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—Capitán, una llamada del remolcador que se ha puesto a babor.

El capitán Franco cruzó el puente del crucero y recogió el auricular de manos del oficial de cubierta.

—Aquí el Sea Splendour. Soy el capitán Franco.

—Buenos días, capitán, aquí Dirk Pitt.

Pitt sacó la cabeza de la cabina del remolcador y saludó al crucero con la mano.

—¡Amigo Pitt! —dijo el capitán, sorprendido—. El mundo es realmente un pañuelo. ¿Qué hace usted aquí? ¿Trabaja en la Autoridad del Canal?

—No exactamente. Necesito su ayuda para una situación muy grave.

—Claro. Le debo mi barco y mi carrera. ¿Qué necesita?

Tras unos minutos de conversación, Franco colgó con mala cara y se acercó al piloto que le habían asignado, el cual hacía un seguimiento de la ruta desde su puesto en el timón.

—Roberto —empezó el capitán con una sonrisa forzada—, te veo con hambre. ¿Por qué no bajas a comer algo rápido en el comedor? Ya te llamaremos al puente cuando nos acerquemos a las esclusas de Pedro Miguel.

La propuesta animó al piloto canoso, que trataba de sobreponerse a una resaca de ron.

—Gracias, capitán. No tendrán ningún problema. En el lago el canal es muy ancho.

Se fue del puente. El primer oficial miró a Franco.

—Esto es insólito, capitán. ¿Qué hace?

Franco se acercó entonces al timón y miró por la ventana con aire ausente.

—Completar la carrera que debería haber terminado en Valparaíso —dijo en voz baja, antes de ordenar que el barco diera media vuelta.

Pitt apartó el remolcador del crucero y se fue a toda velocidad hacia la orilla. Su objetivo era la barcaza oxidada, usada aún en las operaciones de dragado del canal y que, casi llena de lodo, se asentaba profundamente en el agua en espera de ser remolcada y abandonada en el Pacífico.

Se colocó entre la orilla y la barcaza, a cuya borda amarró el remolcador, y corrió por la pasarela de cubierta. Cerca de la proa encontró el cabo de amarre, una gruesa soga que le costó desprender de una gran cornamusa. Tras lanzarla por un lado de la embarcación, regresó al remolcador y se puso manos a la obra.

Arrimado a un flanco de la barcaza, la empujó hacia aguas más profundas, y al comprobar que su deriva la acercaba al canal principal se apartó, se colocó detrás de su popa plana y la empujó hacia las esclusas.

A algunos cientos de metros, el barco chino Santa Rita se acercaba lentamente a ellas en espera de que se abriesen las compuertas. Pitt miró por encima del hombro y vio acercarse por detrás el Sea Splendour, que había usado los propulsores de proa para realizar un giro rápido.

En un primer momento, al ver el Sea Splendour, el crucero al que había salvado en Chile, se le había ocurrido utilizarlo para bloquear la entrada a las esclusas, pero el Santa Rita, ya posicionado ante estas últimas, no dejaba espacio para la intromisión del buque. El plan alternativo era mucho más audaz, por no decir insensato: ya que no podía cerrarle el paso a las esclusas al Santa Rita, le impediría salir de ellas; y eso, desde el lago Miraflores, solo se podía hacer de una manera.

Empujó la barcaza, guiándola hacia las esclusas. Acto seguido viró hacia el sur siguiendo la bifurcación. En vez de ir hacia las esclusas, ahora el remolcador y la barcaza se dirigían a la presa adyacente. Pitt reparó en la gran sombra del crucero, que se cernía sobre él atronadoramente.

—Todo listo en el Sea Splendour para cuando diga —chisporroteó la radio.

—Recibido, Sea Splendour. Los ayudo a entrar.

Apartó el remolcador de la barcaza y dirigió el crucero al mismo sitio. El Sea Splendour, con su alta proa casi pegada a la popa del remolcador, siguió avanzando.

—De maravilla, Splendour —dijo Pitt—. Metedle caña.

El crucero, que empujaba la barcaza, aplicó brevemente toda su potencia; fue una simple ráfaga, pero bastó para lanzarla por el agua a gran velocidad.

Pitt, con su remolcador, trató de no quedarse rezagado, mientras veía acercarse la presa hasta que la tuvo a menos de cien metros.

—Contramarcha —indicó por la radio—. Gracias, Sea Splendour, ya me encargo yo del resto.

—Que tenga suerte, señor Pitt —dijo Franco.

Recurriendo a toda la potencia del remolcador, Pitt dio alcance a la barcaza por la popa, mientras que el crucero invertía su marcha.

La barcaza llena era como un tren de carga descontrolado. Lo único que hacía el remolcador era conservar su impulso. Pitt tocó su popa y se mantuvo en línea con ella, lanzado a toda máquina hacia el centro de la presa de hormigón. La barcaza se acercaba muy deprisa, directa hacia el canal de desagüe.

Pitt se preparó para el impacto, cuya fuerza superó sus previsiones. La proa plana de la barcaza se empotró en el canal de desagüe con un ruido metálico… y se quedó quieta. El remolcador rebotó en la popa, lanzando por encima del timón a Pitt, que volvió tambaleándose y cambió de rumbo, sopesando el fracaso de su tentativa de reventar una presa cuya construcción se remontaba a 1914: solo había conseguido encajar una barcaza en el centenario canal de desagüe.

De pronto llegó un redoble sordo desde las profundidades. La barcaza había fracturado el dique a varios metros por debajo de la superficie, y la presión del agua del lago al penetrar a chorro en la fisura lo empeoró. De pronto se desmoronaron estruendosamente quince metros de pared, como preludio a la caída de la presa entera.

Pitt, impresionado, vio deslizarse la barcaza hasta que desapareció por el borde y provocó un impacto audible al chocar con el agua doce metros más abajo. El escape de agua se notó enseguida en el remolcador, que Pitt tuvo que apartar rápidamente para huir de la succión. El Sea Splendour, mientras tanto, ya se había apartado mucho: el capitán Franco se estaba apresurando a pilotar el crucero hacia la parte más profunda del lago, cerca de Pedro Miguel. Pitt centró su atención en el carguero Santa Rita, que, estacionado aún frente a la esclusa, esperaba el momento de acceder al Pacífico.

Al girar el remolcador, dejando a popa la presa destrozada, vio abrirse lentamente las compuertas de la cámara norte y se dijo que él había hecho todo lo posible; ahora todo dependía del tiempo y de la física.