mi mamá. Tía Ingeborg me había prometido llevarme a pasar las Navidades con mi mamá. Por lo tanto, yo no quiero que mi papá me encuentre ahora. ¡No quiero, no quiero!

Puck miró al niñito y se sintió conmovida. ¡Allí había un pequeño ser, casi un bebé todavía, víctima de la desavenencia de sus padres, a quienes sin duda alguna desearía ver juntos y en armonía! Pero padre y madre se disputaron su tutela, y el resultado era aquella situación que no podía acarrear al niño otra cosa que males.

—¿Quieres ayudarme a llegar a casa de mi mamá? ¿Quieres? —preguntó ansiosamente Hans con los ojitos húmedos alzados hacia Puck.

Ésta se sintió muy perpleja. ¿Estaba en su derecho de asumir la responsabilidad, como estaba haciendo, de ocultar el hijo al padre para llevarlo a la madre? Una sola cosa estaba clara: ella había prometido a la tía del pequeño ocuparse de él y llevarlo a Kongsholm sano y salvo.

—Te ayudaré —prometió con firme acento—. ¡Pasarás las fiestas de Navidad con tu madre!

Sintió la manita del niño apretar con fuerza la suya y, a su vez, los ojos de Puck se humedecieron. Sin embargo se sentía apesadumbrada por la enorme responsabilidad que pesaba sobre sus hombros.

—Debemos regresar a la estación —dijo.

—Sí, pero allí papá me verá y me obligará a volver a Copenhague.

—No, ya verás como no. Yo te ayudaré.

Y empezaron a caminar a través del parque.

Entonces Puck vio a Inger y a Karen dirigirse también a la estación. Las llamó y al verla, las dos muchachas corrieron a su encuentro.

—¡Vaya por Dios! Aquí está ese chiquillo travieso —dijo Karen—. ¡Lo hemos estado buscando por todas partes! Puede decirse que conocemos bien Odense ahora…

—¿Y habéis encontrado a Andersen? —interrogó Puck, riendo.

—No, pero hemos estado a punto de toparnos con el señor de abrigo gris. Al darse él cuenta de que no podía dar con Hans, se puso a seguimos a nosotras.

—¿Os ha seguido?

—Sí. Hemos corrido por calles y callejas, y finalmente nos hemos escondido en una puerta cochera, desde donde hemos visto al hombre pasar jadeando. Sin duda pensaba que, si nos atrapaba a nosotras, conseguiría dar con Hans. ¡No ha sido agradable, puedes creerlo!

—¿Y dónde está ahora?

—No tenemos la menor idea. Suponemos que sigue corriendo por las calles de la ciudad como un loco —dijo Karen—. Y ¿tú dónde has encontrado a ese pequeño granuja?

—¡Es una larga historia! Ya os la contaré en el tren, si no lo hemos perdido…

—¿Dónde está Navío?

—Regresó a la estación para vigilar el equipaje. ¡No sería divertido que el tren se fuese con nuestras maletas!

Habían llegado al umbral de la estación y cruzaban ya el vestíbulo. Un empleado ferroviario pasaba en aquel instante y Puck le pidió noticias del tren.

—Saldrá dentro de un instante —dijo—. Ya han despejado la línea. Será mejor que os deis prisa.

Las muchachitas echaron a correr y bajaron de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que conducía al andén. Puck aferraba fuerte la mano de Hans, sin soltarla un solo instante.

—¿Ya nos vamos? —preguntó el niño corriendo a su lado, tan rápidamente como le permitían sus cortas piernecitas.

—Sí, eso espero —dijo Puck.

Subían la escalerilla del tren, cuando vieron a Navío que les esperaba en el pasillo con los equipajes de todas preparados, pero al mismo tiempo vieron a alguien cuya presencia no les agradó tanto.

El padre de Hans subía también las escaleras de otro compartimiento.

Puck se detuvo.

Las demás la miraron con sorpresa.

—¡Chist! —dijo Puck, colocándose el índice sobre los labios—. ¡Cuidado!

Y comenzó a descender de espaldas, con la esperanza de hallar en el andén un lugar donde esconderse, sin soltar a Hans de la mano. Y todo hubiera salido bien si el niñito hubiese obedecido.

Pero se puso a protestar:

—¡No me hagas bajar! ¡No quiero, no quiero…!

—Cállate, Hans —murmuró Puck—. Haz lo que te digo.

—¡No! —gritó Hans—. ¡Boba, más que…!

No osó repetir su insulto, acordándose sin duda de la bofetada que le había dado Puck, pero su voz era tan fuerte que sin duda se oiría desde lejos. Su padre, que acababa de llegar al último peldaño de la escalera, se detuvo y miró a su alrededor. En el mismo instante, Puck consiguió arrastrar a Hans y volviendo sobre sus pasos, corrió de nuevo por el andén hasta esconderse detrás de una pared. Puso entonces una mano sobre la boca del niño, impidiéndole hablar.

Un maletero cargado de bultos pasó por delante y ocultó a los fugitivos, en el momento mismo en que el padre de Hans, habiendo descendido también de nuevo al andén, pasaba por allí, echando escrutadoras miradas a un lado y a otro.

El pobre señor, convencido de que las muchachitas y Hans habían regresado a la entrada de la estación, se perdió en dirección hacia allá.

Apenas perdido de vista, Puck regresó al lugar donde habían quedado sus amigas.

—¡Buf! Por poco…

—Sí, pero puede regresar de un momento a otro. Escuchadme…

—¿Qué debemos hacer?

—Vosotras id a sentaros en aquel banco, procurando mostraros naturales y sin mirar para nada al tren.

—Y ¿el equipaje?

—Guardadlo con vosotras. Es mejor no tenerlo en el tren por el momento…

—¿Qué harás tú entretanto?

—Trataré de ir al otro lado del andén. Aunque tenga que atravesar la vía para ello.

—¡Está prohibido! —objetó Inger.

—¡Miradle! —murmuró Karen—. Escondeos…

Puck, asiendo en todo instante la manita de su protegido, partió como una flecha.

El padre de Hans había comprobado que los fugitivos no estaban en el vestíbulo e intuyó lo que estaban tramando. Por lo tanto regresó al andén mientras Puck miraba el lugar más conveniente para atravesar los raíles e ir al otro lado del tren. Pero, precisamente en el momento en que ya iba a cruzar, un ferroviario la agarró por el brazo y le gritó en tono furioso:

—¡Alto! ¿A dónde vais?

La sacudió un poco y luego la dejó libre.

—¡Hay peligro de muerte! —le oyó gritar Puck, en el momento en que ella, en un último intento desesperado, subía al tren.

Fue justo a tiempo.

El padre de Hans estaba pisándole los talones. A su vez, el hombre subió al tren. Puck y Hans trataron de abrirse paso en medio de pasajeros y maletas, en dirección hacia dentro. Repetidas veces los fugitivos consiguieron así perderse de vista, cuando pasaron por delante del compartimento donde habían estado instalados antes, la señorita Brink les vio y gritó alegremente:

—¡Hola! Por fin estáis aquí…

Puck murmuró algunas palabras ininteligibles y prosiguió con grandes prisas su camino. Al volverse, vio al padre de Hans agitar un brazo, tratando de abrirse camino entre los viajeros, por el estrecho pasillo.

Las tres amigas, en el andén, se estaban preguntando qué ocurría. Inger acabó por decir:

—¿No os parece que sería mejor que también nosotras subiéramos al tren? No deberíamos estar separadas…

—¡Jamás en la vida! —dijo Karen—. Puck nos ha rogado permanecer aquí y esperarla. Con seguridad tiene un plan.

—Sí, seguramente —dijo Navío, quien añadió—. ¡Ah! Es formidablemente palpitante.

Pasaban los minutos y ningún acontecimiento se producía. Y entonces sonó la señal de partida.

Con gran inquietud, Inger vio cómo el tren empezaba a moverse.

En el andén, muchas personas agitaban las manos y gritaban despedidas, pasando sin cesar por delante de las tres muchachitas, quienes, con el equipaje en la mano, miraban cómo los vagones pasaban ante su vista, alejándose cada vez más rápido.

—¡Allí está el hombre! —gritó de pronto Inger.

Por una ventanilla, vieron al padre de Hans que agitaba los brazos y hablaba solo. Parecía muy enervado.

—Le cuesta avanzar por entre las gentes —dijo Navío,

—Sí, pero eso no le servirá de gran cosa a Puck, ya que ella y Hans están en el mismo tren —suspiró Karen—. Y no es posible huir de un tren en marcha.

Pero, cuando el último vagón hubo abandonado el andén, una amplia sonrisa iluminó el rostro de Navío.

—¡Formidable, bien hecho! —gritó.

—¿El qué? —preguntó Inger.

Navío tendió el índice.

Puck y Hans estaban de pie al otro lado de la vía que el tren acababa de abandonar.