Los guardias de Bolcke apuntaron a Pitt con sus rifles, listos para disparar, pero él se les adelantó quitando la espoleta de una de las granadas de humo y arrojándola a los escalones. La granada se deslizó por la piedra labrada hasta detenerse a los pies de Bolcke.
Los guardias soltaron las armas, cogieron a Bolcke y le hicieron cruzar la balaustrada del fondo. Uno de los dos saltó tras él. El otro, en cambio, titubeó: había oído silbar la granada y había visto el primer hilo de humo. Al darse cuenta de que no era un explosivo le dio una patada y la apartó de los escalones. El césped quedó cubierto de humo gris. El vigilante se volvió hacia Pitt, desprotegido en un rincón, a pocos metros.
Recogió el fusil y apuntó, pero no tuvo tiempo de poner el dedo en el gatillo: en ese momento aparecieron dos puntos rojos en su pecho y se desplomó hacia atrás. Después de tambalearse unos momentos chocó con la escalera y rodó por el suelo.
Pitt vio a su hijo arrodillado en el césped con la SIG Sauer en las manos. Dirk se levantó y corrió hacia la casa, perseguido por las balas que pisaban sus talones.
—Gracias por el refuerzo —dijo Pitt.
Dirk sonrió.
—El humo no es rival para el plomo.
Pitt señaló los escalones del porche.
—Bolcke.
Lo cruzaron sigilosamente con Dirk en cabeza, pero Bolcke y el otro guardia ya habían desaparecido por un camino de la selva, así que Pitt volvió sobre sus pasos y llevó a su hijo por la escalera lateral. A pocos metros del final lanzó el resto de las granadas al tejado, que desapareció bajo una densa nube de humo. Ya no se oían disparos en el suelo. El comando del bote 3 estaba saliendo de la selva y subía a gran velocidad por la escalera. Pocos segundos después llegaron de la playa lo que quedaba del comando del bote 2 para unirse al asalto. La suma de fuerzas no tardó en someter a los guardias, lo que dejó el tejado despejado mientras se disipaba el humo.
La casa estaba en silencio. Donde aún se oían disparos espaciados era en la zona del muelle.
—¿Alguien sabe algo de Álvarez? —preguntó Pitt al comando reunido en el tejado.
—A mí no me contesta —respondió el comandante del bote 2—. Será mejor que vayamos al muelle.
—Os enseñaré el camino —dijo Pitt.
Los hombres bajaron rápidamente por la escalera. Un pequeño destacamento fue a controlar el interior de la casa, mientras que el resto siguió a Pitt por el mismo camino por donde se había ido Bolcke. Cuando llegaron al muelle encontraron a media docena de guardias de seguridad que disparaban hacia el agua desde varios puntos, y a los que en la popa del Adelaide se habían unido dos tripulantes armados que disparaban desde arriba.
Los hombres de la Autoridad del Canal abrieron fuego y abatieron rápidamente a varios guardias que no estaban a cubierto. El resto de los vigilantes del muelle escapó en retirada hacia la selva; en cambio, los del barco se quedaron en sus posiciones y contraatacaron, lo que dio lugar a un prolongado tiroteo que no acabó hasta que los soldados, mejor entrenados, derribaron a ambos marineros.
Entre el ruido de los disparos, Pitt había oído ponerse en marcha un motor. Vislumbró una pequeña lancha de traslado que salía por la boca de la ensenada, y en la que se reconocía, al lado del piloto, la figura canosa de Bolcke.
Se volvió hacia el comandante del bote 2, que estaba de rodillas detrás de un árbol del caucho, recargando su fusil.
—Bolcke se ha escapado en un barco pequeño. Llama al Coletta y dile a Madrid que lo atrape.
El soldado asintió. Después de encajar un cargador, pulsó el botón de su radio y llamó al barco de apoyo.
Cuando Madrid recibió la llamada en el Coletta estaba observando con prismáticos un carguero que se aproximaba. Al volverse vio irrumpir la lancha de Bolcke por la boca de la ensenada, y echó mano de todos los recursos de la patrullera.
—Artillero, prepárese para un disparo de advertencia al barco que se acerca —dijo—. ¡Fuego!
Un marinero lanzó una descarga por el cañón de 20 milímetros de la cubierta e hizo brotar un géiser a proa de la lancha. Esta redujo la velocidad de su huida, pero mantuvo el rumbo cruzado a popa del Coletta. Madrid estaba tan concentrado en detener el barco de Bolcke que no se fijó en que el carguero se acercaba por detrás.
—Artillero, listo para dispararle al motor. ¡Fuego!
El artillero apuntó, pero antes de poder efectuar el disparo se cayó en la cubierta y empezó a mover los brazos como si le atacase un enjambre de abejas. Después rodó hasta la baranda gritando y se arrojó por la borda para refrescarse en las aguas del lago.
Dentro de la cabina de mando, Madrid sintió un repentino ardor en la piel que le hizo apartarse del timón sin poder aferrarse a los controles. Chillando de dolor, miró por la ventana y vio que el otro barco cargaba contra ellos.
Aunque el carguero no embistió al Coletta a demasiada velocidad, su gran volumen no tuvo problemas para destrozar la proa de la patrullera. Arrojado hacia atrás por el impacto, el menor de ambos barcos se llenó de agua, y en cuestión de segundos se elevó por la popa y se hundió bajo la superficie.
Bolcke vio desaparecer la patrullera mientras amarraban su lancha a un lado del carguero. Tras recorrer la escala real, seguido por el vigilante, cruzó la cubierta y subió al puente, donde, con paso cansino y jadeante, se acercó al timón. Allí estaba Pablo, admirando el Sistema Activo de Negación modificado que llevaba el barco en su proa.
—Parece que hemos llegado en el momento oportuno —dijo.
—Han… atacado… el complejo —explicó Bolcke.
—¿Quién?
—Uno de los prisioneros. Se escapó ayer.
—Seguro que son de la Autoridad del Canal. Ya me ha parecido que era uno de sus barcos. Seguro que Johansson dará buena cuenta de ellos en la orilla.
—No, a Johansson le mataron. El mismo hombre que se escapó.
—¿Podrían saber algo del acuerdo?
Bolcke negó con la cabeza.
—Con quinientos millones podrá comprarse muchos complejos nuevos —dijo Pablo.
—¿Los planos y el motor están a bordo, enteros?
Bolcke observaba el nuevo aspecto del Salzburg.
—Sí.
—Los chinos nos esperan en el lago Miraflores.
Pablo le miró como los niños cuando esperan un regalo de cumpleaños.
—Pues entonces no veo ninguna razón para seguir aplazando ni un minuto más el pago.
Dio órdenes para enfilar el barco por la vía principal de acceso al canal. El Salzburg emprendió el viaje sin dilación.