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Los hombres de la Autoridad del Canal sacaron del agua a Álvarez y a los supervivientes de su equipo que estaban dispersos por la ensenada o agazapados entre los pilares del muelle. El jefe de operaciones parecía una rata ahogada, pero se sobrepuso a la pérdida de la mitad de sus hombres para encabezar las fuerzas combinadas.

Señaló un camino ancho y sinuoso que se internaba por la selva desde el fondo del muelle.

—¿Los prisioneros están por ahí?

—Sí —dijo Pitt—. Este camino va a un molino. Duermen justo detrás.

Álvarez dividió a los suyos en dos grupos y se fue por el camino con el principal, seguido por Pitt y Dirk. Avanzaban con cautela, temiendo una emboscada. Sin embargo, no quedaba ningún rastro de los guardias. El camino se ensanchaba poco antes de llegar al molino, un edificio abierto de techo alto. Álvarez envió a tres hombres a reconocer la entrada lateral. Ninguno de los tres llegó.

Por todas las puertas y ventanas dispararon tiradores. Lo que quedaba de las fuerzas de seguridad de Bolcke —doce hombres— se había congregado en el molino para organizar la última defensa y contraataque. Su súbito ataque causó la muerte de casi la mitad de los hombres de Álvarez.

El propio Álvarez recibió un balazo en la pierna. Pitt le arrastró a cubierto. El jefe de operaciones se apresuró a llamar a su fuerza de reserva, que los había seguido por el flanco, y bajo una lluvia de fuego de respuesta puso a resguardo a los heridos en la selva. La batalla, sin embargo, quedó en tablas. Álvarez llamó por radio al Coletta para pedir ayuda, pero la única respuesta fue un chorro de estática.

—No contestan —le dijo a Pitt—. Sin refuerzos tendremos que volver.

—No sin los prisioneros. —Pitt le quitó el fusil de asalto a un herido que se había quedado inconsciente—. Manténgales ocupados. Nosotros intentaremos llegar a donde duermen los prisioneros.

Le hizo señas a Dirk. Ambos se fueron por la selva, circundando el molino por la izquierda a gran distancia. Después del rodeo parcial volvieron en línea recta al edificio alto, y al asomarse a un cedro retorcido vieron justo detrás del molino el dormitorio de los prisioneros.

Estaba en el centro de un gran claro, a la vista de los tiradores del molino. Pitt vio que varios prisioneros miraban a través de la única entrada, tratando de observar lo que ocurría.

Se fijó en una carretilla para mena aparcada en la hierba, a media distancia entre ellos y la puerta.

—Voy a correr hasta aquella carretilla. Si consigo llegar sin que me vean debería poder seguir hasta la puerta.

Dirk evaluó la distancia entre ellos y el molino.

—Queda muy lejos para cubrirte desde aquí. Te acompaño.

Echó a correr hacia la carretilla sin que Pitt tuviera tiempo de protestar. Pitt fue tras él, aunque sus piernas debilitadas no pudieron seguir durante mucho tiempo el ritmo de su hijo.

Un tirador de la primera planta del molino los vio. Junto a la carretilla empezaron a llover balas, y Dirk se escondió tras ella. Pitt, que iba unos pasos por detrás, tuvo que poner cuerpo a tierra y rodó hasta chocar con su hijo.

Dirk sacó la SIG Sauer y disparó dos veces, pero solo sirvió para llamar la atención de otros tiradores del molino. La carretilla hizo un ruido metálico al absorber fuego cruzado de varias procedencias.

—No hemos sido todo lo sigilosos que esperaba —dijo Pitt.

—Deben de tener tiradores por todo el edificio. —Dirk miró por el borde de la carretilla, disparó dos veces más y se volvió a esconder—. En la primera planta hay uno con un RPG.

Pitt asomó su fusil de asalto por un lado de la carretilla y disparó una corta ráfaga hacia una ventana abierta. Las balas destrozaron el marco y el cristal. Al meter otra vez el fusil vio que un vigilante salía de la oscuridad con un aparato verde y bulboso sobre el hombro. Supo que un disparo certero del RPG los volatilizaría a los dos.

Sacó el fusil por encima de la carretilla. Mientras se disponía a volver a disparar se oyó una explosión que retumbó como un trueno. El tiroteo cesó, mientras todos los ojos veían brotar una nube negra detrás de las viviendas de los prisioneros.

Pitt miró su reloj y sonrió. Al final Zhou se había salido con la suya.

—Te has retrasado diez minutos —murmuró.

Un segundo después todo el molino era una bola de fuego. Se oyó media docena más de explosiones que arrasaron los pabellones de separación y extracción distribuidos a lo largo y ancho del complejo. Toda la selva escupía humo y llamas, mientras que las instalaciones secretas de Bolcke eran metódicamente destruidas. Zhou solo había salvado el dormitorio de los prisioneros, la casa del propio Bolcke y un pabellón de personal donde se había refugiado una docena de investigadores durante el combate.

Alrededor de Pitt y de su hijo, agazapados tras la carretilla, caían pedazos del tejado del molino. La explosión desprendió el molino de bolas, cuyo descomunal cilindro salió rodando por un muro lateral y se metió en la selva. La mayoría de los vigilantes que estaban dentro murió al instante, aunque hubo algunos que salieron despedidos a través de las ventanas y aterrizaron ilesos en la hierba. Los hombres de la Autoridad del Canal dieron cuenta de ellos enseguida.

Pitt y su hijo se desplazaron rápidamente hasta el dormitorio de los prisioneros. Pitt reventó la cerradura mediante un disparo del fusil y dio una patada a la puerta. Los cautivos que se agolpaban en el interior se acercaron todos a la vez.

—¡Hombre, qué alegría verle! —dijo Plugrad, tras abrirse paso y darle a Pitt una palmada en el hombro.

Maguire y los demás se echaron sobre él para darle la mano. Pitt recorrió la multitud contando nerviosamente a cada uno de sus integrantes en busca de su amigo. Al llegar al último hombre en pie vio que en el recuento faltaba una cabeza: la de Giordino.

Inquieto, cruzó el comedor y la zona de estar, ambos vacíos. Al volver hacia la puerta le llamó la atención una hamaca colgada entre dos parrillas de la cocina abierta. Se acercó a su amigo, mirándole con aprensión. De pronto la garganta de Giordino emitió un ronquido familiar.

Pitt sonrió de oreja a oreja.

—Arriba, grandullón.

Giordino abrió un ojo soñoliento.

—Sí que has vuelto deprisa…

—Sabía que me echarías de menos.

Giordino bostezó y se incorporó.

—Menudos fuegos artificiales… ¿Habéis cogido a Bolcke?

—No, se escabulló al empezar la diversión. —Pitt le tendió una tosca muleta labrada a partir de un palo de urunday—. ¿Cómo te encuentras?

—Como si fuera a presentarme al campeonato nacional de rayuela.

Giordino se apoyó en un pie y se puso la muleta bajo el brazo. La pierna herida estaba tan vendada que parecía el tronco de un árbol. Pitt le ayudó a cojear hasta la puerta, donde se agolpaban los cautivos, temerosos de salir.

Un soldado dejó atrás los restos quemados del molino y se acercó corriendo a Pitt.

—Me manda Álvarez. ¿Éstos son todos los prisioneros?

—Sí, no falta nadie.

—¿De dónde venían las explosiones?

—Las tenían preparadas de antemano, y la verdad es que nos han salvado el pellejo.

—Ni que lo diga —contestó el soldado—. Dice Álvarez que lleve a todo el mundo al muelle. —Se volvió y se fue por donde había venido—. Hay muchos heridos que atender.

Justo cuando Pitt empezaba a sacar a los cautivos del recinto, Giordino le cogió por el brazo, señalando el cielo.

—¿Se va alguien sin nosotros?

Al mirar hacia arriba Pitt vio una cinta de humo negro surgida de la zona del muelle: los gases cargados de hollín de un gran motor diésel.

—Es el Adelaide —dijo, resoluto.

Aún no había acabado la batalla.