El más perjudicado por la caída en la cámara de la esclusa fue Pablo, que chocó de espaldas mientras Pitt le empujaba bajo el agua. La sensación, desde una altura como la del muelle, fue como si se estrellara contra una losa de cemento: un impacto que dejó a Pablo sin respiración, a la vez que sentía una explosión de dolor en la espalda. Su cuerpo quedó rígido, inmovilizado por la conmoción.
En cambio, Pitt mantuvo el control al chocar contra el agua y empezó a impulsarse con las piernas para hundir a su adversario. Experto como era en inmersión, calculó que sería capaz de durar más que él bajo el agua, así que empujó el raíl para llevarle a la mayor profundidad posible.
Estaba tan concentrado en el ataque que no se dio cuenta de la fuerza de atracción del remolino; lo que sí le sorprendió fue sentir enseguida una presión en los oídos, que quiso aliviar moviendo la mandíbula.
La reacción inicial de Pablo, mientras se recuperaba lentamente del impacto, fue apartarse del raíl, pero Pitt no solo se aferraba a él, sino que lo utilizaba para hundirle. Finalmente Pablo recobró la lucidez y comprendió que necesitaba aire, así que movió los pies a un lado para huir de Pitt y del raíl.
Entonces pasó algo raro: en vez de subir, fue atraído a las profundidades por una fuerza invisible. Nervioso, echó los brazos hacia atrás y se aferró al raíl mientras movía las piernas como loco.
Al otro lado del raíl, Pitt dejó de impulsarse con las piernas, pero el dolor de sus oídos le informó de que estaban siendo absorbidos hacia el fondo.
Se habían caído en la cámara justo encima de uno de los sumideros del fondo. Cuando se abrían las válvulas dentro de los pozos, el agua de la cámara pasaba a través de ellas y fluía por un conducto lateral que se comunicaba con otro aún mayor empotrado en la pared. La enorme tubería, de más de cinco metros de diámetro, desaguaba en el lago Miraflores.
Cerca de la superficie casi no se percibía el remolino del agua que salía de la esclusa. Al fondo de la cámara, por el contrario, la vorágine era tan poderosa que no dejaba escapatoria. Como había hecho Pablo, Pitt soltó un momento el raíl e intentó impulsarse hacia la superficie con los pies, pero la succión del agua era más fuerte. Tras rozar a Pablo, se aferró otra vez al raíl y se colocó paralelo al fondo.
La atracción del agua se intensificaba, tirando de ellos con fuerza hacia la boca del pozo, de más de un metro de anchura. Pese a la resistencia de Pablo, sus piernas y su tronco fueron succionados a través del conducto. También lo habría sido el raíl de no ser porque Pitt hizo el esfuerzo de colocarlo de lado en el último segundo y atravesarlo en el pozo circular de hormigón. Gracias a ello los dos hombres se vieron frenados bruscamente. Ni uno ni otro se habían dado cuenta de la fuerza del agua, y ambos estuvieron a punto de soltarse.
El impacto hizo perder el equilibrio a Pitt, que fue aspirado por el pozo con las piernas por delante y se encontró al lado de Pablo, aferrado como él al raíl de acero mientras miles de litros de agua descargaban sobre ellos. Ahora ya no pensaban en pelearse. Ahora cada cual luchaba por su vida.
Solo habían tardado medio minuto en bajar, pero el esfuerzo los había dejado sin aire. Pablo, que había hecho lo posible por guardarlo en los pulmones desde su caída al agua, empezaba a tener dificultades. Se le había acelerado el pulso, y le dolía la cabeza. El miedo a ahogarse le impedía pensar, dejándole a merced del pánico.
A pocos centímetros, Pitt se dio cuenta de que su enemigo tenía los ojos saltones y la cara temblorosa.
Al final venció la desesperación, y Pablo se dejó llevar por sus impulsos: tras soltar el raíl empezó a mover los pies y las manos en un esfuerzo por llegar a nado hasta la superficie.
Lo tenía perdido de antemano.
Lo que hizo fue alejarse de Pitt y desaparecer en las profundidades del pozo.
Si de algo sirvió la rendición de Pablo fue para aumentar la determinación de Pitt, que se centró en no soltar el raíl, sin pensar en su dolor de cabeza ni en sus abrumadoras ganas de inhalar. Sabía que las esclusas podían llenarse o vaciarse con rapidez, y desde su caída con Pablo al interior de la cámara el nivel ya había descendido aproximadamente siete metros. Se dijo que no podía faltar mucho para que acabaran de vaciarla.
Ya tenía los dedos insensibles cuando detectó un ruido sordo bajo él. Al principio sintió que la absorción del agua se recrudecía. Eran las válvulas internas de los pozos de drenaje, que se giraban para cerrarse. Después oyó una especie de estallido y la succión del agua se detuvo.
En un primer momento de incredulidad siguió aferrándose al raíl. Al notar que subía, se soltó y movió las piernas con fuerza, a la vez que exhalaba lentamente su reserva de aire durante el ascenso. La superficie seguía a diez metros, pero los cubrió rápidamente y aspiró jadeando el aire húmedo que le acogió.
Mientras se recuperaba oyó gritos en el muelle, muy por encima de él, y un motor que se ponía en marcha. Se habían abierto las compuertas de la esclusa, y Bolcke arrancaba el bote para salir de la cámara. Dos operarios del canal que estaban echando los amarres vieron a Pitt dentro del agua y llamaron a uno de los vigilantes.
Bolcke, que también había visto a Pitt, aceleró, ignorando los cabos que le echaban. La lancha dio un salto hacia las compuertas abiertas, arrastrando el cabo de popa por el agua.
Pitt reaccionó enseguida: después de unas cuantas brazadas cortas cogió el cabo flotante, que se tensó y le arrastró por el agua mientras el vigilante le gritaba a Bolcke que parase. Bolcke ignoró la petición y empujó la palanca.
La sensación de Pitt fue como si le arrancasen los brazos de las articulaciones, pero no soltó el cabo cuando el bote salió disparado.
Ya fuera de la esclusa, Bolcke miró hacia atrás y soltó una palabrota al ver a Pitt. Acto seguido se apartó de los controles de la embarcación y se acercó al cabo de popa para desatarlo de la cornamusa.
El cabo saltó hacia atrás, liberando al bote y a Bolcke de aquel obstinado que insistía en no despegarse de ellos.