El Adelaide, como el Tasmanian Star en Chile, estaba equipado con su propia cinta para la carga y descarga de mercancías. El sistema del Adelaide iba montado en la banda de estribor, justo encima de donde se encontraba Pitt.
Se subió a los restos de la proa y corrió a un puesto de mando situado al lado de la cinta. La colisión no había afectado a la alimentación auxiliar del barco. Cuando puso a prueba los controles hidráulicos se oyó el zumbido de un generador bajo cubierta. El sistema de transporte consistía en una cinta deslizante que se podía desplazar hacia cada escotilla. Al otro lado del puente había grúas con tolva que sacaban la mena de la bodega y la depositaban en la cinta.
Pitt puso la cinta en marcha y la acercó a la bodega número uno. Después experimentó con los controles y, una vez que hubo aprendido a girarla, la apartó del Salzburg hacia el contenedor de Ann. Un mando vertical independiente le permitió bajar el otro extremo y situarlo por debajo de la borda.
Mientras Dirk, que estaba al lado del contenedor de Ann, le hacía señas de que se acercase más, en algún lugar del interior del Salzburg se oyó un profundo bramido, y el barco empezó a zozobrar con un ir y venir constante de contenedores. La cubierta de babor se hundió lenta pero inexorablemente hacia el canal, a la vez que se elevaba el lado de estribor, provocando una avalancha delirante de contenedores.
Pitt llevó la cinta lo más lejos y lo más abajo que pudo antes de ponerla en marcha. Lo único que veía era una montaña de contenedores que se desparramaba por el mar. Vio que el capitán y algunos marineros saltaban de la popa para no perder la vida.
La rotación del barco hizo caer y chocar entre sí los aparatos, los pertrechos y el cargamento que quedaba. De pronto el Salzburg se desprendió del Adelaide y volcó. Después flotó un par de minutos al revés, hasta que desapareció borboteando en las aguas del canal.
La punta de la cinta transportadora del Adelaide quedó por debajo del nivel del agua. Pitt creyó haber fracasado. La cinta, sin embargo, se puso en movimiento, y un rectángulo beis apareció bajo la superficie. Poco después brotó un contenedor que subió entre frenazos por la cinta. Al asomarse a un lado, Pitt vio que Ann y Dirk estaban aferrados a su base, con los pies colgando encima de las olas.
Una vez despejada de agua, la cinta transportó el contenedor hasta la borda. En ese momento Pitt apagó el motor.
—Buena pesca —dijo Dirk—, aunque no me esperaba el chapuzón.
Se dejó caer en la cubierta al mismo tiempo que Ann se posaba en ella.
—¿Estás bien? —le preguntó Pitt a la joven.
—Creía que se me iba a descoyuntar el brazo, pero sí, estoy bien.
Ann se sacudió el agua del pelo.
—Dame la pistola —le dijo Pitt a su hijo.
Dirk se sacó la SIG Sauer de la cintura y se la dio a su padre, quien, después de agitarla para que se secase, apuntó con el cañón a las esposas de Ann. El disparo partió la cadena que unía las manillas y soltó a Ann del contenedor.
—Lo habría probado antes, pero te hemos encontrado demasiado metida en el agua.
—Entonces no habría sido tan emocionante.
Ann sonrió por primera vez en varios días. Después se levantó y miró el punto del canal en el que había desaparecido el Salzburg.
—El motor del Flecha de los mares estaba a bordo.
—Ahora ya no se lo podrán llevar —señaló Pitt.
—Pero aún tienen los planos —dijo ella—. Los he visto en el bote, con Pablo.
Pitt asintió con la cabeza. Durante el rescate de Ann había visto escaparse a Bolcke y a Pablo.
—Solo pueden ir a un sitio.
En el puente del Adelaide había estudiado un mapa del canal y sabía que faltaba poco para la siguiente esclusa.
Dirk ya había empezado a cruzar la cubierta en dirección a un bote hinchable tapado con una lona. En cuestión de minutos lo pasó por la borda con el cabrestante y lo depositó en el agua, con Pitt y Ann dentro. Aprovechando que ya estaba mojado, se lanzó por la borda del Adelaide y nadó hasta el bote, al que le ayudaron a subir. Pitt puso en marcha el pequeño motor fuera borda. Tardaron muy poco en alejarse a toda máquina.
El canal se curvaba al pasar junto a Gold Hill, un pequeño acantilado que marcaba la divisoria continental, y la zona excavada a más profundidad. Después venía un tramo recto, con las esclusas de Pedro Miguel visibles a dos millas. Bolcke y Pablo, que ya las habían alcanzado, estaban entrando en la cámara norte, cuyas compuertas ya estaban abiertas para recibir al Salzburg.
Pablo se acercó a la isla central, que separaba las dos cámaras de la esclusa, y antes de bajar ayudó a dos operarios a amarrar el bote con un cabo a proa y otro a popa. Después los operarios acompañaron el bote, en el que aún seguía Bolcke, hasta el fondo de la cámara y lo desataron, prescindiendo de las pequeñas locomotoras que se utilizaban para maniobras con embarcaciones grandes.
Pablo caminó con decisión hacia el puesto de control, un edificio blanco de varios pisos situado en el centro de la isla, desde donde se gestionaban los flujos de las cámaras.
Un supervisor muy serio fue a su encuentro con un portapapeles.
—Esto no es un carguero de ciento veinte metros.
—Es que hemos tenido un accidente con el barco y tenemos que pasar lo antes posible. Si no lo anota, el señor Bolcke le pagará el triple de lo que suele cobrar.
—¿Es quien va en el bote?
Pablo asintió con la cabeza.
—Hacía tiempo que no le veía.
El supervisor cogió la radio que llevaba en el cinto y llamó al puesto de control. Un minuto después empezaron a cerrarse las enormes compuertas de la cámara. Pronto el agua empezaría a salir y haría descender el bote para recorrer el siguiente tramo del canal.
—En diez minutos los sacamos —dijo el supervisor.
Pablo echó un vistazo a las compuertas y titubeó al ver un pequeño bote hinchable que se acercaba a gran velocidad con tres personas. Eran dos hombres y una mujer rubia con el pelo corto, Ann Bennett.
—Un momento. —Señaló la lancha—. Aquellos tres son los que han atacado y hundido nuestro barco. Trátelos como sospechosos de terrorismo y reténgalos al menos una hora.
El supervisor miró la embarcación que se acercaba.
—No parecen terroristas.
—Serán diez mil más.
Sonrió de oreja a oreja.
—Bueno, es posible que me haya equivocado —dijo—. Dele recuerdos de mi parte al señor Bolcke.
La única respuesta que obtuvo fue la visión de la espalda de Pablo, que se fue rápidamente hacia el bote.