Al sur de Alexandria, el paseo de Mount Vernon era una estampa de tranquilidad cuya paz no se veía perturbada más que por el escaso tráfico en sordina de una carretera. Por el camino de la orilla solo había algunos corredores y ciclistas que, madrugadores, se apresuraban a cumplir con su ejercicio diario antes de que empezase la jornada laboral.
Dan Fowler hizo el esfuerzo de cubrir corriendo los últimos tramos de sus cinco kilómetros de recorrido, y tras atravesar una línea de meta imaginaria redujo el paso y se acercó caminando a beber de una fuente de agua fresca y potable.
—Buenos días, Dan. ¿Has corrido bien?
Se atragantó y dio media vuelta con agua en la barbilla. Le era imposible disimular el impacto de oír aquella voz tan conocida y encontrarse frente a frente con Ann Bennett, tan formal en su atuendo, como de costumbre.
—Ann… ¿Qué tal? —balbuceó.
—Estupendamente.
—¿Dónde estabas? Nos tenías a todos preocupadísimos.
—Es que he tenido que hacer un pequeño viaje.
—Pues no se lo dijiste a nadie. Hemos dado orden de búsqueda a la policía. ¿Va todo bien?
—Sí. Ha sido por un asunto personal que me surgió sin esperarlo.
Fowler, nervioso, miró a su alrededor y solo vio a unos cuantos corredores y a un hombre que estaba arreglando una rueda pinchada de su bicicleta.
—¿Vienes sola? Temía que estuvieras en peligro.
—Estoy perfectamente. Y solo quería hablar contigo en privado.
—Claro. —Fowler vio un bosquecillo junto al Potomac que les brindaba cierta intimidad—. ¿Por qué no caminamos?
Apartó con suavidad a Ann del camino.
—Mientras estaba fuera he tenido mucho tiempo para pensar en el caso —empezó ella.
—Seguramente no estés al corriente de las últimas novedades —dijo Fowler para sondearla—. Alguien secuestró uno de los motores de propulsión del Flecha de los mares cuando lo transportaban desde Groton.
—Sí, ya lo sabía. ¿Hay sospechosos?
—No. El FBI se ha encontrado en una vía muerta.
—No me sorprende. Una cosa, Dan, ¿tú qué sabes del sistema SAN?
—¿SAN? ¿No es una especie de aparato antidisturbios salido de los fogones del ejército? La verdad es que no sé mucho.
—Tú lo has dicho, de los fogones. —Ann pensó en su primer encuentro con el aparato en Nueva Orleans—. ¿No me habías dicho que estuviste en el laboratorio de investigación del ejército?
—Sí, una pequeña temporada. ¿Por qué me lo preguntas?
—Según su director de personal, eras el responsable de seguridad del programa del Sistema Activo de Negación, y como tal debiste de tener acceso a todos sus planos. Quizá te interese saber que el ejército no es el único que dispone de esa tecnología. De hecho, Edward Bolcke lleva una unidad en uno de sus barcos.
—¿Adónde quieres llegar, Ann?
—Dan, ¿cuánto tiempo llevas a sueldo de Bolcke?
Casi habían llegado a los árboles. Fowler sonrió.
—Pero qué ridiculeces dices. Sabes tan bien como yo que quien tiene más números de ser el chaquetero es Tom Cerny, el de la Casa Blanca. Francamente, Ann, no deberías tirarte al agua sin saber nadar.
Ann ignoró el insulto.
—Muy buena pista falsa, la de Cerny. Me la creí hasta que consulté en detalle sus credenciales de seguridad. Pese a tus indirectas, no ha tenido nunca ninguna relación con las tecnologías militares de las que estamos hablando. Tampoco ha pisado Centroamérica en los últimos veinte años. Está limpio.
Fowler siguió callado según llegaban a los primeros árboles.
—Por otra parte —dijo Ann—, acabo de descubrir que fuiste socio fundador de SecureTek, la empresa contratista del gobierno que más tarde compró Edward Bolcke.
—Te excedes en tus conclusiones.
—¿Ah, sí? Pues hemos encontrado transferencias de la compañía de Bolcke a una cuenta bancaria a tu nombre aquí en Washington.
Esta vez era un farol, pero confiaba en que lo demostrasen futuras investigaciones.
Fowler seguía adentrándose por la arboleda.
—Supongamos que tienes razón —dijo al cabo de una larga pausa—. Y ahora ¿qué?
—Serás juzgado por espionaje y pasarás el resto de tu vida en la cárcel.
Como ya no le veía nadie, se lanzó sobre Ann, le pasó un brazo por el cuello y la hizo chocar contra un gran roble rojo.
—No —repuso—, yo creo que se acaba aquí.
Ann se quedó inmóvil contra el árbol mientras Fowler sacaba un pañuelo del bolsillo y lo enroscaba para hacerlo más fino. Después lo pasó por el cuello de Ann y estiró los cabos para estrangularla.
Ann forcejeaba, pero Fowler era demasiado fuerte. La tenía sujeta con las piernas contra el árbol. A Ann le daba vueltas la cabeza. Ya empezaba a asfixiarse cuando oyó detrás de su atacante una voz ronca.
—¡Suéltala!
Fowler se volvió y vio a dos hombres vestidos de corredores que le apuntaban a la cabeza con pistolas Glock. El siguiente en llegar fue el hombre a quien había visto arreglando una bicicleta. Tenía una subametralladora H&K.
—¡FBI! —exclamó—. Queda usted detenido.
Fowler soltó poco a poco a Ann y dejó caer el pañuelo al suelo. Uno de los agentes del FBI le apartó bruscamente. Otro le esposó las manos en la espalda.
Antes de que se lo llevaran, Ann se acercó a él y le miró a los ojos.
—Te aseguro, Dan, que sé nadar.