El lento tren de carga frenó con una sacudida que despertó a su único pasajero. Tendido en una de las plataformas, Pitt abrió los ojos a la intensa luz del sol de la mañana.
El convoy de la Panama Railway había llegado al final de su viaje: una playa de vías del puerto de Balboa. Situado cerca de la entrada al canal de Panamá por el Pacífico, y a pocos kilómetros al sur de Ciudad de Panamá, Balboa era el principal nudo de transporte por el istmo. Pitt bajó de un salto y se vio rodeado de una selva de acero. Por todas partes había montañas de contenedores de todas las tonalidades. Al fijarse en una larga hilera de vagones, vio una grúa pórtico situada sobre los raíles y a un grupo de trabajadores que estaban empezando a descargar los ubicuos contenedores.
Pitt, que estaba cerca del final del tren, siguió los raíles hasta haber salido de la playa de vías, pensando que había muchas posibilidades de que las autoridades ferroviarias de la zona le considerasen un simple vagabundo. Una vez fuera trepó por una tela metálica oxidada y se encontró en un barrio de viejos almacenes. Vio a media manzana un edificio pequeño con algunos coches aparcados delante. Era un bar destartalado al que acudían los estibadores. Al cartel descolorido que lo identificaba como El Gato Negro se sumaba la pintura del felino en cuestión, con los ojos en forma de equis.
Al entrar atrajo las miradas de los pocos clientes que, madrugadores, calentaban ya los taburetes del oscuro bar. Mientras se acercaba al encargado, Pitt se vio en el gran espejo de detrás de la barra y casi se asustó a sí mismo.
Era la imagen de un hombre cansado y demacrado, con moratones y sangre en la cara y la ropa hecha jirones, manchada también de mugre y sangre. Parecía salido de la tumba.
—¿El teléfono? —preguntó en español.
El encargado, que le miraba como si acabara de llegar de Marte, señaló el rincón de los servicios. Al acercarse, Pitt encontró con alivio un maltrecho teléfono de pago. Aquellos venerables aparatos sobrevivían a lo largo y ancho del planeta y se llegaban a encontrar en los lugares más inverosímiles.
Entabló conversación con una operadora en lengua inglesa que no se resistió mucho a su solicitud de hacer una llamada a cobro revertido a Washington. Pronto oyó sonar el teléfono del otro lado. La voz de Rudi Gunn subió una octava tras oír el saludo de Pitt.
—¿Estáis bien Al y tú?
—No exactamente.
Pitt le explicó en pocas palabras el secuestro del Adelaide, su llegada al complejo panameño y su huida.
—Panamá —dijo Gunn—. Habíamos dado aviso a las autoridades del canal de Panamá para que buscasen el Adelaide.
—Le cambiaron el nombre en alta mar. Probablemente ya tuvieran listos documentos falsos. El complejo de Bolcke está hacia el centro de la zona del Canal, es decir, que probablemente tenga contactos en las esclusas.
—¿Has dicho Bolcke?
—Sí, Edward Bolcke, un viejo ingeniero austríaco de minas que dirige el campo de los horrores. Me han contado que es muy importante en el mercado de elementos de tierras raras.
—Era una de las pistas sobre tu secuestro —dijo Gunn—. Tiene un barco que se llama Salzburg y que fue avistado cerca del Adelaide más o menos en el momento de su desaparición.
—Debe de ser el mismo barco que desvió el Tasmanian Star antes de que apareciese en Chile. Y puede que también el Cuttlefish. Parece que está armado con algún tipo de aparato de microondas que ha demostrado ser mortal.
—Quizá Bolcke también tenga instalaciones en Madagascar —dijo Gunn—. Haré que el Pentágono busque a Al y los demás. Tal como lo cuentas, parecería justificada una operación militar conjunta con las fuerzas de seguridad panameñas.
—Oye, Rudi, tenemos muy poco tiempo. —Pitt explicó su encuentro con el agente chino Zhou y el plan de este de destruir el complejo. Después miró su reloj de buceo Doxa y dijo—: Nos quedan menos de cinco horas para sacar a Al y los demás antes de que empiecen los fuegos artificiales.
—Eso es mucho pedir.
—Llama a Sandecker y que hagan todo lo posible.
—Haré lo que pueda. ¿Dónde estás?
—En un bar que se llama El Gato Negro, cerca de la terminal ferroviaria del Pacífico.
—No te muevas, en menos de una hora alguien te pasará a recoger.
—Gracias, Rudi.
Pitt sintió disiparse el cansancio de la huida, que dejó sitio a nuevas fuerzas para la labor que tenía pendiente. Lo único importante era salvar a Giordino y los demás. Volvió a la barra. El encargado le hizo señas de que se sentase en un taburete vacío. Al ocuparlo, Pitt se encontró ante un vaso de chupito lleno de un líquido de color claro. Al lado había un cortapernos de mango largo.
Se puso las manos en el cuello y palpó el collarín de acero. Ya no se acordaba de que lo llevaba. Miró al encargado, que asintió sin bajar la vista.
—Muchas gracias, amigo —dijo Pitt en español mientras cogía el vaso de chupito y se lo bebía de un trago.
Era Seco Herrerano, un aguardiente muy popular en la zona, fuerte pero con la dulzura del ron. Dejó el vaso en la barra, cogió el cortapernos y sonrió al encargado.
—¿Quién ha dicho que los gatos negros dan mala suerte?