Quietecita en su rincón, Puck se sentía muy intrigada. El evidente sofoco de Ingeborg Moeller ocultaba algo. Pero ¿qué?
Los comentarios que Hans había hecho acerca de su padre, si bien eran pocos, dejaban entrever algo insólito.
El niño parecía haberse tranquilizado un tanto. Se entretenía mirando las ilustraciones de una revista, y un silencio agradable reinaba en el compartimento.
El señor y la señora de edad leían. Ingeborg Moeller abría y cerraba nerviosamente el bolso. Inger, Karen y Navío estaban abstraídas pensando en sus proyectos de Navidad.
—Ha sido una idea excelente la de enviar anticipadamente los esquíes —dijo Navío—. Con el tiempo que está haciendo, es del todo seguro que dispondremos de estupendas pistas… No parece que se ponga de pronto a deshelar.
—¿Qué altura tienen las colinas de Kongsholm? —preguntó Karen.
—Son lo suficientemente altas como para esquiar a buena velocidad, y en ellas no hay árboles ni matorrales. ¡Ya veréis qué maravilloso resulta!
—Tu tío debe de ser un hombre magnífico —dijo Navío—. ¡Ha sido muy amable al invitarnos a todas! Pero ¿en qué estás pensando, Puck? Pareces estar en la luna.
—En nada. Reflexionaba tan sólo…
—Ésta es una ocupación de la que no hay que abusar, Puck —comentó Navío, riendo—. De lo contrario, se corre el riesgo de convertirse en persona seria.
Ingeborg Moeller se mezcló entonces en su conversación.
—¿Os habéis fijado si, al salir de la estación, anunciaban un tren suplementario? —preguntó.
—Sí —dijo Puck—. Un altavoz dijo que habría un tren suplementario una hora más tarde. Añadió que los viajeros que no cupieran en éste no tenían por qué preocuparse, ya que en el otro habría plazas para todo el mundo.
—¿Una hora después de éste, dices? —insistió Ingeborg Moeller.
—Sí, así lo han dicho.
—¡Oh, es terrible! —exclamó entonces la dama.
Puck la miró, muy sorprendida. ¿Qué significaba aquella exclamación de miedo?
—Esto significa que si la nieve nos bloqueara en el camino, el tren siguiente nos alcanzaría —prosiguió Ingeborg Moeller.
—Sí, es cierto —dijo Puck—. Pero no me parece que ello sea motivo de preocupación alguna.
Bruscamente le vino al pensamiento el que tal vez alguien persiguiera a aquella dama, alguien que podría haber tomado el tren siguiente. ¡Bah! ¿Por qué iba nadie a perseguirla? ¡Vaya idea estúpida que había tenido!
—Tal vez podamos organizar una excursión con esquíes, ¿no? —oyó cómo preguntaba Karen.
—Sí. Hay un bello bosque que desciende hasta el fiordo.
—Y ¿qué es lo que fabrica tu tío?
—Maquinaria agrícola. Lástima que no sea fabricante de…
—¡Fabricante de chocolate! —exclamó Navío.
Puck no pudo evitar una sonrisa. Navío era siempre deliciosamente espontánea.
El tren atravesaba el Fjaelland con una lentitud desesperante. Las muchachitas tenían la impresión de ir más despacio cada vez, pero quizá se tratase de una ilusión. Después llegaron a una nueva estación, y el tren se detuvo entre chirridos y crujidos.
Nuevos viajeros subieron al convoy; Hans levantó los ojos de la revista y dijo:
—Quiero un vaso de leche, tía Ingeborg. ¡En seguida!
—No creo que pueda conseguirlo aquí, queridito —dijo su tía.
—¿Quieres que baje yo en un minuto para averiguar si venden leche en la estación? —propuso Puck—. Lo haré con gusto…
Ingeborg Moeller se levantó.
—No, será mejor que vaya yo misma. Espera quietecito, Hans.
—¡Un vaso grande! —preciso el niño.
Ingeborg Moeller avanzó por el estrecho corredor y bajó al andén. Hans miró un instante por la ventanilla y después declaró:
—Quiero ir con mi tía…
—Tú tía te ha dicho que la esperes aquí —dijo Puck con firmeza.
—¡Pero yo quiero ir con ella!
Ninguna fuerza del mundo hubiera podido detener al pequeño, que se deslizó por la puerta y desapareció. Puck quiso detenerle, pero en aquel momento llegaron nuevos viajeros con grandes maletas y bloquearon el corredor. Puck quedó retrasada y llegó a la salida justamente en el momento en que Ingeborg Moeller regresaba con una botella de leche en una mano y una bolsa con panecillos en la otra.
—¿Ha visto usted a Hans? —preguntó Puck—. Bajó para ir a su encuentro…
—¡Dios mío! —gritó Ingeborg—. ¿De qué lado bajó? —Por allí… Puck echó una ojeada al andén abarrotado de gentes.
—¡Mírele! —exclamó, mostrándole con un dedo. Ingeborg Moeller le entregó la botella y la bolsa.
—Téngame esto mientras voy a buscarle.
Saltó de nuevo al andén y se abrió camino en la dirección indicada por Puck. Desde el vagón, ésta dominaba todo el andén. Hans, por entonces, caminaba hacia la locomotora. Pero la muchachita no conseguía indicárselo a su tía, que le daba la espalda y que, desde donde se hallaba, no podía ver al niño.
Puck gritó con todas las fuerzas de sus pulmones, pero su voz se perdió en el griterío del andén. De pronto sonó la señal de partida y el tren empezó a moverse. Puck siguió gritando y agitando la mano, pero Ingeborg Moeller se encontraba tan lejos del tren que no pudo alcanzarlo. Se había dado cuenta demasiado tarde de que el tren se ponía en marcha, Puck vio su expresión enloquecida y trató en vano de hacerle comprender por medio de signos que el niño se hallaba al otro lado del andén.
En aquel momento, sintió como alguien se le acercaba y se volvió. ¡Hans estaba allí!
Durante una fracción de segundo Puck le miró, con la boca abierta. Después se inclinó por la portezuela y gritó a pleno pulmón:
—¡Está aquí!
Señalaba sucesivamente el vagón, la portezuela, a sí misma, y, en el momento en que el tren abandonaba la estación, se dio cuenta de que la señorita Moeller la había comprendido.
De nuevo se hallaban en camino hacia el oeste, la ciudad iba quedando a sus espaldas. Entonces Puck se volvió hacia Hans, que parecía estar encantado.
—¡Eres un niño malo! —dijo, en tono severo—. ¿Por qué te has escapado? Por tu culpa tu tía se ha quedado en la estación.
Hans no parecía comprender lo que Puck le decía. Sonrió ampliamente.
—Esta leche es para mí —observó.
—¡Sí, y te la beberás! —dijo Puck—. Pero deberías estar avergonzado de tu conducta…
El niño la miró perplejo y después exclamó:
—¡Tú eres tonta!
Puck entonces perdió la paciencia. Su mano derecha describió un círculo y fue a detenerse en la mejilla izquierda de Hans.
—¿Podrías al menos portarte bien ahora?
Hans abrió unos ojos como platos. Estaba atónito y su rostro expresaba la más viva sorpresa. Sus labios temblaron un poco, como si fuera a echarse a llorar, pero consiguió dominarse.
Al llegar a la puerta de su compartimiento, miró a todas partes.
—¿Dónde está tía Ingeborg? —preguntó.
—¡Acabo de explicarte que por tu culpa ha perdido el tren! —respondió Puck.
Repentinamente el niño se sintió solo.
—¡Yo quiero volver a casa con mi papá! —dijo, y se echó a llorar.
Puck le hizo sentar y le pasó un brazo por los hombros.
—Nosotros te ayudaremos —dijo—. No tienes por qué preocuparte.
La señora anciana miraba al niño con inquietud.
—Pero ¡qué cosa más terrible! —comentó—. ¿Qué debemos hacer?
—Nada. Supongo que la tía de Hans telefoneará a la próxima estación para decir que Hans se quede esperándola, ya que ella puede tomar el tren siguiente. Hasta entonces, nosotras nos ocuparemos de él.
—Perfecto —dijo la señora, tranquilizada, y reanudó su lectura. Su marido murmuró algo y se ocultó detrás del libro que leía. Puck creyó entender algo así como «un niño terrible e insoportable», y no pudo por menos que darle mentalmente la razón.
Poco a poco las lágrimas del niño fueron secándose y, cuando Navío le hubo dado un trozo de chocolate y él se hubo bebido casi toda la leche, se sintió mejor. Permanecía apretado contra Puck, a quien miraba confiadamente.
—Tú te ocuparás de mí, ¿verdad? —preguntó.
Puck hizo un signo afirmativo.
—A condición de que te comportes como es debido —respondió ella en tono firme.
—Lo haré —aseguró Hans.
Las otras muchachas le miraron con sorpresa. ¡Qué cambio el del aquel niño!
—Oye —exclamó Navío—. ¡Si no parece el mismo niño!
—No —respondió Puck, guiñando casi imperceptiblemente un ojo a su compañera—. Es el mismo. Y somos grandes amigos él y yo. ¿No es cierto, Hans?
—Sí —dijo Hans—. ¿Y cómo os llamáis vosotras?
—Yo me llamo Puck, y ellas se llaman Navío, Inger y Karen.
—Tú me gustas más —declaró Hans—. Las otras son ton…
Se detuvo a tiempo y cerró la boca.
Puck pareció enormemente contenta de aquella contención. Dijo:
—Al llegar a la próxima estación, hallaremos sin duda algún recado de parte de tu tía y haremos lo que ella nos indique.
—¿Esperaréis conmigo hasta que ella llegue? —preguntó Hans.
—Desde luego que no.
—Entonces, me iré con vosotras —dijo el niño en tono decidido—. Quiero ir a casa de mi mamá.
—Hace un instante querías ir a casa de tu papá —observó Navío.
—¡Ocúpate de tus asuntos! —exclamó Hans—. Quiero ir a casa de mi mamá.
—¿Acaso tu padre y tu madre no viven en el mismo sitio? —preguntó Inger.
Hans sacudió la cabeza. Puck indicó a las demás por medio de gestos que dejaran de hacer preguntas. No debían correr el riesgo de deshacer aquel momento de buen humor que parecía pasar el niño.
El tren avanzaba penosamente por entre la nieve y acabó por llegar a Korsoer. Cuando se hubo detenido en el andén de la estación, un altavoz lanzó al aire un mensaje muy excepcional:
—Pedimos a una de las cuatro jovencitas que se dirigen a Kongsholm que se presente inmediatamente en la oficina del jefe de estación. ¡Llaman por teléfono a una de las cuatro jovencitas!
—Es tía Ingeborg —dijo Puck—. Vosotras tres, vigilad a Hans. Yo iré a hablar con su tía para ver qué es lo que debemos hacer.
Se abrió camino en medio de la muchedumbre y entró en el despacho. Un funcionario de negro uniforme la miró con aire interrogante:
—¿Eres tú una de las chicas que…?
—Sí. Mi nombre es Bente Winther.
—Te llaman por teléfono —dijo el funcionario.
El hombre le indicó un auricular depositado encima de la mesa-escritorio.
Puck lo tomó:
—¿Diga…?
Con gran sorpresa, Puck escuchó la voz de un hombre en lugar de la de la tía Ingeborg que esperaba.
—Tengo un mensaje de parte de la señorita Ingeborg Moeller, la tía del niño que se halla en el mismo compartimento del tren que tú…
—Bien —dijo Puck.
—Ella te ruega que conserves a tu lado al niño y que lo lleves a Kongsholm… Es allá donde tú vas, con tus compañeras, ¿no?
—Sí, así es, pero… —respondió Puck.
—Escúchame —interrumpió la voz del hombre—. La señorita Moeller ha perdido el tren, como sabes… Tenía intención de tomar el siguiente para reunirse con su sobrino en Korsoer, pero le ha ocurrido un accidente. Ha resbalado en el andén y se ha roto una pierna. Actualmente está en el hospital y no sabe cómo salir de la situación si tú no la ayudas, ocupándote del niño. Yo le he prometido hablar contigo. Soy el jefe de estación.
—Entendido —dijo Puck, quien experimentaba una curiosa sensación en aquellos momentos.
Aquello era, ciertamente, algo extraordinario que no había podido prever.
—¿Crees que tú y tus amiguitas podéis ocuparos del niño y conducirlo sano y salvo a Kongsholm? —preguntó el jefe de estación de Korsoer.
—Sí, desde luego, pero…
—Es cierto que el niño no tiene billete, pero yo le haré entregar uno inmediatamente. Repíteme tu nombre y dame tu dirección.
—Bente Winther. Del pensionado de Egeborg, cerca de Oesterby.
—Está bien, señorita Bente. ¿Y te encargarás de todo?
—Sí, esté tranquilo. Mis amigas y yo conduciremos a Hans hasta Kongsholm. Y por favor haga llegar hasta la señorita Moeller nuestros mejores deseos para un pronto restablecimiento.
—¡Hasta la vista, señorita Bente, y buen viaje!
Puck colgó el teléfono. El viaje prometía ponerse interesante. ¡Si por lo menos Hans siguiera comportándose como hasta entonces, todo resultaría fácil, pero aquello era esperar demasiado!
Puck se despidió del funcionario y regreso al tren. Los demás viajeros habían bajado ya para dirigirse rápidamente al «ferry-boat». Las muchachitas descendieron con sus equipajes y siguieron a los demás. Navío tomó también a su cargo la maleta de Ingeborg Moeller, y Puck tomó a Hans de la mano.
—Ya verás, amiguito —dijo Puck en el tono más desenvuelto que consiguió articular—. Te llevaremos a casa de tu madre. Tía Ingeborg se ha lastimado una pierna y tiene que guardar cama. Pero ¿no crees que podemos divertirnos viajando juntos?
—Sí —dijo Hans.
El niño no parecía comprender del todo la situación.
—Primero iremos en barco —comentó Puck, mientras avanzaban penosamente por la nieve, con los ojos entrecerrados.
—Quiero subir a la cabina del capitán —decidió Hans.
—No está permitido.
—¡Quiero subir!
—¡Vamos! —dijo Puck, apretando la mano del niño más vigorosamente—. ¡Ya basta de tonterías!
Dócilmente, el niño subió de la mano de Puck la escalerilla que conducía al gran «ferry-boat».
* * *
—¡Ya estamos de nuevo en nuestro auténtico medio ambiente!
Era, naturalmente, Navío quien había pronunciado aquella frase.
Los cinco —las cuatro muchachitas y Hans—, se encontraban en la cubierta del «ferry-boat», cuya quilla parecía estar aprisionada por el hielo.
—Tú no olvidas jamás que tu padre es marino, ¿eh? —preguntó Karen, sonriendo a su amiga.
—¡Jamás! Ni siquiera en sueños me pasaría tal cosa por la cabeza. En el mundo entero no existe nada tan…
—¡«Formidablemente palpitante» como un barco!
—¡En efecto!
Pero ni siquiera Navío podía prever lo muy «formidablemente palpitante» que serían los próximos días. El trayecto de Korsoer a Nyborg se encontraba amenazado por grandes masas de hielo. Las gentes entendidas se rascaban la nuca con aire inquieto y sacudían intranquilamente la cabeza.
¿Conseguirían llegar a la otra orilla?
Un aparato rompehielos giraba en torno del «ferry-boat» a fin de conseguir abrir un camino por el cual el gran navío pudiera salir de puerto, pero no había conseguido avanzar mucho cuando quedaron bloqueados. Se oyó un siniestro crujido y todos los pasajeros quedaron aprisionados en el buque.
—¡Estamos en una linda situación! —suspiró Puck—. ¿Cómo saldremos de aquí?
—Esperemos que el rompehielos vuelva pronto.
—Sí, pero, aunque vuelva, ¿tendrá fuerza para romper el hielo?
—Veremos.
¡Y en efecto vieron! De pie en cubierta, las muchachitas trataban de localizar el rompehielos a través de la espesa niebla que las envolvía. Avanzaba con considerable energía por entre las masas heladas y grisáceas, abriéndose enérgicamente camino hacia el «ferry-boat». Del altavoz surgió una orden y el «ferry-boat» avanzó un poco; pero de nuevo, ruidosamente, topó contra el hielo y quedó inmóvil.
—¡Hemos avanzado una docena de metros, no está mal! —dijo Navío, con un gran suspiro irónico.
Estaba en el mejor de los humores, ya que nada le complacía tanto como hallarse en una embarcación.
—¡Tengo hambre! —anunció Hans con clara y fuerte voz.
—Según parece tú tienes hambre continuamente —comentó Karen—. Comes sin cesar desde que te encontramos en el tren.
—Sí, pero tengo más hambre —repitió el niño—. ¿No podríais darme algo para comer?
—Claro que sí. Tenemos provisiones en nuestras bolsas. Se trata solamente de buscar un lugar donde instalarnos. ¡Ven!
Dieron la vuelta a la mitad del barco para encontrar una mesa libre. Hans parecía triste. Estaba cansado —¡y tenía hambre!— y, naturalmente, debía de haber experimentado una fuerte emoción al hallarse solo en el tren. Pero parecía animado de una gran confianza en Puck; después del incidente de su «arreglo de cuentas», permanecía constantemente a su lado y en general aceptaba sus órdenes.
Las chiquillas abrieron sus provisiones y se repartieron los apetitosos bocadillos que la señora Frank les había preparado para el viaje, Entre todas reunieron dinero para pedir té al bar de a bordo, y todo el mundo comió con buen apetito, en tanto el «ferry-boat» se deslizaba penosamente a través del agua helada en dirección a Fynn. Finalizada la comida, salieron al puente de cubierta para ver cuánto había avanzado el barco.
Ya había dejado de nevar, pero el viento seguía siendo violento. El rompehielos proseguía su tarea de cortar un camino conveniente para el «ferry-boat», más el hielo rodeaba el enorme buque que, a largos intervalos, permanecía totalmente parado. Cuando por fin el rompehielos hubo conseguido proporcionar un poco de agua navegable al buque, la tempestad puso en movimiento las enormes masas de hielo, que se arremolinaron alrededor del «ferry-boat» estrechándole como tenazas. Se requería una pericia excepcional para salir de semejante situación.
Las muchachitas daban fuertes zapatetas al suelo de cubierta, mientras contemplaban el trabajo del rompehielos, pero ninguna de ellas sentía el menor deseo de regresar al bar, cuyo aire estaba viciado por el exceso de concurrencia. A pesar de que iba muy bien equipado y abrigado, Hans se quejaba de frío.
—¿Qué quieres que nosotras hagamos? —acabó por exclamar Navío, impaciente—. No podemos hacer surgir una estufa por arte de encantamiento. ¿Y si corriéramos un poco?
—La cubierta está demasiado resbaladiza. Todo está lleno de nieve. ¡Tengo frío! —lloriqueó el pequeño Hans.
—Ven —dijo Puck resueltamente—. Entremos… Este viaje puede durar horas…
Pero les resultó difícil hallar sitio en el salón de té, ya que todos los viajeros se habían refugiado allí poco a poco. Las jovencitas acabaron por instalarse en los peldaños de una escalera que descendía de cubierta, de la parte donde se hallaban los vagones de tren y los coches.
—¡Estoy incómodo aquí! —gimoteó Hans—. ¿No podríamos sentarnos en sillones?
—No —dijo Puck—. No es posible por el momento. Es mejor que te resignes…
Ella se inclinó hacia Karen, parpadeó nerviosamente y no pudo evitar un par de bostezos. Estaba a punto de sucumbir al cansancio.
Karen, a su vez, ahogó un bostezo.
—¿Y si tratáramos de dormir un poco? —sugirió—. ¿Qué os parece?
—¡De acuerdo!
* * *
Al despertarse, Puck experimentó la sensación de haber estado dormida sólo unos segundos. Sin embargo, había debido de transcurrir bastante tiempo, ya que le dolían todos los músculos de su cuerpo y sentía hormigueo de pies a cabeza. Además tenía frío. Trató de espabilarse y echó una ojeada a su alrededor.
¡Y entonces en un instante recuperó toda su lucidez!
¡Hans había desaparecido!
Inger le dirigió una mirada interrogante, en tanto Navío y Karen seguían durmiendo, con las cabezas apoyadas en sus bolsas.
Pero Hans no se veía por parte alguna.
Puck se levantó con presteza y sacudió a Karen, quien abrió sus límpidos ojos murmurando con voz llena de sueño:
—¡No me sacudas así, Puck!
—¡Despiértate! —dijo Puck casi sin aliento—. ¡Hans se ha escapado!
En una fracción de segundo las tres amigas estuvieron de pie, mirando a Puck.
—¡Debemos encontrarle! —dijo ésta—. ¡Mientras no le haya sucedido nada!
Las cuatro chiquillas treparon por la escalerilla hacia la cubierta superior, y allí se separaron en dos grupos. Puck y Karen recorrieron el puente en un sentido, y Navío e Inger en el opuesto. Pero Hans no estaba en ningún sitio.
—¿Dónde puede haberse ocultado?
—Tal vez abajo, donde están los coches.
Bajaron los escalones de cuatro en cuatro.
La cubierta inferior estaba sombría y llena hasta los topes. A uno y otro lado, había hileras interminables de automóviles y en la parte central se alineaban los vagones del tren. Cada vez que el «ferry-boat» tropezaba con un bloque de hielo, todo el tren se estremecía; pero se hallaba sujeto por fuertes cadenas a cubierta.
Las cuatro amiguitas se dividieron de nuevo por parejas y prosiguieron su búsqueda con más ánimos que suerte. Puck sentía arder sus mejillas al pensar lo que hubiera podido pasarle al niño, del cual sus compañeras y ella —ella sobre todo— habían asumido la responsabilidad.
Repentinamente se reunieron para conferenciar. La inquietud de Puck aumentaba por momentos. ¿Qué había sido del niño?
De pronto, le vio.
Había subido a lo alto de un poste, al lado de los vagones. Inclinado, observaba a las gentes que se hallaban en cubierta y parecía divertirse mucho. Probablemente había visto a las muchachitas que le estaban buscando, pero no había creído conveniente hacerles notar su presencia. ¡Jugar al escondite con sus compañeros de viaje, debía de divertirle mucho!
—¡Hans! —llamó Puck—. ¡Baja inmediatamente!
El niñito rió jocosamente. Puck avanzó por entre los coches en dirección al poste; pero, antes de que hubiera conseguido llegar hasta allí, Hans había abandonado su puesto de observación y se había escondido.
—¡Hans! —llamó de nuevo Puck—. ¡Hans!
No se veía al niño en ninguna parte; y las jovencitas debieron buscarle a la buena de Dios por entre los pasajeros que no paraban atención a su inquietud, salvo cuando los empujaban.
Puck acababa de deslizarse por entre un grupo de muchachas que obstaculizaban el camino por el estrecho pasillo entre los coches, cuando vio a Hans desaparecer por la escalerilla que conducía al puente superior de cubierta. Inmediatamente se precipitó tras él y le persiguió a lo largo de los salones, hasta el momento en que, sin darse cuenta del peligro, trepó a la barandilla.
—¡Hans! —gritó Puck aterrorizada—. ¡No te muevas! ¡Cuidadooo!
La cubierta superior estaba casi desierta y, en todo caso, no había nadie en el lugar donde se hallaba Hans, ya que el temporal arreciaba y la permanencia allí era penosísima. Puck no podía hacer otra cosa, que correr con toda su alma por aquella resbaladiza cubierta, con la esperanza de que el niño no se soltaría de la baranda a la cual estaba asido.
Karen, Inger y Navío seguían a Puck de cerca. De pronto ésta resbaló y estuvo patinando sentada varios metros, antes de conseguir ponerse nuevamente en pie.
Se lastimó un poco, si bien no se rompió nada, y, continuando su carrera, ni siquiera se detuvo en lamentarse. Un solo pensamiento la dominaba. Atrapar a Hans lo antes posible.
Ya se hallaba a sólo unos cuantos pasos de la baranda cuando el niño tuvo la ocurrencia de bajar a la cubierta inferior. Pero en aquel momento el «ferry-boat» arremetió contra el hielo con horrible estruendo y el impacto hizo caer a los pasajeros al suelo.
Hans también perdió el equilibrio. Se deslizó y quedó suspendido de una barra a la cual se aferró desesperadamente.
La cubierta llena de vehículos estaba bajo él, a una espantosa distancia. Gritó como si estuvieran matándole. Puck, corriendo, le agarró con sus brazos para impedir que se cayera. Ignoraba si conseguiría sostenerle, pero ya sus amigas estaban cerca. Reuniendo sus fuerzas, entre las cuatro consiguieron pasar al aterrorizado niño, que gritaba a pleno pulmón, por encima de la baranda.
Puck estaba tan conmovida y enojada que sentía ganas de abofetear al pequeño fugitivo. Sin embargo, en esta ocasión se dominó.
—¡Hans! —exclamó severamente—. Si no hubiéramos conseguido sostenerte, te hubieses matado.
No estaba muy segura de que el niño la escuchara. Seguía gritando corno un perrito al que estuvieran pisando la cola, y el miedo que acababa de pasar estremecía su cuerpecito de pies a cabeza. Las chiquillas le condujeron al salón, donde reinaba una tibia temperatura y donde sus gritos despertaron en los pasajeros una penosa atención.
Hans acabó por calmarse un poco y declaró acto seguido que tenía hambre. Navío se encaminó al bar y regresó poco después con bocadillos y limonada.
—¡Y ahora habrá que tener cuidado, ya que no somos millonarias! —dijo gravemente al darle las vituallas—. No podremos seguir alimentándote si continúas con un apetito tan insaciable.
Pero el brillo malicioso de sus pupilas demostraba que no había que tomar su amenaza demasiado en serio.
Hans comió alegremente, mientras Puck se recuperaba de su carrera y sus emociones. No obstante, adivinaba que no sería aquél el último contratiempo del viaje. ¡Y no se equivocaba! Tal vez de haber sabido todo lo que la esperaba, hubiera abandonado la partida en aquel mismo instante…
Transcurrió la mañana y aún varias horas de la tarde en tanto el «ferry-boat» se iba abriendo camino a través del agua helada de Storehabaelt. Un señor de avanzada edad, que se hallaba sentado al lado de las muchachitas, habló largamente de inviernos precedentes en los cuales se había visto tanto o más hielo que en aquél. En sus tiempos había circulado en trineo por Seeland. ¡Lo presente no era nada en comparación!
Finalmente el litoral de Fynn apareció a su vista. El «ferry-boat» se fue acercando, lento pero seguro, a Nyborg.
El alivio fue general entre los pasajeros cuando el gran barco atracó en medio de trozos flotantes de hielo y mientras el temporal de viento aullaba a más y mejor. Las jovencitas tomaron su equipaje y avanzaron por la pasarela. Se trataba ahora de hallar plazas en el tren.
Hans se asía fuertemente a la mano de Puck. Su loca vivacidad le había abandonado, lo que hacía más fácil la tarea de su protectora.
—¿Llegaremos pronto a casa de mi mamá? —preguntó el niño.
—No —respondió Puck suspirando—. Por desdicha, aún falta mucho… Pero supongo que acabaremos por llegar un día u otro…
—¡Sí, esperémoslo así! —murmuró Karen, sonriendo.
—¡Tengo hambre! —dijo Hans