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El cabo se destensó en las manos de Pitt, marcando el final de su pequeño esquí acuático. Recuperó el aliento mientras veía alejarse a Bolcke por el lago.

No le había arrastrado lejos por el lago Miraflores. A unos metros, en la orilla, había un barco amarrado a un espigón. Nadó hacia él y lo alcanzó. Era un pequeño remolcador auxiliar que usaba la Autoridad del Canal como refuerzo de los remolcadores con los que guiaba las maniobras de los barcos grandes.

Subió a bordo y, tras desatar sigilosamente los amarres, se acercó a la cabina, puso en marcha el motor y se apartó de la orilla sin que el personal de guardia, ocupado en ayudar en las operaciones de la esclusa, se fijase en él. Al internarse por el lago aceleró al máximo para dejar atrás un gran objeto que flotaba en el agua. Era el cadáver de Pablo, aplastado y destrozado por su viaje mortal a través de los conductos de drenaje.

El remolcador no podía competir con la lancha, pero tampoco hacía falta. El lago Miraflores era pequeño, apenas una milla de longitud. Bolcke no podía perderse de vista y, si pretendía huir, tendría que pasar por otra serie de esclusas. Pitt, que le seguía a media milla, no tardó en darse cuenta de que albergaba otras intenciones.

La lancha se aproximó a un gran carguero detenido en el lago y esperó a que desplegasen la escalera. Dos hombres de rasgos asiáticos armados bajaron por ella y acercaron el bote. Bolcke dejó en manos de uno de los hombres el cubo que contenía los planos del Flecha de los mares y bajó del barco.

Pitt, que se acercaba por la popa, vio que el carguero, de casco negro, se llamaba Santa Rita y llevaba el pabellón de Guam. Llegó como un rayo antes de que los tres hombres alcanzasen el final de la escalera.

Cuando Bolcke vio a Pitt en la cabina, le miró como a un fantasma y habló rápidamente con los hombres armados.

El que llevaba el cubo corrió al barco. En cambio, el segundo le apuntó con su arma desde la escalera. Tras examinar con cautela el remolcador, disparó una ráfaga de advertencia al agua y desplazó el cañón hacia la cabina, donde estaba Pitt. Éste no se hizo de rogar y se alejó del flanco del remolcador.

Mientras Bolcke subía al carguero, Zhou se acercó a la borda.

—Bienvenido —dijo con algo de emoción.

Bolcke tenía los ojos muy abiertos y jadeaba por el esfuerzo de subir a bordo.

—Han embestido mi barco y lo han hundido. Mi complejo ha sido atacado y destruido. Hemos perdido el motor, y a Pablo, mi ayudante, pero he podido escaparme con los planos de la supercavitación, que valen más que el motor.

Zhou miró fijamente al austríaco, aliviado de que no recayeran en él las sospechas por la destrucción del complejo. De todos modos, la pérdida del motor del Flecha de los mares era un fracaso, incluso con los planos en la mano.

—Eso cambia nuestro acuerdo.

—Sí, claro, pero ya hablaremos. De momento tenemos que salir lo antes posible de las esclusas de Miraflores.

Zhou asintió con la cabeza.

—Somos los siguientes en la cola. ¿Quién iba en el remolcador?

Bolcke miró la embarcación que se alejaba.

—Nadie, un incordio. Ya no puede detenernos.