Fueron dos cosas las que le salvaron la vida a Pitt; la primera, el rebote de la granada, que después de chocar con el mamparo del fondo detonó ante una consola electrónica. La metralla rodeó y perforó la consola, pero sin llegar a atravesarla. Pitt, que estaba de bruces en el otro lado, evitó la lluvia mortífera de fragmentos de acero.
Lo segundo que le salvó fue el traje, que le protegió de la llamarada que acompañó a la explosión y que se extendió por todo el puente. Confundido por el estallido, le costaba respirar, pero no tuvo dificultades en volver a levantarse cuando llegó Dirk y se lo llevó de la masacre.
—¿Estás bien? —le preguntó su hijo.
A Pitt le silbaban tanto los oídos que casi ni le oyó.
—Sí, gracias a Buck Rogers.
Mientras se le pasaban los efectos de la explosión, se tambaleó hacia una ventana.
—Deberíamos de estar a punto de alcanzarlo.
Tuvo que gritar para oírse a sí mismo. Justo después de que salieran las palabras de su boca, se oyó un impacto en la proa. Pitt y Dirk se aferraron al mamparo mientras el barco frenaba bruscamente.
Al darle una patada al timón durante su caída, Pitt había puesto el Adelaide en rumbo de colisión con el Salzburg. Atrapado en un paso tan estrecho, el Salzburg no tenía más remedio que seguir dando media vuelta con la esperanza de pasar junto al Adelaide sin tocarlo. La acción de Pitt cerró las puertas a esa posibilidad.
Bolcke observó con incredulidad cómo el Adelaide, cuyo puente era una ruina chamuscada, se giraba hacia ellos como si lo guiase una mano invisible. La media vuelta del Salzburg aún estaba a medio ejecutar en el momento en que la proa del Adelaide se estampó en su parte central. La embestida del carguero lo clavó unos seis metros en el flanco del Salzburg, entre chirridos de acero. Si el Salzburg hubiera estado cargado en toda su capacidad, la presión en su estructura lo habría partido en dos. No fue así, pero la colisión dejó placas torcidas a lo largo y ancho del casco y abrió una vía de agua en su interior.
En cubierta, los contenedores apilados se dispersaron como piezas de Tetris en construcción. Varios se cayeron dando tumbos al canal tras destrozar la borda de estribor. Del lado de babor dos de los vacíos se desplomaron sobre el SAN y aplastaron la parabólica, junto con sus dos operarios. Pablo vio que otro contenedor se caía de lado y atrapaba la pierna del hombre que había lanzado granadas junto a él. A pesar de sus gritos de auxilio, Pablo no podía ayudarle, así que se alejó en silencio.
Ambos barcos estaban mortalmente heridos, pero saltaba a la vista que la peor parte se la había llevado el Salzburg, que se escoró con rapidez a babor, con la avalancha consiguiente de contenedores. El barco fue hundiéndose a medida que las aguas del canal bañaban su cubierta principal. Se hundía muy deprisa.
Pablo corrió al puente, donde Bolcke contemplaba los destrozos como un zombi, y dejándole atrás se acercó a un armario cerrado con llave que abrió de una patada. Dentro estaba el cubo de plástico con los planos de Heiland para el Flecha de los mares.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó—. Tenemos que bajar del barco.
—Se ha ido a hablar con el primer mecánico.
—No hay tiempo que perder. Tenemos que subir a la lancha de traslado. Acompáñeme.
Cogió el cubo y se marchó del puente, seguido de cerca por Bolcke. Al llegar a la cubierta principal fueron rápidamente a la borda elevada de estribor, de la que colgaba la lancha de Bolcke. Pablo lanzó el cubo a bordo.
—Suba —le espetó a Bolcke—. Yo ya saltaré después de bajarla al agua.
Bolcke obedeció. Pablo cogió los mandos de la polea. Cuando el bote ya estaba bajando Bolcke le interrumpió.
—Cuidado, en el otro barco.
En la base de la superestructura del Adelaide habían aparecido dos figuras con trajes protectores, uno de ellos manchado de hollín. Pablo vio que el otro tenía una pistola.
—Ya sé cómo entretenerles.
Tras dejar caer el bote bruscamente al agua, desató el cabo de proa a la vez que Bolcke soltaba el cable de la polea. Después Pablo subió corriendo al nivel de los camarotes y abrió con llave el de Ann.
Por una vez, Ann se alegró de verle. Pese a no estar segura de lo sucedido, se daba cuenta de que el barco se estaba hundiendo y tenía miedo de que la dejaran ahogarse en el camarote.
—¡Vamos!
Pablo la cogió por las esposas, entre las muñecas, y la hizo bajar por el pasillo. Al llegar a la cubierta principal, Ann se asustó al ver empotrada la gran masa del Adelaide en un lado del Salzburg. La unión de los dos barcos no había retrasado la inclinación del Salzburg, cuyo ángulo empezaba a cerrarse.
Con el agua en los tobillos, Pablo llevó a Ann por la cubierta inclinada hasta la borda de babor y se detuvo ante un contenedor que, al deslizarse a un lado, había roto parte de la baranda. Destacaba entre los demás contenedores, y Pablo se aseguró de que destacase aún más. Buscó una llave en su bolsillo y abrió una de las esposas.
Ann se relajó, fingiendo sumisión, mientras Pablo la arrastraba hacia el contenedor. Después de dar un paso, sin embargo, levantó con fuerza la rodilla y estuvo a punto de clavársela en la entrepierna.
La inmediata respuesta de Pablo consistió en un revés en la cabeza que estampó a Ann contra el contenedor. Después la cogió por la muñeca esposada, la levantó hacia la cubierta y cerró la otra esposa en una anilla de la base del contenedor.
—Siento que no haya salido bien —dijo—. No te olvides de saludar a tus amigos con la mano.
Se volvió y se fue por la cubierta. De repente se oyó un impacto metálico en el contenedor que tenía detrás, y Pablo se agachó. Después aceleró, y al mirar hacia atrás vio a un hombre que le disparaba con una pistola desde la borda del Adelaide. Se refugió en una hilera de contenedores, perseguido por nuevos disparos.
Dirk bajó con asco la SIG Sauer, mientras su padre se reunía con él en la borda. Ya se habían quitado los pesados trajes protectores, de los que habían salido empapados de sudor.
—Hay una mujer atada a aquel contenedor —dijo Dirk—. He disparado al que la ha atado, pero he fallado.
Pitt vio tendida en la base de un contenedor a una mujer rubia y con el pelo corto.
—Es Ann.
El alivio que pudiera sentir por encontrarla se disipó al observar el precario estado del Salzburg. Se estaba hundiendo rápidamente. La brecha abierta por el Adelaide estaba haciendo que se fuera a pique por la manga. Pitt vio que volcaría antes de hundirse.
—A ver si podemos alcanzarla.
Echó a correr hacia la proa del Adelaide. Toda aquella parte estaba arrasada, aunque seguía en las fauces recortadas del Salzburg. Los bajos del carguero medio hundido desgarraban chirriando la proa del Adelaide.
Pitt se abrió camino entre los trozos de acero hasta que pudo dejarse caer en la cubierta del Salzburg. Entonces corrió por el barco en dirección a popa y fue esquivando los contenedores dispersos hacia donde estaba Ann.
Ella puso cara de incredulidad al verle acercarse por el agua.
—¿Qué haces tú aquí?
Pitt sonrió, burlón.
—Me han dicho que intentabas irte de crucero sin mí.
Ann estaba demasiado asustada para sonreír.
—¿Puedes soltarme?
Pitt se acercó, caminando por el agua. Ann estaba sentada en la cubierta, con la mano baja e inmovilizada. Ya se le formaban remolinos por encima del codo. De pronto el contenedor crujió y se deslizó unos centímetros por la borda, arrastrándola.
—¿Son esposas? —preguntó Pitt.
Ann asintió.
En ese momento llegó Dirk, que ayudó a su padre a buscar algo para soltarla. Seguro que había herramientas en algún lugar del barco, pero no tenían tiempo de localizarlas. El Salzburg ya estaba medio hundido. El contenedor también.
—Volcará en cualquier momento —susurró Dirk—. No se me ocurre ninguna manera de soltarla del barco.
Pitt asintió y echó un vistazo al Adelaide.
—Tienes razón —dijo con los ojos brillantes—. Me parece que tendremos que salvarlos a los dos.