Levantando la vista de la mena de su pala, Plugrad vio a Pitt, que llegaba a gran velocidad por el camino y señalaba algo.
—¡Necesito una de ésas! —bramó.
Plugrad se volvió y vio tres carretillas para mena. Los hombres que le rodeaban se apartaron para dejar pasar a Pitt, que sin detenerse corrió hacia una carretilla no muy llena y la empujó hacia el muelle.
—¡Las líneas blancas! —dijo Plugrad, pero Pitt se lo quitó de encima y empujó la carretilla con todas las fuerzas que pudo.
En el muelle, el único guardia asignado a la brigada de Plugrad estaba hablando por la radio y no reaccionó hasta ver que Pitt se dirigía con su carretilla hacia las líneas eléctricas; solo entonces le encañonó con su AK-47 y lanzó una ráfaga.
Por falta de puntería, las balas mordieron el polvo cerca de los pies de Pitt y le incitaron a empujar con más fuerza. Los neumáticos delanteros de la carretilla cruzaron la primera línea blanca. Pitt empezó a sentir un cosquilleo en el cuello. La carretilla ya rodaba por sí sola. Cuando el dolor empezó a amplificarse alrededor de su garganta, saltó y se metió dentro.
Aterrizó en un poco de mena amontonada, mientras los neumáticos traseros de la carretilla superaban la raya. Era el momento en que, en principio, debían descargarse a través del collarín cincuenta mil voltios que le matarían al instante. Sin embargo, la descarga eléctrica necesitaba algún camino entre el cable enterrado y el collar, y como los gruesos neumáticos de goma de la carretilla no eran conductores, la sensación eléctrica desapareció del cuello de Pitt.
Por suerte para él, el suelo era liso y la carretilla siguió rodando hasta cruzar la segunda línea blanca y penetrar en el embarcadero. Se oyó otra ráfaga de arma de fuego. Pitt se resguardó en la mena del fondo de la carretilla, cuyo lado perforaron varias balas, todas por encima de su cabeza. Esta vez el vigilante había apuntado mejor, pero aparte de un poco de metralla debida a la explosión de un pedazo de mena, Pitt salió ileso.
Tras dar algunos saltos por el muelle la carretilla chocó con el bordillo. Al levantar la vista, Pitt vio atracado frente a él el Adelaide y con un salto como el de un muñeco de resorte se lanzó a las aguas, en las que se hundió con una zambullida.
El guardia, pillado por sorpresa, no disparó hasta después de su desaparición. Corrió hasta el borde del muelle y apuntó a los círculos concéntricos creados por el chapuzón, esperando el regreso de Pitt a la superficie.
Pitt se había zambullido cerca del extremo trasero del Adelaide, introducido de popa en la ensenada. Cuando ya estaba a bastante profundidad, cambió de dirección y nadó con denuedo hacia la popa. El agua turbia ofrecía unos metros de visibilidad, así que no tuvo problemas en seguir el contorno oscuro del casco hasta que se adelgazó y apareció una gran hélice de bronce.
Nadador consumado, estaba cómodo dentro del agua y no le costaba nada aguantar más de un minuto la respiración. Unas cuantas brazadas le permitieron dejar atrás el barco y apartarse del muelle. Cuando aún le quedaban fuerzas para algunas brazadas, se detuvo y volvió a la superficie, dando una súbita patada justo antes de salir a respirar.
Con la cabeza fuera del agua, braceó suavemente hacia la orilla opuesta, se llenó los pulmones de aire fresco y volvió a bucear. Esta vez dio media vuelta y se impulsó a la máxima velocidad posible para regresar al barco, a la vez que varias balas perforaban el agua por encima de él.
En realidad estaba regresando, pero el guardia, engañado por su falsa trayectoria hacia la orilla, apuntaba en consonancia con ella. Dejó de disparar el tiempo justo para gritarles algo a dos de sus compañeros, que se estaban acercando.
—¡Cubrid la otra orilla, que es adonde ha ido!
Los dos hombres corrieron hacia la boca de la ensenada, atentos a que resurgiera Pitt.
Éste, sin embargo, ya había vuelto al Adelaide y nadaba paralelamente al casco por el lado más alejado del muelle. Recorrer el buque en toda su extensión fue un ejercicio duro que realizó bajo el agua, salvo algunas salidas para respirar. Al llegar a la relativa protección de la proa examinó los dos lados del barco.
Al fondo de la ensenada, varios grupos con perros hacían batidas por la selva. Sobre el muelle, el vigilante que le había disparado estaba hablando con otro hombre armado y señalaba el agua. Pitt no vio muchos lugares en los que ponerse a salvo. Por otra parte, estar justo al lado del Adelaide era demasiado peligroso para quedarse mucho tiempo.
Un poco por delante del carguero había un barco de transporte, pero una gruesa cadena lo sujetaba a una de las cornamusas del muelle. Entre las dos embarcaciones, una escalerilla oxidada permitía desembarcar. Pitt tuvo una idea y se metió en el agua para nadar hasta la base de la escalerilla sin salir ninguna vez a respirar. Después subió los peldaños, saltándose más de uno. Se asomó al borde del muelle… y vio correr hacia él a los dos vigilantes.
Bajó algunos peldaños, sorprendido de que le hubieran detectado. Justo cuando se iba a sumergir, un ruido metálico de botas le hizo dudar. Levantó la vista y vio que los hombres subían corriendo por la pasarela del Adelaide, hacia la proa. No le habían visto, a fin de cuentas.
Ahora el muelle estaba vacío. Entonces Pitt realizó su jugada: subir de un salto y correr hasta el final. La visión de un cobertizo cerca del barco de transporte hizo que se replantease una huida por el agua. Seguro que en el cobertizo había herramientas, algo que pudiera usar para soltar el barco… Pero para llegar sin que le vieran tendría que dar un rodeo por la maleza.
Al llegar al borde de la selva se metió por un sendero, rodeó un antiguo cedro y de repente se topó con otro hombre que venía deprisa en dirección contraria. Chocaron, rebotaron y se cayeron ambos al suelo. El primero en reaccionar fue Pitt, que se levantó de un salto y quedó en suspenso al reconocer a la otra persona.
Era Bolcke, con pantalones de sport bien planchados y un polo. El austríaco fue lento en levantarse, pero no en desprender de su cintura una radio que acercó a su boca.
—Johansson, el esclavo fugitivo está cerca del muelle norte.
Pitt negó con la cabeza.
—Me temo que Johnny el Látigo ya no visita a domicilio.
Bolcke se quedó mirando a Pitt, mientras su llamada era acogida por un largo silencio. Después se oyó otra voz que le dijo algo en español atropelladamente. Sin hacerle caso, el austríaco siguió escrutando a Pitt.
—No te muevas.
—Lo siento —contestó este último—, pero es que he decidido irme de su hotel de sádicos.
Oía voces en el muelle y pasos en el camino, que ahora sabía que llevaba a la residencia de Bolcke.
—Te alcanzarán y te pegarán un tiro.
—No, Edward Bolcke —dijo con una mirada de desprecio al viejo minero—, pienso ser yo el que regrese a por ti.
Dio media vuelta y se metió en la selva hasta perderse de vista, segundos antes de que apareciese un contingente de guardias que corrieron hacia Bolcke al verle.
—¿Acaba de informar de que ha visto al esclavo fugitivo? —preguntó uno de ellos.
Bolcke asintió, señaló el rastro de Pitt y le tiró la radio.
—Que acudan aquí ahora mismo todos los guardias disponibles —dijo—. Quiero que me traigan al esclavo en menos de una hora. Muerto.