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Frente a las costas de Tierra del Fuego, el mar hacía honor a su apodo latitudinal de Cincuenta Furiosos. Soplaba un fuerte viento del oeste, levantando olas que rompían en dibujos tormentosos, y a toda esta furia se sumaba la vorágine de unas corrientes que empujaban de un lado a otro algún que otro iceberg llegado de la Antártida. Con el paso de los siglos, la suma de estas fuerzas había sepultado a muchos barcos en las gélidas aguas del cabo de Hornos. Solo faltaba un buen williwaw, esas ráfagas bruscas y violentas que golpeaban el cabo sin previo aviso.

Una barca pesquera avanzaba animosa por el temporal, dando a sus ocupantes la impresión de estar en una montaña rusa. Dentro de la cabina, Summer se aferró a la mesa de cartas, mientras el barco se deslizaba por una ola de cinco metros.

—¿No podrías haber encontrado un barco más grande? —se lamentó.

Dirk sonrió y negó con la cabeza. En la ciudad argentina de Ushuaia la oferta náutica con disponibilidad inmediata no era muy abundante. Él se consideraba afortunado por haber podido alquilar la barca. La travesía desde Ushuaia por el canal de Beagle había sido relativamente plácida. Al llegar a mar abierto, sin embargo, se había producido un cambio radical.

—Lo de allí delante es Isla Nueva —dijo el capitán, un hombre fornido y con el pelo blanco.

Summer vio por la ventana de la cabina una isla verde y montañosa a una milla.

—Es bonita, con una especie de belleza inaccesible. ¿Qué tamaño tiene?

—Unos tres kilómetros de punta a punta —dijo Dirk—. Deberíamos poder rastrear todo el contorno en cuatro o cinco horas.

—Pues sí que acabó lejos de casa…

Summer se refería al Barbarigo. Aquella búsqueda improvisada se basaba en el paquete enviado por Perlmutter a Panamá, en el que habían encontrado un diario de a bordo del marino Leigh Hunt con anotaciones sobre su vuelta al mundo. Intrigado por el descubrimiento de Summer en Madagascar, Perlmutter había localizado a la familia, y uno de los hijos de Hunt había encontrado el diario tras una larga búsqueda en el desván de la casa familiar. El diario refería con detalle la posición del marino al avistar el Espectro del Atlántico Sur.

Summer cogió el diario y volvió a consultar las entradas de Hunt mientras subían y bajaban con las olas.

—Dice que vio el Espectro cuando estaba navegando al norte de las islas Nueva y Lennox, y que iba a la deriva hacia la Nueva, o sea, que lo más probable es que la corriente lo llevase hacia la costa oeste de la isla.

La barca pesquera se estaba aproximando a la costa oriental de Isla Nueva, compuesta por acantilados altos y oscuros en los que las olas, al romper en una orilla tan rocosa, levantaban nubes de espuma.

—Espero que la costa del otro lado no sea tan abrupta —dijo Dirk—. Como chocase con alguna de estas rocas no podremos encontrarlo en este viaje.

Pidió al capitán que se acercara todo lo posible a la orilla, y empezaron a reconocer la isla en el sentido de las agujas del reloj. De momento buscaban señales visibles del submarino, en el supuesto de que se hubiera quedado varado. Si la batida resultaba infructuosa, la seguiría una exploración con sónar de las aguas de la zona con la incorporación de un barco de reconocimiento de la NUMA.

Llegaron al lado norte de la isla, pasando junto a rocas gigantescas que podrían haber aplastado cualquier embarcación que se acercase a ellas. Dos localizaciones marcadas en las fotos por satélite resultaron ser formaciones rocosas que no pasaban de guardar una vaga similitud con un submarino.

A medida que iban hacia el oeste, la costa se aplanaba y dejaba a la vista una mezcla de playas de arena gruesa y accidentadas rocas.

—Estamos llegando a la tercera localización —dijo Dirk comparando una foto por satélite con la pantalla de navegación de la barca pesquera.

Summer miró por los prismáticos, aunque el vaivén de la cubierta le dificultaba mantenerlos enfocados.

—Avísame cuando la tengamos justo delante.

Dirk siguió el recorrido del barco por el mapa.

—Estamos a punto.

Al estudiar la costa, Summer vio una pequeña playa de grava entre dos formaciones rocosas. Justo cuando acababa de avistar una forma lisa, una gran ola la arrojó contra el mamparo.

—Un poco más cerca.

Volvió a buscar el mismo objeto… y vio una franja lisa y redondeada entre las rocas.

—Allí hay algo, aunque no parece muy grande. —Le pasó a su hermano los prismáticos—. Échale un vistazo.

—Sí, es algún tipo de objeto artificial. —Dirk los bajó y miró a su hermana—. Vamos a ver qué hay.

El capitán tuvo que recorrer casi dos kilómetros de costa antes de encontrar una pequeña cala que los resguardara de las olas. Echaron al agua un pequeño bote de goma, y Dirk y Summer cubrieron a remo la pequeña distancia hasta la orilla. Justo cuando arrastraban el bote por la playa, llegó una borrasca que los empapó de lluvia.

—La última vez que estuvimos en una isla —dijo Dirk— habría dado cualquier cosa por una tormenta así.

Subieron por la costa bajo el aguacero, venciendo una brisa virulenta que soplaba de tierra y les acribillaba las caras de lluvia. Pese a la dureza de las condiciones, a Summer no se le pasó por alto la áspera belleza de aquella isla situada en el extremo de Sudamérica. Bajo la lluvia, sin embargo, la costa se hacía monótona, y después de media hora caminando ya no estaban muy seguros de dónde habían avistado la anomalía.

Summer iba por el borde del agua, examinando las rocas de su entorno hasta que encontró el objeto. Era una placa de acero oxidada y curvada, de casi dos metros de longitud, firmemente encajada en las rocas.

—Me voy a lanzar —dijo Dirk—. Podría ser parte de la torre de mando de un submarino.

Summer asintió y miró hacia el mar.

—Probablemente chocó con estas rocas y se hundió delante de la costa. O se fue a la deriva por el mar.

—No —repuso Dirk con sorpresa en la voz—, creo que no hemos buscado en la dirección correcta.

Tocó el brazo de Summer y señaló hacia tierra firme. Summer solo vio una playa estrecha de grava. Al fondo había una colina rocosa, y al pie de ella una hondonada cubierta de matojos. Como la playa estaba desierta, se fijó en la hondonada… y se quedó boquiabierta.

Quince metros más lejos de la orilla se asomaban por las matas los restos de la torre de mando.

Se apresuraron a cruzar la playa e internarse por los matorrales, que escondían todo el casco del submarino. Pese a que la embarcación estaba enterrada en sus tres cuartas partes, Dirk vio que se habían acercado por el lado de popa. Solo vio un eje roto donde había estado la hélice. Caminaron junto al casco hasta llegar a la torre de mando, que sobresalía como un castillo abandonado. Summer sacó de su bolsillo una foto en blanco y negro que comparó con el casco de acero oxidado. La coincidencia era total.

Sonrió a su hermano.

—Es el Barbarigo.

Treparon por los maltrechos vestigios de la torre de mando, desde donde pudieron contemplar la masa imponente de la embarcación completa a través de la maleza.

—¿Cómo pudo acabar aquí arriba? —preguntó Summer.

—Alguna ola gigante, supongo. Dicen que en la zona del cabo de Hornos hay muchas. Tuvo que ser un verdadero monstruo para arrojar el submarino a esta distancia de la orilla.

Summer miró la proa.

—¿Tú crees que el cargamento sigue en su sitio?

Era la pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares, y la razón de que hubieran acudido con tanta rapidez a Tierra del Fuego: Perlmutter había descubierto mucho más que el simple diario de a bordo del marino. Había resuelto el misterio del último viaje del Barbarigo.

Todo empezó con el científico alemán Oswald Steiner, que subió al submarino en Malasia. Según las averiguaciones de Perlmutter, Steiner era un científico de gran prestigio, célebre por sus investigaciones sobre electromagnética avanzada. Inducido por los nazis a colaborar en programas militares, primero tuvo algunos escarceos con su programa atómico, y después se concentró en un proyecto secreto de su propia cosecha: un cañón de riel magnético.

Steiner postuló la teoría de que un proyectil lanzado a velocidades extremas podía recorrer hasta cincuenta millas, lo cual permitía a los alemanes bombardear la costa sudeste de Inglaterra desde Normandía. Para que funcionara el sistema, se necesitaban los imanes más potentes del mundo, que procedían de una fuente muy concreta: las tierras raras.

En 1942 había poca demanda de estos elementos, difíciles de extraer y refinar. Ni en Alemania ni en sus tierras conquistadas había muchos de aquellos minerales. Steiner, sin embargo, encontró una fuente capaz de satisfacer sus necesidades: una pequeña mina de granates en Malasia, controlada por los japoneses, que extraía secundariamente samarskita. Este mineral contenía altas concentraciones de una tierra rara, el samario, elemento clave para producir imanes de alto rendimiento.

Al viajar a Malasia, Steiner se llevó una gran sorpresa, la de descubrir una gran montaña de dicho mineral amasada durante años de actividad minera. Los trabajadores de la zona la llamaban Muerte Roja por su intenso color encarnado, pero fue Steiner quien determinó que poseía cierta radiactividad, causante de enfermedades entre algunos mineros.

Entusiasmado por el descubrimiento, solicitó el transporte a Alemania de la samarskita. La tarea fue asignada a un submarino italiano, el Tazzoli, pero lo hundieron antes de llegar a su destino. Cuando el Barbarigo llegó a Singapur tenía órdenes de recoger un cargamento de caucho y zinc, pero Steiner hizo que las modificasen y lo llenó con toda la samarskita que pudo. Después salió para Alemania con el cargamento y murió con la tripulación italiana después de que se vieran obligados a abandonar el submarino destrozado.

Dirk miró la cubierta de proa del Barbarigo, y más concretamente un punto próximo a la proa donde se veía el acero. Acto seguido bajó de la torre de mando y recorrió la cubierta de proa, sembrada de barro y piedras procedentes de la colina. Summer le siguió hasta una parte hundida, cerca de la proa. Dirk desnudó la herrumbrosa cubierta apartando la capa de tierra con el pie, y finalmente destapó una barra curva soldada horizontalmente. Era el asidero de la tapa de la escotilla de proa. Summer le ayudó a apartar los escombros hasta haber limpiado la tapa, que conservaba su rueda de cierre.

—¿Tú crees que cederá? —preguntó.

Dirk propinó con firmeza algunos puntapiés a la rueda para que se soltase.

—Si me ayudas lo averiguaremos.

Cogieron la rueda entre los dos y le aplicaron todo su peso. Después de varios intentos, el cierre renunció a sus décadas de inmovilidad y giró sin trabas. Tras un guiño esperanzado a su hermana, Dirk levantó la escotilla.

La abertura despidió un olor a moho y humedad. No se veía gran cosa, ya que el interior oscuro estaba lleno de sedimentos que casi llegaban hasta el techo. No habrían sabido decir si se trataba de arena, barro o algún mineral. Dirk metió una mano y palpó a ciegas hasta coger un puñado de la sustancia, que levantó para que la viera Summer.

Era una roca, oscura pero al mismo tiempo brillante y lustrosa. Summer reconoció tintes rojos a la luz gris del aguacero.

—¿Es la Muerte Roja?

Dirk miró la roca y sonrió.

—No, yo creo que será Oro Carmesí.