57

Los peones se quedaron quietos al oír el rítmico lamento con que aterrizaba un helicóptero, pero el látigo de Johansson tardó muy poco en azuzarlos, anulando así toda esperanza de que hubiera llegado algún ejército dispuesto a liberarlos.

Quien llegaba personalmente de Australia, donde había puesto en marcha la última fase de conquista de las instalaciones mineras de Mount Weld, era Bolcke, que bajó del helicóptero y, tras pasar junto al carrito de golf que le esperaba, caminó hacia el embarcadero, seguido por dos guardias armados.

Llegó al muelle en el momento en que un maltrecho grupo de peones, entre los que figuraban Pitt y Giordino, trasladaba la mena de la última bodega del Adelaide. Bolcke les dedicó una mirada despectiva, que pasó fugazmente por los ojos de Pitt. Fue como si en ese breve instante Pitt leyera la psique del austríaco, en quien vio a un infeliz, un hombre sin ninguna compasión, ni ética, ni alma siquiera.

Bolcke observó con frialdad la montaña de mena y pasó a examinar el barco. Después esperó un momento a Gómez, que al ser llamado bajó rápidamente por la pasarela del barco.

—¿Era el cargamento que teníamos previsto? —preguntó Bolcke.

—Sí, treinta mil toneladas de mena de monacita triturada. Solo falta esto.

Gómez señaló el último montón.

—¿Algún problema con la adquisición?

—La naviera mandó un equipo de seguridad adicional, pero lo redujimos sin percances.

—¿Alguien esperaba un ataque?

Asintió con la cabeza.

—La suerte fue que llegaron cuando ya nos habíamos apoderado del barco.

Bolcke puso cara de preocupación.

—Pues entonces tenemos que deshacernos de él.

—Después de cambiar de identidad en alta mar no nos hicieron preguntas al entrar en el canal —dijo Gómez.

—Es un riesgo que no puedo permitirme. Tengo pendiente un negocio importante con los chinos. Esperad tres días y, después, deshaceos del barco.

—Podría llevármelo a un desguace que hay en São Paulo y que lo pagaría muy bien.

Bolcke reflexionó un momento.

—No, no vale la pena arriesgarse. Arrancad todo lo que haya de valor y deshaceos de él en el Atlántico.

—Sí, señor.

Pitt, que se había quedado cerca de la montaña de mena intentando espiar la conversación mientras le llenaban la carretilla, vio que Bolcke daba la espalda a Gómez y se encaminaba a su residencia, mientras Gómez volvía al barco.

—El Adelaide zarpará dentro de unos días —le dijo a Giordino—. Me parece que cuando salga tendremos que estar a bordo.

—Por mí perfecto, pero que no sea en forma de tostadas.

Giordino se estaba dando golpecitos en el collarín.

—Yo tengo una teoría sobre estos collares —dijo Pitt, pero se calló al ver salir a Johansson de la vegetación con el látigo en la mano.

—¡Más deprisa —vociferó el capataz—, que estáis retrasando la cadena!

Los peones aceleraron sus movimientos sin mirarle a los ojos. Johansson se paseó por la zona de descarga hasta ver a Giordino, que cojeaba al empujar una carretilla completamente llena. Se oyó un latigazo que le alcanzó en la pantorrilla.

—Eh, tú, más garbo.

Giordino se volvió con una mirada capaz de desconchar pintura, y se le pusieron blancos los nudillos al empujar la carretilla de mena como quien lleva un carro de la compra vacío. La exhibición de fuerza hizo sonreír a Johansson, que se fue a regañar a otro grupo de peones.

Pitt siguió a Giordino por la senda del molino, paralela a la doble línea blanca que recorría el muelle. Fue acercando gradualmente la carretilla a la línea más cercana. Cuando la tuvo a menos de un metro empezó a notar un cosquilleo en el collarín. Entonces dio un paso rápido y se subió a la carretilla, que continuó rodando. El cosquilleo cesó de inmediato. Pitt devolvió la carretilla al camino y, al darle impulso con el pie, recibió una breve descarga. Cuando dio alcance a Giordino, sonreía.

Después de una comida rápida consistente en un guiso frío de pescado, los llevaron al molino y los pusieron a alimentar el de bolas, un enorme cilindro metálico montado horizontalmente en engranajes giratorios. Por un lado se metía la mena triturada, que con la rotación del cilindro chocaba con las bolas de acero endurecido contenidas en su interior. Convertida casi en polvo por las bolas, la mena era filtrada por el otro lado. Por su traqueteo, el molino parecía una lavadora gigante llena de canicas.

La mena en bruto traída del embarcadero formaba grandes montañas en el lado abierto de la edificación, donde una cinta transportadora le hacía cubrir el breve trayecto hasta una plataforma elevada. En esta última, sobre el molino, se introducía manualmente por un gran embudo. Un vigilante mandó a Pitt subir a la plataforma para alimentar el molino, mientras Giordino se unía a otro hombre que cargaba paletadas de mena en la cinta.

No era tan duro como lo había sido transportarla. Dado que el molino de bolas tardaba lo suyo en digerir la mena, los peones gozaban de descansos frecuentes. Durante uno de estos intervalos apareció Johansson, el capataz, que entró por el otro lado y se quedó detrás del molino de bolas, donde un grupo de peones recogía el polvo en otras carretillas y se lo llevaba a la siguiente zona de descarga. El vigilante del molino se acercó y habló con Johansson sobre la producción.

Pocos minutos después Johansson se paseó por todo el molino. Por una vez no llevaba nada en las manos, sino que tenía el látigo de cuero enrollado en la cintura. Al acercarse a las montañas de mena que aún quedaban por cargar, vio a Giordino y el otro peón sentados en una de ellas y se puso tan rojo de rabia que se le salían los ojos de las órbitas.

—¡De pie! —chilló—. ¿Por qué no estáis trabajando?

—Es que el molino de bolas está lleno —dijo Giordino señalando como si tal cosa el cilindro que giraba; y aunque su compañero saltó como un resorte, él permaneció sentado.

—He dicho que de pie.

Giordino intentó levantarse, pero le falló la pierna herida y se quedó apoyado en una rodilla. Johansson se lanzó sobre él sin darle tiempo a recuperarse y cogió una pala clavada en la mena para golpear con fuerza la pierna mala.

La plancha de la pala se estampó ruidosamente justo encima de la herida del muslo de Giordino, que se cayó al suelo mientras la herida, reabierta, empezaba a sangrar.

Pitt, que estaba de pie en la plataforma, había adivinado lo que pasaría, pero no pudo reaccionar a tiempo, así que cruzó la plataforma con su pala en la mano y saltó por el borde. Lo hizo hacia Johansson, pero estaba demasiado lejos para caer sobre él, de modo que extendió los brazos e hizo un barrido con la pala para golpearle en la cabeza.

No fue en la cabeza donde dio la pala, sino en el hombro izquierdo del capataz, que se volvió con una mueca al mismo tiempo que la pala rebotaba y que Pitt chocaba duramente con el suelo justo delante de él. Johansson, que no había soltado su pala, atacó a Pitt, que tuvo que echarse hacia atrás al mismo tiempo que intentaba levantarse. El golpe le rozó un costado. Rodó hacia el molino de bolas.

Enseguida tuvo encima a Johansson, como un animal rabioso. El capataz levantó la pala para darle un golpe en la cabeza, pero Pitt rodó hasta quedar debajo del molino de bolas, y la pala se clavó en el suelo. Pitt reaccionó cogiendo el mango de madera de la pala para evitar un nuevo golpe. Johansson trató de arrancárselo, pero tenía el brazo izquierdo entumecido por el golpe de antes y le faltó la fuerza necesaria, así que cambió de táctica y bajó el mango a la vez que se abalanzaba sobre Pitt.

El corpulento sueco, treinta y cinco kilos más pesado que su contrincante, cayó como una losa. El impacto vació de aire los pulmones de Pitt. Johansson logró encajar el mango de la pala bajo el cuello de Pitt en el momento del aterrizaje, y aplicó toda su fuerza para ahogarle.

Pitt intentó apartar el mango, pero se había quedado atrapado en una posición incómoda. Mientras sentía aumentar la presión en su garganta, vio un gran engranaje sobre su cabeza, parte integrante del sistema que movía el molino de bolas. Se retorció y forcejeó para arrojar a Johansson contra él, o aliviar al menos la presión de la pala.

No sirvió de nada. Lejos de moverse, Johansson siguió centrando toda su energía en matarle por asfixia.

Pitt empezó a quedarse sin aire y a sentir la cabeza a punto de explotar. Dominado por la desesperación, soltó el mango con la mano derecha y la acercó a la cintura de Johansson para buscar a tientas su pistola.

La funda, sin embargo, estaba al otro lado. Lo que reconoció fue el látigo, enrollado y colgado en el cinturón. Lo cogió y lo soltó, pero ya empezaba a ver manchas y a caerse.

De pronto un fuerte golpe hizo vibrar sus tímpanos, al mismo tiempo que se producía una pausa transitoria en el ahogo.

Giordino se había arrastrado hasta una distancia que le permitía acribillar a Johansson con montones de mena. Uno de los trozos duros, al que imprimió la velocidad de un lanzamiento rápido de béisbol de primera división, alcanzó a Johansson detrás de la oreja. El sueco gruñó, se volvió hacia él y se agachó para esquivar otra piedra.

La distracción dio tiempo a Pitt para respirar y despejar su visión. Aprovechó el momento para levantar el brazo libre y enroscar el látigo en la cabeza de Johansson.

Éste contraatacó soltando la pala y dándole un puñetazo en la cabeza con el puño derecho.

Como tenía el brazo levantado, empuñando el látigo, Pitt no pudo evitar que el golpe le alcanzase en plena cara. Al recibirlo encajó una argolla de la empuñadura en los dientes del engranaje que giraba justo encima.

El puñetazo estuvo a punto de dejarle inconsciente, pero se mantuvo bastante despejado para ver que el látigo enroscado en el cuello de Johansson se tensaba, estirándole hacia arriba. La enorme rueda dentada atrajo hacia su superficie rotatoria al sueco, que agitaba los brazos para soltarse. Un grito ronco brotó de entre los labios de Johansson, arrastrado por el cuello hacia el otro lado de la máquina.

La base del engranaje externo se encajaba en el volante del motor de ochocientos caballos del molino de bolas. Johansson intentaba escaparse, pero se vio arrastrado por la máquina. Los dientes encajados de metal royeron el látigo de cuero, y después la carne del cuello del capataz, cuyo grito se interrumpió de golpe. El engranaje en movimiento escupió por la sala un fino chorro de sangre. Después de una breve sacudida, la máquina recuperó su velocidad anterior. Detrás del engranaje se formó un charco de sangre que se extendía a partir del cuerpo decapitado de Johansson.

Pitt se levantó. Al final el vigilante del fondo del molino se había dado cuenta de lo que pasaba, y ya se acercaba corriendo.

—Esta vez lo has dejado todo bien pringado —dijo Giordino con una sonrisa burlona, a pesar del dolor.

—Gracias por la ayuda. —Pitt se acercó rápidamente a él—. ¿Estás bien?

—Sí, pero me vuelve a gotear la pierna. Mejor que te vayas tú solo.

El vigilante intentaba desenfundar su pistola entre gritos a Pitt, que asintió, mirando a su amigo.

—Volveré.

Se echó por debajo de la cinta transportadora mientras reverberaban disparos en el edificio. Cuando el vigilante pasó corriendo persiguiendo a Pitt, Giordino echó disimuladamente mena por el suelo. El vigilante, que no apartaba la vista de su presa, resbaló y estuvo a punto de caerse.

Pitt aprovechó para salir corriendo por el otro lado de la cinta y escaparse por el fondo del edificio.

Dio la vuelta a la esquina, perseguido por una ráfaga tardía, y se metió en unas matas. Cautivo en la isla de dos hectáreas, no se hacía ninguna ilusión sobre sus posibilidades de quedarse escondido durante mucho tiempo. Los disparos ya habían llamado la atención de varios guardias apostados en las inmediaciones.

Se abrió un camino sinuoso por la vegetación, que usó de tapadera para alejarse del molino. El vigilante que le perseguía salió demasiado tarde del edificio para verle y no tuvo más remedio que hacer un lento reconocimiento de la zona a la vez que pedía refuerzos.

Pitt siguió adelante por las plantas hasta llegar al camino de las carretillas. A partir de entonces corrió hacia el muelle lo más deprisa que le permitieron sus debilitadas piernas. El camino no tardaba mucho en llegar al muelle, y a la última montaña de mena. Plugrad y algunos más del destacamento la estaban cargando con sus palas.

Al salir del camino, Pitt contuvo la respiración, consciente de que solo había una escapatoria posible. El grupo de hombres le ofreció lo que buscaba. Con urgencia renovada, apretó el paso y dejó de pensar en que, de no ser acertada su suposición, pronto habría muerto.