Fiel a la petición de Zhou, Pitt fue hacia el oeste por la selva. Se le ocurrió volver dando un rodeo e intentar localizar el barco en el que casi con seguridad había llegado Zhou, pero al final pensó que estaría bien escondido. Mientras se abría camino por la selva, se preguntó quién sería aquel hombre y por qué le habían enviado para destruir el complejo de Bolcke. Él, de hecho, albergaba sentimientos parecidos, pero supuso que el móvil tendría más que ver con el comercio de elementos de tierras raras que con razones humanitarias.
Al poco tiempo de su despedida, se había puesto el sol, oscureciendo la selva bajo su dosel de hojas. Pitt avanzaba a trompicones entre nubes de mosquitos que, aparecidos al anochecer, se cebaban en su piel desnuda. A medida que el frondoso mundo que le rodeaba se teñía de negro, su avance se volvió más difícil. Pisaba ramas afiladas sin querer o tropezaba con troncos invisibles, pero no podía remediarlo.
Los perros, lentos y metódicos, seguían persiguiéndole. Pitt había tenido la esperanza de que sus rastreadores siguieran el camino de Zhou, pero no, no le habían perdido la pista, y a juzgar por sus ladridos esporádicos solo debían de estar a unos centenares de metros. Cada pocos minutos hacía un alto y escuchaba para calcular su posición.
Inmerso en la selva, perdió cualquier tipo de referencia para establecer su dirección. Solo tenía una pista: el ruido de los perros, cuyos ladridos escuchaba atentamente por miedo a un regreso accidental que le echara en las fauces de sus perseguidores.
De noche la selva se animaba con un concierto de extraños gritos y reclamos. Pitt no soltaba su palo afilado, por si los gritos no eran de un pájaro o una rana, sino de un jaguar o de un caimán.
Los ruidos le ayudaban a no pensar en el cansancio. Sin el agua y la barra de proteínas de Zhou tal vez se hubiera venido abajo, pero los mínimos alimenticios le impulsaban a seguir. Rendido hasta el tuétano, sufría con cada nuevo paso, y el no estar acostumbrado a aquel entorno caluroso y con tanto bochorno no hacía sino adormilarle más. Al sentir la tentación de hacer un alto y acostarse, pensó en Giordino y los otros prisioneros, y sus pies se siguieron moviendo.
Aunque después de nadar se le hubiera secado la ropa, ahora estaba impregnada de un sudor inagotable. Rezó por que lloviese, sabiendo que le ayudaría a despistar a sus perseguidores, pero el cielo panameño, tan fiable de costumbre, se mostraba esquivo, y lo único que le brindó fue alguna llovizna pasajera.
Resbaló en un charco de barro. Después se apoyó en un árbol cortado y descansó. Parecía que sus rastreadores también iban más lentos a causa de la oscuridad. Un ladrido lejano le indicó que conservaba una buena ventaja, pero no tardó en atisbar un vago brillo a través del follaje: el de las linternas del grupo de búsqueda.
Tras levantarse con dificultad se sometió de nuevo al azote de las ramas invisibles. Fueron pasando las horas de la noche, en un ciclo de tumbos, trompicones y tropiezos por la selva; y siempre al fondo, la bulla de los perros, que eclipsaba cualquier otro sonido.
Con movimientos de zombi cruzó un bosquecillo de bambú. Al paso siguiente no encontró más que aire: había llegado al borde de un barranco. Tras rodar de cabeza por una cuesta de hierba, llegó a un pequeño arroyo donde se quedó varios minutos sentado en el agua fresca, que alivió el dolor de sus magulladuras y sus cortes. Una hilera de estrellas que titilaban sobre su cabeza le aportaba una luz escasa pero bienvenida.
El agua le daría la oportunidad de escaparse de los perros que le perseguían. Después de rellenar la cantimplora de Zhou, arrastró los pies por el centro del riachuelo. El agua casi nunca subía más allá de las rodillas, pero era bastante profunda para encubrir sus huellas. Constató que la luz de las estrellas le facilitaba el recorrido, aunque resbalase y se cayese al lecho del arroyo, que tuvo la sensación de seguir durante varios kilómetros, cuando en realidad no fueron más que unos escasos centenares de metros.
Al llegar a unos bajos subió por la otra orilla a trancas y barrancas y entró en un bosque de árboles kapok. Tentado por una rama baja, se subió a ella y descansó.
La selva estaba más callada. Pitt no oía casi nada más que el riachuelo. Ni siquiera detectaba a los perros de presa, lo cual le dio esperanzas de haberlos despistado al fin. Al apoyarse en el tronco se dio cuenta de que la persecución había sido casi tan extenuante en el aspecto mental como en el físico.
Mientras luchaba contra el sueño, oyó un ruido en la vegetación del otro lado del arroyo. Justo cuando miraba por encima del hombro, una luz amarilla osciló por el follaje. Se quedó de piedra al ver aparecer la silueta de un gran perro en la otra orilla del arroyo, un perro que husmeaba el suelo.
Maldijo su suerte. Siguiendo el cauce del arroyo había vuelto sin querer sobre sus pasos, acercándose a sus perseguidores.
El pastor alemán no dio señales de haber visto u olido a Pitt, que se mantuvo completamente inmóvil en el árbol, sin respirar siquiera. La luz amarilla se hizo más intensa, hasta que emergió de unos arbustos un hombre armado y con una linterna. Llamado por su cuidador, el perro se volvió y empezó a seguirle, no sin antes emitir un gruñido.
A tres metros de Pitt brotó un rugido como el de un león en una silla eléctrica. Pitt estuvo a punto de bajar volando de la rama, pero se contuvo. La linterna del hombre armado se deslizó por el árbol hasta posarse en un ser peludo, marrón y negro, colgado un poco más arriba que Pitt. Era un mono aullador, que soltó otro grito ronco antes de saltar a otra rama y escabullirse de la luz.
Pitt se quedó muy quieto al borde del círculo de la linterna, mientras el perro ladraba como loco. El haz tembló y dio un salto atrás, centrándose de lleno en Pitt, que se dejó caer de la rama y se metió corriendo por el bosquecillo. Un segundo después, una ráfaga de balas horadó la rama ya vacía del kapok.
Tras el eco de los disparos volvió el silencio. Bruscamente, la selva estalló en graznidos y alaridos, los de mil animales en plena desbandada. Delante de todos iba Pitt, lanzado por el laberinto de follaje con los brazos extendidos. Le ayudó que el cielo se estuviera estriando con los primeros rayos del amanecer. Corrió y corrió.
Pese a la orden de seguir a Pitt, el pastor alemán vacilaba en cruzar el riachuelo, dándole así algo de ventaja, aunque al final encontró un vado y reanudó su persecución. Sus ladridos incesantes permitieron a Pitt hacer un seguimiento de su aproximación, firme y segura: aunque también estuviera cansado por toda una noche de persecución, el pastor alemán insistía en seguir.
A Pitt le quedaban pocas fuerzas para alargar el sprint; se sabía incapaz de vencer al perro como corredor, pero si lograba separarlo de su cuidador quizá tuviera una oportunidad. La cuestión era si le quedaban energías para pelearse con el perro.
Los ladridos estaban cada vez más cerca. Decidió que era el momento de volverse y plantar cara. Justo entonces se dio cuenta de que al huir se había dejado en el árbol el palo puntiagudo. Buscando un arma nueva, no vio una rama baja y chocó de cara con ella. El golpe le dejó aturdido en el suelo. Oyó acercarse los ladridos, pero también un ruido metálico que parecía hacer vibrar la tierra.
Se arrastró por puro instinto hasta dejar atrás el árbol y subir por un montículo. El ruido adquirió más intensidad. Aguantándose el dolor, Pitt se asomó a la elevación.
Vio un tren en la penumbra, a menos de seis metros. Tras descartar que fuera un espejismo, consiguió levantarse. Era un tren de verdad, que iba despacio por un estrecho corte practicado en la selva y arrastraba vagones de carga con un sinfín de contenedores.
Se tambaleó hacia los raíles al mismo tiempo que el pastor alemán, subido al altozano, le reconocía y con furia renovada se lanzaba sobre él. A Pitt se le doblaban las rodillas, pero siguió caminando hacia el tren.
Estaba pasando un vagón de carga medio lleno. Pitt saltó, cayó sobre el torso y se impulsó con los dedos por la plataforma, mientras el perro le atacaba. El pastor alemán saltó y cerró las fauces en torno al pie derecho de su víctima, colgada del vagón.
Pitt rodó por la plataforma con el perro agarrado a su pie. Se quitó del cuello la cantimplora de Zhou y se la arrojó al animal, que al recibirla de lleno en el hocico soltó su presa con un gañido, pero al poco de caerse en la grava, junto a los raíles, se recuperó del golpe y salió en persecución del vagón de Pitt. Corrió a su lado casi medio kilómetro, gruñendo y brincando, pero sin poder saltar. En un momento dado, el tren cruzó un barranco por un puente estrecho de caballete, y el perro no tuvo más remedio que desistir. Pitt se despidió con la mano de la fiera, que ladraba y aullaba de frustración, al ver desaparecer el tren. Después cruzó el vagón a rastras, se acurrucó contra un contenedor oxidado, cerró los ojos y se durmió enseguida.